Thrillers post 11-S: ‘Amenazados’ y ‘The killing Room’

Guerra contra el terror, guerra contra el lugar común

I. De qué hablamos cuando hablamos de invisibilidad

Aunque algunos pudieran pensar que la distinción habría sido más provechosa recayendo en algún ignoto explorador de la imagen, el premio al mejor director en la última edición del Festival de Cannes fue para el danés Nicolas Winding Refn, firmante «tan solo» de un producto comercial de calidad adscrito a un registro tan codificado como el del drama criminal.

Lo paradójico es que esos apóstoles de lo que se ha venido a llamar de modo excluyente y reduccionista «cine invisible» habrán tenido que hacer muchos deberes para escribir con conocimiento de causa sobre Drive (2011). De Refn se estrenó en salas españolas allá por 1998 su ópera prima, Pusher: Un paseo por el abismo (Pusher, 1996), y para de contar hasta la fecha salvo para quien haya seguido la pista -vía festivales de categoría B, formatos domésticos o archivos alegales- a Bleeder (1999), Fear X (2003), Bronson (2008) y Valhalla Rising (2009). Títulos todos ellos caracterizados, en palabras del realizador recogidas por Brad Westcott (Reverse Shot) en otoño de 2006, por «servir de reflejo a nuestra sociedad de manera que podamos referirlos a ella, aunque sean a la vez disfrutables como escapismo».

Puede que no haya mejor definición para el cine popular, esa especie en vías de extinción en el ecosistema actual de la distribución y la exhibición: Los grandes espectáculos copan las multisalas. Y el audiovisual de prestigio ha sabido procurarse nichos confortables y alienados que han contribuido a excavar tanto Internet como esa burbuja cultural y académica traducida en los últimos años en patrocinios, becas, ayudas, subvenciones, convenios, créditos, certámenes, jornadas, mecenazgos, estudios, tesis, cursos, asignaturas, fomentos, simposios y demás manifestaciones de inteligencia artificial.

Mientras, el cine que a través de la ficción nos permite conocernos a nosotros mismos, aprender que la materia de la que están hechos los sueños y las pesadillas es lo real, y vislumbrar los entresijos socioeconómicos que determinan nuestro lugar en el mundo, pasa fugazmente por las carteleras. Invisible como ningún otro no ya por su progresiva desaparición de las salas y su arrinconamiento en canales temáticos, cubas de ofertas en centros comerciales y páginas muy poco glamourosas de descargas; sino por la escasa autoexigencia de quienes no están dispuestos a llevar su curiosidad y sus reflexiones más allá de lo que dictan la Fotogramas o la Cahiers du Cinéma. España. A la hora de escribir estas líneas, en una página tan poco elitista como Filmaffinity hay tres veces más reseñas de internautas hispanos sobre Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010) que sobre la citada Pusher: Un paseo sobre el abismo o sus dos continuaciones…

II. La guerra contra el terror

Valga la perorata anterior para justificar el dedicar unas líneas a The Killing Room (Jonathan Liebesman, 2009) y Amenazados (Unthinkable, Gregor Jordan, 2010). Dos películas de intriga con las que fue benevolente la crítica estadounidense, pero que tanto en Estados Unidos como en España han sido lanzadas en DVD pasado un tiempo considerable desde su producción. Y ello a pesar del anuncio de que harían carrera en la gran pantalla, algo lógico dado que los implicados en sus repartos y equipos técnicos -especialmente en el caso de Amenazados– han demostrado por activa y por pasiva su atractivo comercial.

La explicación para su «invisibilidad» reside sin duda en sus argumentos, que exploran de manera muy poco complaciente las consecuencias de los atentados del 11-S en la psique norteamericana. La «guerra contra el terror» desatada por la administración de George W. Bush en octubre de 2001 pretende haber tenido de cara a la opinión pública de aquel país un desenlace terminante, categórico, con la eliminación una década después de Osama Bin Laden. Pero, en el tiempo transcurrido entre el derrumbe de las Torres Gemelas y la muerte del terrorista saudí, el liderazgo deontológico y estratégico de Estados Unidos ha sufrido una erosión que ha ido más allá del (enésimo) descubrimiento de las imposturas que esconde su posición autoadjudicada de superioridad sobre el resto de las naciones del mundo.

El haber sufrido en tiempos de paz y prosperidad un ataque en suelo propio tan contrario en su planificación y tan refractario en cuanto a la posibilidad de una respuesta a las creencias del capitalismo democrático, ha propiciado en el tejido sociocultural norteamericano una serie de interrogantes cuyas respuestas solo se han atrevido a plantear hasta las últimas consecuencias thrillers como The Killing Room y Amenazados.

La primera recupera la atmósfera conspiranoica que marcó producciones de género durante otra época convulsa, los sesenta y los setenta del pasado siglo, como El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, John Frankenheimer, 1962), Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), El último testigo (The Parallax View, Alan J. Pakula, 1974) y La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974). De hecho, la premisa que justifica en The Killing Room el encierro y progresivas ejecuciones de cuatro ciudadanos que creen haber sido convocados a una prueba psicológica pagada es una iniciativa ilegal que la CIA desarrolló realmente entre 1953 y, al menos, 1973: el proyecto MKULTRA, consistente en el sometimiento forzoso de civiles estadounidenses y canadienses a privaciones de todo tipo, abusos verbales y sexuales y la administración de drogas y otras sustancias químicas, con el fin de manipular sus estados mentales y hasta sus funciones cerebrales (sic).

Aunque los encerrados en The Killing Room no saben que la siniestra selección natural a la que están siendo sometidos es obra de su gobierno, el espectador sí es consciente de ello: la acción principal se alterna con el debate que mantienen el instigador del proyecto (interpretado por Peter Stormare) y una joven aprendiz (Chloë Sevigny) que, si bien en un principio se muestra remisa a participar, a la postre devendrá cómplice del asunto, más por ambición personal que por amor a su país.

Su falta de escrúpulos da cuenta de un relativismo ético cuyas consecuencias trascienden lo individual: el experimento salvaje al que estamos asistiendo se descubre una política masiva, un adoctrinamiento colectivo que tiene como efecto colateral la muerte por razones utilitaristas de tres de cada cuatro cobayas.

¿Y qué se espera de la restante? La carta en la manga con la que The Killing Room dinamita las expectativas del espectador es que, de los dos últimos supervivientes en la prueba, quien pasará a una segunda fase de adoctrinamiento que el desenlace tan solo esboza, no será quien manifiesta el ingenio, el coraje, la iniciativa y el amor por la libertad supuestos a un estadounidense (Timothy Hutton), sino quien por su capacidad de sacrificio apunta maneras… ¡de terrorista suicida! (Nick Cannon).

El reconocimiento del agotamiento de ciertos valores y el recurso sistemático a los del enemigo, transmiten una sensación de acabamiento moral que va aún más lejos en Amenazados. Una película que, como la serie 24 (Robert Cochran y Joel Surnow, 2001-2010), explicita políticamente la inquietud y el malestar que el torture porn ya había puesto de manifiesto en abstracto durante los últimos diez años.

No resulta precisamente complicado deducir inferencias de Amenazados, estamos muy lejos del simple entretenimiento angustioso: un ex miembro de los Delta Force (Michael Sheen) que se convierte al Islam y pone tres bombas nucleares en otras tantas ciudades norteamericanas, que hará detonar si el gobierno no cesa en sus hostilidades públicas y secretas contra el mundo musulmán; un instituto reconvertido en base militar secreta donde el terrorista será martirizado hasta que confiese los lugares en que ha escondido las cargas explosivas; un torturador (Samuel L. Jackson) tan aplicado en su trabajo como comprensivo con su víctima, hasta el punto de leerle el pensamiento; y una agente del FBI (Carrie-Anne Moss) cuya indignación dará paso al pragmatismo más salvaje, dejando en evidencia como personaje las miserias de esa gran mayoría silenciosa cuya moral no ha sido, es, ni será nunca, sin importar épocas ni países, otra cosa que una suma de egoísmos y conveniencias.

El final de Amenazados, tal y como ha podido verse en Europa (en Estados Unidos la película ha sido editada sin su terrible coda), no es, como se ha comentado en algunas críticas, una apología de la tortura. Sino la constatación de un fracaso; el reflejo de la impotencia de la violencia a la hora de resolver conflictos que la razón ya ha desentrañado, y del coste de asomarse al abismo con miedo a saltarlo. Amenazados testimonia, con mayor virulencia si cabe que The Killing Room, la degradación de un sistema de valores en cuanto este se ha visto obligado a lidiar con su hipocresía.

Lo más interesante es que ambos filmes hacen valer sus discursos a través de sus alambicadas resoluciones formales.

III. La corrupción del relato

En septiembre de 2007, el ex consejero de seguridad nacional Zbigniew Brezinski admitía ante el senado estadounidense que la «guerra contra el terror» había constituido ante todo una “narrativa histórica mítica”, que había cumplido con eficacia la misión de brindar al pueblo norteamericano emociones balsámicas y catárticas.

Existe por fin una conciencia contemporánea generalizada acerca de que los relatos son instrumentos de poder, moralizantes. Y tanto más cuanto más apelan a la lógica aristotélica de planteamiento, nudo y desenlace y a las nociones cartesianas de progreso, razón y verdad.

Y, sin embargo, seguimos dejándonos hechizar por ellos. Incluso cuando han desaparecido de sus representaciones prototípicas -y de sus antítesis minoritarias- la profundidad y el sentido; cuando la simulación y los significantes vacíos han hecho de las constantes artísticas e ideológicas puras convenciones semióticas, y los signos han devenido más reales que la realidad a la que se remitieron antaño.

La causa de nuestra atracción nada residual por el relato lineal y epifánico o su rememoración irónica; por el juego reglado de citas intertextuales, generadoras de una complicidad tranquilizadora; por las mutaciones cada vez menos fructíferas que la Nouvelle Vague y posteriores vanguardias han aplicado sobre lo narrativo; o por la negación programática del relato (que pone de manifiesto sobre todo su vigencia), no reside en una «escritura» meditada, sigilosa, que aún podría justificar nuestra hipnosis inocente como «lectores». Sino en un cinismo corrupto pactado entre emisor y receptor: el primero no pretende tanto poner a prueba las convicciones del segundo, como hacerle partícipe de una experiencia que reafirme sus ideas preconcebidas sobre aquello a lo que ha estado dispuesto a conceder su tiempo.

De suceder todo según lo previsto, lo que se forja entre el artista y el público no es un debate de ideas, sino una identificación gratificante; no un fenómeno de acción y reacción, sino una puesta en escena de ambos elementos, cuya tramoya componen razón sentimental, movilización emocional, una percepción complaciente y rentable del evento.

Por ello, ciñéndonos al ámbito del cine, los aspectos de valía hoy por hoy solo cabe descubrirlos a través de la inquietud, las grietas en la mampostería, lo que no esperábamos, lo que subvierte nuestros condicionamientos pavlovianos: un premio en Cannes para Nicolas Winding Refn, o una película con Samuel L. Jackson que va directa al videoclub y cuyo desenlace original se ha escamoteado al público de su país.

Y lo mismo vale para The Killing Room y Amenazados como películas en concreto: el empleo en ambas de grabaciones de vídeo que siembran en el espectador la sospecha sobre la lógica temporal, ficcional, última de lo que ve, y sobre la veracidad de la información que se le ofrece; intrigas y sorpresas que trascienden las claves de un género para sacudir nuestras certidumbres íntimas e ideológicas; viajes iniciáticos que en vez de transportarnos a otra dimensión moral nos arrojan a laberintos materiales y metafóricos, al desierto de lo real; espacios cerrados como trampas de las que será imposible salir indemnes éticamente; relatos confluyentes en sí mismos, que nos impiden escapar a los problemas planteados; personajes incatalogables, multifacéticos, con incómodos matices…


Son aspectos que conforman programas descriptivos y narrativos cuyos perfiles pueden ser imperfectos, pero nunca desdeñables; panoramas tan críticos con los paradigmas patrióticos y positivistas que se presuponen a cierto cine popular, como con las tradiciones de género aceptadas sumisamente por sus adeptos y quienes las minusvaloran de soslayo.

En Antes de la lluvia (Before the Rain, Milcho Manchevski, 1994), una película sobre la naturaleza del ser humano en tiempos de guerra, se repetía en varias ocasiones que “el tiempo no muere jamás, y el círculo jamás se cierra”. Un mantra de cierto pesimismo que, sin embargo, tiene una lectura opuesta, al menos en el ámbito de la escritura cinematográfica: nunca debe darse ninguna imagen por liquidada, nunca debe plantearse un argumento terminante. La deconstrucción, la crítica, el desenmascaramiento, deben ser consustanciales a cualquier relato mínimamente comprometido con su medio expresivo. Con sus virtudes y sus defectos, Amenazados y The Killing Room aspiran a ello, y requieren lo mismo del espectador.