Las Venus abiertas de David Lynch

Corte, belleza y tinieblas

“Tendríamos que rastrear y descubrir en la propia Venus ese eje camuflado, inquietante, en el que el tacto de Tanatos se funde con el de Eros: frontera invisible, desgarradora, no obstante, en la que conmoverse […] se transforma en estar afectado…”

Georges Didi Huberman, Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad.

En los trabajos de David Lynch, la imagen siempre se repite: la figura femenina emergiendo de un fondo oscuro. La figura femenina blanca, rubia y apolínea, rozando, paradójicamente, lo espectral. Un cuerpo femenino representado como un surgimiento que aparece para velar un universo previo e imposible a nuestros ojos. Es esa aparición y disimulo que apuntaba Georges Didi-Huberman en Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad; el verso de Rainer Maria Rilke de su célebre Elegía de Duino que sentencia que “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”; el velo de lo siniestro que adivinaba Eugenio Trías al enfrentarse a la belleza sublime que emana de El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli.

Así pues, las protagonistas lyncheanas son hijas de Venus según la imaginó Botticelli. En éstas se recoge la tradición iconográfica establecida en el Quattrocento neoplatónico que representa a la Diosa como un cuerpo en surgimiento aunque, en pantalla, no emergen del mar, sino que aparecen como puntos de luz que caminan de la sombra al límite del cuadro, se transforman de mancha amorfa a cuerpo iluminado, casi a cuerpo sobre-pasado. En tanto que imágenes sobre-salientes, guardan la ambigüedad ontológica característica de aquellos eidolon definidos por Lucrecio (1) mientras que su función queda fuera de dudas: ellas ubican el relato y ejercen de guías. Son el eje. Son figuras en la frontera y fronterizas, en perpetuo tránsito entre los dos mundos a los que pertenecen: lo visible y lo invisible, la pulsión creadora y la destructora, entre uno y otro lado de la lógica.

Si Aby Warburg intuyó en el ligero movimiento del cabello de la Venus boticelliana el detalle figurativo que adivinaba la génesis impura, siniestra, aberrante de la Diosa, ¿cómo detectar en sus herederas -como mínimo en las representadas por las películas de David Lynch- “el «tacto camuflado» de Eros y Tanatos”, esa “crueldad desplazada” a la que se refería el historiador del arte (2)? Realizando el ejercicio opuesto: en vez de mostrarlas en su esplendor figurativo, siguiendo los preceptos estéticos del neoplatonismo, abrirlas para observar su interior, para enseñar esa dualidad ontológica de belleza y caos, de apariencia y devenir.

Podríamos partir de la aguja protagonista con la que arranca Inland Empire (2006), surcando la superficie del cuadro, reapareciendo en los rostros de las chicas que acompañan a Nikki (Laura Dern) en su odisea fílmica. La aguja es un instrumento que abre y produce el borbotón continuo de la imagen, eco de la navaja con la que Luis Buñuel inauguraba su obra en Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929). En el último largometraje de Lynch, pues, resulta imposible la confusión y cabe interpretar la aguja como una metáfora de la apertura, aquella que, en la tercera secuencia del filme, reclama un tipo polaco al otro sentado a su lado; interpretarla como la puerta que ha de ayudar a llegar a lo más profundo, a esa extraña madriguera última, a una suerte de hogar perdido, quizá anhelado u olvidado.

No es la primera vez que Lynch recurre a un símil afilado para adentrarse en el otro lado de las imágenes. En Mulholland Drive (2001) la apertura se encuentra en el interior de una misteriosa caja negra; en Carretera perdida (Lost Highway, 1997), una luz en el interior de cárcel; en Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), esa navaja que cortó fuera de campo la enigmática oreja… Antes que un cineasta de lo siniestro, el estadounidense podría ser definido como un cineasta clínico, del corte. De la figuración y del corte de la figuración, de la desfiguración afilada que permite a lo Real, en términos lacanianos, hacerse imagen. El fondo, irracional, caótico, amorfo, atado a las más intensas emociones: “Del mismo modo que Buñuel rasgó la mirada inocente del público con la imagen de la navaja cortando un ojo en Un perro andaluz, Lynch hace irrumpir en la ficción el abismo perturbador de lo Real, ese magma de la vida todavía sin simbolizar al que se refiere Lacan (3)”.

Como se ha señalado, la aguja-umbral introduce, es un punto de salida, sí, pero al mismo tiempo actúa como punto de llegada. En ese laberinto mental que es Inland Empire, también aparece como la pieza que ayuda a suturar el relato sangrante. Corta y cose en un movimiento casi infinito que remite a una estructura helicoidal, en eterna fuga.  Retomando la analogía à la Warburg con Botticelli, los trabajos del cineasta estadounidense se intuyen como la correspondencia fílmica del retablo pintado por el pintor florentino Historia de Nastaglio degli Onesti (1482-1483) (4). El retablo es la traslación pictórica de una historia del Decamerón de Bocaccio, y narra las desventuras del citado caballero Guido degli Anastagi, quien se había suicidado al no verse correspondido por una joven a la que amaba desesperadamente y que no habría sentido remordimiento alguno por la muerte de su pretendiente. Ella murió poco después y, debido a su indolencia ante la tragedia, fue castigada a sufrir un tormento sin parangón: sería permanentemente perseguida por su enamorado, quien cada viernes le daría alcance, la mataría, le arrancaría el corazón y se lo arrojaría a sus perros. Pero ahí no finalizaba el tormento. Ella resucitaba y así se reanudaba su huída y la cruel persecución. Ad eternum. De este modo, la equivalencia no es baladí: en Lynch asistimos a la exhibición de “una Venus perpetuamente asesinada (5)”. Un sueño de desgarramiento. Un sueño de eterna muerte y resurrección como ya lo planteó Maya Deren en Meshes of the Afternoon (1943). No es casual que se trate de una de las películas favoritas del cineasta estadounidense.

 

El orden descendente de Terciopelo azul

Pero volvamos a esa imagen reiterativa de la figura femenina en surgimiento. Volvamos a Laura Dern. En la piel de la actriz toman cuerpo tanto Sandy, la dulce rubia de Terciopelo azul, como Nikki, pero el nexo entre los dos personajes femeninos es subrepticio y aún más poderoso. Dern emprende, entre el primer filme e Inland Empire, un viaje de eterno retorno: de las tinieblas a la luz y a la inversa.De 1986 a 2006, veinte años de cuerpo desdoblado esperando encontrar un relato que lo vuelva unir, que lo suture; veinte años de circuito helicoidal, de vida y muerte y, de nuevo, vida; de trayecto que indaga en lo Real escondido tras la capa de belleza y brillo. Un cuerpo en la frontera y fronterizo.

La primera vez que vemos a Dern encarnando esa figura femenina limítrofe, Lynch nos la presenta bajo un velo de sospecha. Estamos en Terciopelo azul. ¿No aparece acaso Sandy casi inmediatamente, en la imagen de una fotografía de mesa, tras ver en pantalla esa oreja mutilada sobreexpuesta en la cabeza de Jeffrey (Kyle MacLachlan)? Minutos después, Lynch hace uso del motivo de la Venus que surge de las tinieblas. En vez del oleaje marítimo, Sandy se encarna como imagen sobre-saliente de la oscuridad, como una presencia que se vuelve color cuando se aleja del fondo nocturno de donde brota. Será ella quien indique a Jeffrey las claves para encontrar a la malograda Dorothy (Isabella Rossellini), punto de partida del peligroso juego detectivesco en el que ambos se involucran y borde del precipicio oculto tras la belleza policroma de las apariencias. Jeffrey ya había abierto en la escena previa una puerta para descender hacia una oscuridad en picado. Para comenzar a caer. ¿O no nos encontraremos, más adelante, en el mismo escenario mental del protagonista, tras habernos introducido por el canal en espiral de esa oreja mutilada sin identidad? ¿O justo en el límite entre ambos mundos, Lumberton, Lynchtown (6), y el inconsciente de Jeffrey-Lynch?

El viaje que emprende Jeffrey encuentra no pocas resonancias en el que realizó a Florencia el Marqués de Sade, según recuerda Georges Didi-Huberman (7). El aristócrata visitó el palacio de los Medici, donde se halla el famoso corredor de Vasari, espacio museo de innumerables tesoros artísticos llamados a conquistar lo sublime, entre ellos la citada Venus de Botticelli. No es tan conocido que en el palacio también se encuentra el corredor de La Specola, una suerte de pequeño gabinete de anatomía que alberga varias estatuas de cera destinadas al conocimiento interno del cuerpo humano y entre las que destacan las Venus abiertas, con los órganos internos dispuestos para ser vistos, del escultor Clemente Susini (8). Como relata Didi-Huberman, ese viaje de Sade “nos demuestra que a partir del palacio Medici, corazón del poder y de la cultura, se han desarrollado dos ejes, dos accesos simétricos: por un lado, el “corredor Vasari” conducía directamente al tesoro artístico de los Uffizi; por el otro, un corredor análogo conducía directamente al tesoro científico. Este último se llama La Specola, es decir, el observatorio, el espejo de la naturaleza: el speculum (9)«. La simetría entre ambas secuencias, la del Marqués de Sade, y la de Jeffrey en Terciopelo azul, resulta reveladora: tanto Sandy como Dorothy son dos imágenes de un mismo deseo, la polarización de la libido, el orden y lo irrefrenable como arquetipos de luz y oscuridad, rubia la primera, morena la otra (10). El corredor Vasari, La Specola. Su mirada recorre un camino de doble dirección: “vía vertical que va de la superficie sintomática a la superficie del tejido, vía en profundidad que se hunde de lo manifiesto hacia lo oculto (11)”.

Todo el largometraje funciona, de este modo, como un ejercicio de disección que discurre en paralelo y en profundidad, que busca la resolución de un conflicto mientras abre el relato hacia aquello que queda soterrado por las apariencias. El célebre prólogo del filme lo anticipa: la cámara desciende del cielo y, como si de un bisturí se tratara, abrir una fisura en la tierra. Tal recorrido descendente en Terciopelo azul se equipara con una tradición simbólica del orden teológico radicalmente vertical en la que la luz se encuentra en el estado superior máximo y las tinieblas son el último y más profundo estadio del ser. Del no-ser. Si en los primeros siglos del cristianismo, las representaciones de la figura humana olvidaban el cuerpo, la materia – la iconografía religiosa era esencialmente simbólica-, cuando a finales de la Edad Media se retoma el uso de la sombra en las representaciones del cuerpo humano, “se desarrolla una teoría que fija el lugar del hombre dentro de un mundo físico y metafóricamente dividido entre la luz y la sombra (12)”. El empleo de la sombra daría lugar a un mundo de degradados en los que cada uno de los grises atañe a un espectro teológico, según el tratado Le Livre du sage, del filósofo galo Charles de Bovelles (1469-1566), y que, como afirman Nadeije Laneyrie-Dagen y Jacques Diebold en L’invention du corps, tiene en cuenta “las leyes de la óptica porque ellas revelan un sentido metafísico: la fuente luminosa (lux) es principal y primera; la luz (lumen) es una forma (species) final de esta fuente; la sombra un trazo de la luz; las tinieblas son la privación, no son. […] Dios, en efecto, se encuentra dentro de la región de la fuente luminosa, el Ángel en la región de la luz, el Hombre en la región de la sombra, el animal privado de razón en la región de las tinieblas (13)”.

¿Y no nos recuerda ese trayecto en descenso de Terciopelo azul -de lo celestial y luminoso hacia lo impuro y sombrío, hacia lo negro profundo- el sempiterno lazo entre ambos estadios? Afrodita nace de la castración del cielo. En Terciopelo azul, el relato se abre gracias a una oreja cortada. Toda belleza es convulsa, nos dice Lynch. Toda imagen se abre a la experiencia del abismo, sentencia Didi-Huberman: “Las imágenes nos abrazan: ellas se abren a nosotros y se reafirman sobre nosotros en la medida en que ellas suscitan cualquier cosa que podamos nombrar como una experiencia interior (14)”.

 

Hacia la negritud expandida de Inland Empire

Las incursiones subterráneas y subcutáneas de Lynch iniciadas en Terciopelo azul encuentran en Inland Empire su materialización definitiva. Pese a que la primera finaliza con cierta idea de un orden reestablecido tras el periplo por la violencia de lo interno, casi podríamos imaginarnos la segunda como algo parecido a una secuela ética y estética del universo formulado por el filme de 1986. Siguiendo la máxima de Didi-Huberman, el último largometraje del cineasta ha de verse como el relato de esa apertura que busca la posibilidad de abrir tal experiencia del abismo, ahora expuesta como un tránsito por lo más desconocido de la herida: la negritud (15), lo amorfo interior. El Lynch botticelliano se transforma en un trasunto contemporáneo de Clemente Susini, el escultor que ocupa el corredor de La Specola.

¿O no es Inland Empire una película planteada como un cuerpo en abismo, abierto, eviscerado como las estatuas de Susini, desvelado, un abismo de podredumbre y caos? “A woman in trouble (16)”. Pobre Laura Dern. “Pobre Venus de Medici (17)”. Encontramos esa imagen del ecosistema interno del cuerpo humano en las entrañas terrestres que Lynch mostró en el arranque de Terciopelo azul, pero también en las imágenes pesadillescas de Inland Empire, esas desfiguraciones, las propias pulsiones humanas que nos corrompen y que a la vez nos hacen vivir, las visceras de la mente, del cuerpo, y que en la Venus desventrada (1781-1782) de Susini se funden con el negro.

De este modo, la aguja ya no sólo abre el cuerpo de Nikki, sino su misma mente, hurga en el trauma y la herida se extiende en pantalla como un rizoma, un stream of conciousness, un artefacto neuronal por el que el espectador transita a golpe de descarga eléctrica. En la primera puerta que traspasa Nikki está pintada en tiza la palabra “Axxonn”. Es el título de una de las series online de Lynch, pero también el nombre del extremo de la célula neuronal que conduce el impulso nervioso. El axón ilumina la oscuridad en la que se adentra Nikki, el otro lado del espejo, esa masa amorfa de emociones exacerbadas, de terror y ternura, sexo y muerte.  Una vez traspasada esa primera puerta-umbral (la película transitará por numerosas puertas, zócalos, ventanas y pasillos), emerge la figura de la nueva Nikki como esa Venus botticelliana, imagen melliza del surgimiento de Sandy en Terciopelo azul durante su primer encuentro con Jeffrey: Nikki caminará desde un fondo negro hasta encontrar el foco que le haga abandonar su condición de pre-imagen. Un trayecto hacia la luz, pero también hacia el plano de foco, un espacio desde el que ella reconocerá una escena interpretada anteriormente y en la que se re-conocerá al observarse a sí misma. En esa imagen de desdoblamiento helicoidal tendrá lugar la revelación: Nikki deambula como un fantasma por las entrañas de sí misma, un espacio de pretérito-presente y futuro, como un cadáver que vuelve a la vida para evidenciar su propia muerte expandida como el paisaje de la piel eviscerada.

Cuando en el inicio del largometraje, la inquietante vecina eslava le alerta del futuro próximo para luego espetarle que tendrá lugar “un jodido brutal asesinato”, nos adelanta la dislocación  emocional que está por venir en las siguientes tres horas. Pero como Sandy, Nikki no podrá evitar inmiscuirse en ese juego detectivesco y noir que le brindará el futuro. ¿O es el pasado? El tiempo en Inland Empire se construye como una estructura desestructurada según la lógica lineal a merced de diálogos que conjugan diferentes tiempos verbales a la vez. Sin embargo, semánticamente se intuye una lógica circular, donde el pasado, presente y futuro son invocados en un mismo espacio, como si se tratara de un tiempo fuera del tiempo, un sueño: “En el futuro, estarás soñando”; “Te muestro ahora la luz. Luce brillante para siempre. No más tristeza mañana…” Así, ambas direcciones, el origen y el final, quedan invocados en esa frontera cuasi onírica donde está teniendo lugar la fuga de lo Real, esas vísceras mentales. Y en los sueños, las coordenadas espacio temporales se desvanecen. Sucede igual en la imagen digital, dominante en Inland Empire, en la que cada uno de los píxeles es homogéneo al resto y la trama electrónica está extendida de manera regular por el cuadro. Sobre lo digital, Lynch asegura: “Es un nuevo mundo. La calidad es bastante terrible, pero me gusta. Me recuerda a los primeros años del 35mm, cuando no se sabía mucho sobre el cuadro o la emulsión (18)”. De nuevo, la idea de origen aparece dentro de la construcción fílmica del largometraje. ¿O es que en Inland Empire no estamos ante la fundación de una nueva imagen a partir de la muerte de la previa? ¿No se estaba narrando un “jodido y brutal asesinato”?: el de Nikki, que acontecerá en las aceras de Hollywood Boulevard, cuyo rostro agónico se presenta como el homólogo contemporáneo de la faz de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950).

La anunciación de su propia muerte conduce a Nikki hasta ésta -con la infidelidad y la dislocación mental como punto de partida-. Fisura de la realidad por donde caerá a ese escenario laberíntico con la histeria en primer plano y la interrupción sonora como hilo musical. De hecho, esos sonidos quebrados, semejantes a los producidos por la técnica que hizo del glitch un género de la música electrónica a finales de los años 90 (19), subrayan la poética del corte e interrupción del continuum. Mientras en los trabajos previos del cineasta, la sonoridad de la extrañeza quedaba compensada por las melodías mórbidas de Angelo Badalementi, aquí el único consuelo al oído lo proporciona el blues Strange What Love Does (firmado por el propio Lynch), cuya repetición en loop insiste en el error por el cual Nikki se halla perdida en los misterios de lo interno.

Pero cabe apuntar que Lynch no se dedica únicamente a hurgar en la herida y dejar que ésta sangre sin medida, sino que también se preocupa por suturar la fisura. Aunque Inland Empire parezca un artefacto desimbricado, en éste Lynch introduce como nexo otras tantas ideas con las que hilvanar las diferentes tramas de la película, otros relatos de su propio corpus audiovisual que fluyen en ese espacio mental fílmico, otorgándole consistencia mientras ahondan en el misterio. Rabbits, una serie que puso en marcha Lynch en 2002 para internet bien podría funcionar como aguja e hilo de esa marisma de impactos conceptuales. La serie, insertada en la película fragmentariamente, incluye en su reparto a Scott Coffey, Laura Elena Harring y Naomi Watts, las dos actrices protagonistas de Mulholland Drive, mientras que Justin Theroux, el director de cine amante de Camilla, reaparece asimismo en Inland Empire como el protagonista masculino de On High in Blue Tomorrows, el filme maldito que jamás llegará a su fin en el discurrir de Inland Empire.

Del mismo modo, la aguja que ha provocado la apertura del torrente emocional fílmico es la que une en plano los dos relatos femeninos de la película, el de Nikki y el de la chica polaca. En torno a esta imagen hay una escena que resulta especialmente significativa: Nikki, de repente, aparece en una calle nevada junto a su ella, quien le pregunta: “¿Quieres ver?”. En un juego de planos/contraplanos que claman por la ubicación, la protagonista cierra los ojos y la aguja reaparece, persistente en su tarea de rallar la superficie, para dar paso a un primer plano de una chica llorando (las lágrimas, el fluir de la emoción) y a los rostros de ellas como huellas dactilares en el cuadro… De nuevo, nos encontramos con el motivo: Venus que emergen de la veta de la imagen. Y la pregunta, reiterativa, que acompaña a la belleza surgida de las tinieblas: “¿Quieres ver?”.

 


(1) Stoichita, Victor. Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock. Pag. 12. La definición de simulacro por Lucrecio es la siguiente: “una especie de membrana desprendida de la superficie de los cuerpos, que gira en el aire”.
(2) Didi-Huberman, Georges. Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad. Pag. 49-50.
(3) Iván Pintor Iranzo en “David Lynch y Haruki Murakami. La llama en el umbral”, en Casas,Quim [et al] Universo Lynch. Calamar, 206. Pag. 87.
(4) La pintura es un conjunto de cuatro retablos que decoraban un dormitorio nupcial. Tres de ellos se encuentran en el Museo del Prado, Madrid.
(5)Didi-Huberman, Georges, Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad. Pag. 79.
(6) Con este nombre, Michel Chion define el escenario donde Terciopelo azul y la saga Twin Peaks tienen lugar: “Una coqueta y pequeña ciudad típicamente americana en medio de un océano de bosques, con toda su comodidad y todo su orden organizados en un entorno de un misterio ilimitado.” En David Lynch. Pag. 125.
(7) Didi-Huberman, Georges. Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad.
(8) Susini fue uno de los principales maestros en escultura anatómica en cera. Más información, aquí
(9) Georges Didi-Huberman. Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad. Pag. 120-126.
(10) Para ahondar más sobre la dualidad rubia-morena consultar el artículo al respecto en Transit.
(11) Michel Foucalt, El nacimiento de la clínica. Pag. 194.
(12) Laneyrie-Dagen, Nadeije, y Diebold, Jacques. L’invention du corps. Pag. 9-10.
(13) Ibid.
(14) Didi-Huberman, Georges. L’image ouverte. Pag. 25.
(15) En Breve historia de la sombra, Victor Stoichita, al respecto del Cuadrado negro de Malevich (1915) señala que el cuadro ejerce de telón, tal y como Malevich relató sobre el origen del cuadro en una carta del mismo año, por lo que es “un embrión de posibilidades. […] Es una imagen indeterminada, es la imagen de las infinitas posibilidades de la representación”.
(16) En cada una de las entrevistas promocionales de la película, Lynch siempre ha respondido lo mismo.
(17) Didi-Huberman, Georges. Venus rajada. Desnudez, sueño, crueldad.
(18) Declaración extraída de entrevista en la revista Wired.
(19) El glitch se basa en el uso deliberado del error producido por los artefactos sonoros digitales. Normalmente son eliminados para favorecer la continuidad del relato musical, pero el glitch o el click n’cuts (como también se conoce al subgénero) los pone en primera línea auditiva, formando un discontinuo sonoro estructurado en la forma del loop. El corte, en escena. El sello alemán Mille Plateux, nombrado así por el célebre libro de Deleuze y Guattari, fue su propulsor y máximo representante.