El hilo invisible
De Stanley Kubrick al mito de Pigmalión
Sobre la supervivencia de Pigmalión y Galatea en la cultura moderna y cinematográfica, Pilar Pedraza y Victor Stoichita asientan una base muy fértil en la que conviene indagar. En su esfuerzo por poner en imágenes la estética literaria de Thomas Pynchon, Paul Thomas Anderson tampoco es ajeno a esa tradición. Su abordaje de la masculinidad responde estrechamente al carácter de estos mitos, y busca releerlos a partir de las actuales configuraciones de la masculinidad. Este hecho, fruto de un trabajo que se complejiza con el tiempo, le acerca a la estética kubrickiana, donde es pertinente detenerse.
La primera escena romántica de Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick, es para Paul Thomas Anderson una hoja de ruta para el planteamiento visual de El hilo invisible (Phantom Thread, 2017). El filme de Kubrick adapta la novela La suerte de Barry Lyndon, de William Thackeray (1844), y sigue, desde una elegancia distanciada, el periplo de un joven irlandés en el siglo XVIII que se ve forzado a emigrar a causa de un duelo. En el prólogo, su prima mayor, Nora (Gay Hamilton), de quien está enamorado, lo encandila a través de un juego de cartas. En ese momento, la puesta en escena se adapta a unas directrices escultóricas que refuerzan el goce de la mirada masculina heterosexual. En el artículo Placer visual y cine narrativo, Laura Mulvey constata que “la mujer permanece como significante para el otro del macho, prisionera de un orden simbólico en el que el hombre vive sus fantasías” (Mulvey: 1975). Barry (Ryan O’Neal) se arrodilla y proyecta su deseo sobre ella. Sin embargo, Nora conserva una actitud de escarceo que reduce a Barry a una posición de inferioridad en cuanto a control de la situación. Si, en el cine clásico, Mulvey desvela que el rango de acción masculino propicia la pasividad femenina, las películas a examinar dotan a las mujeres de la posibilidad de reaccionar como un contramodelo fluyente.
Por su parte, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), protagonista de El hilo invisible, es un individuo seguro de su robustez mental y devoto de una estricta rutina diaria. Este personaje, un reputado modisto del Londres de los años cincuenta, comparte hogar junto a su hermana Cyril (Lesley Manville), quien vive en conformidad con sus hábitos. En el máximo apogeo de su producción, Reynolds conoce a la joven Alma (Vicky Krieps), la camarera de un restaurante en las afueras de la ciudad. Con ella contraerá matrimonio, pero antes conciertan una cita en un taller para que el personaje le tome las medidas. En ambas escenas, la mirada arrojada sobre el cuerpo femenino entra en tensión con una mujer que adquiere plena conciencia de su circunstancia y del efecto que causa. En El hilo invisible, esta cuestión se convierte en el principal hilo argumental.
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«Barry Lyndon» (1975), de Stanley Kubrick, y «El hilo invisible» («El hilo invisible», 2017), de Paul Thomas Anderson
Raymond de Luca, en su artículo sobre el filme, se interroga sobre la inversión del placer en la mirada femenina, y sugiere: “Woodcock trata a sus modelos como lienzos sobre los que proyectar su propio rostro” (De Luca: 2018). El personaje es muy sistemático, necesidad que deriva del conflicto edípico que estructura su personalidad. En ningún momento de la película se menciona a su padre, pero sí a su madre, cuya ausencia altera su integridad psicológica. Siempre lleva consigo un retrato de ella, y se lo enseña a Alma. Su futura musa proviene de una posición social inferior a Reynolds, pero propicia en él una transformación interior que le lleva de vuelta a la madre simbólica. El ojo clínico del modisto no le permite exteriorizar sus emociones y, cuando revisa el cuerpo de Alma, lo hace desde una frialdad rigurosa. Con su tacto probatorio, Reynolds visibiliza un deseo sexual reprimido. En El reverso del psicoanálisis, Jacques Lacan determina que “el padre muerto es la salvaguarda del goce porque de ahí partió su prohibición” (Lacan: 1969, 131). Woodcock no se libera del tabú materno del incesto, por lo que siempre experimenta carencias en el registro de lo simbólico. Desde la base del inconsciente estructurado como un lenguaje, Lacan imbuye al sujeto en un sistema significante. A este respecto, su teoría es una brújula para el examen de las imágenes, que devienen indicios de los esquemas lacanianos, los cuales ofrecen relevancia a lo inaprensible y a lo indecible. Reynolds trata de supeditar a la alteridad femenina a su margen de actuación, pues se rige bajo un marco simbólico severamente autorregulado.
Como puede apreciarse con Johanna, la mujer con quien corta la relación al principio de la película, Reynolds es incapaz de pensar en las mujeres como seres autónomos; y cualquier sonido de Johanna perturba su silencioso desayuno. Según la visión de Reynolds, lo femenino es una instancia que debe confirmar su pericia y servir de punto de apoyo para su proceso creativo. Él se muestra como inalcanzable cuando, en realidad, encubre una fragilidad latente. Le obsesiona la inversión productiva de su tiempo, puesto que la exquisitez de su trabajo es lo único que define el sentido de su vida. Lo que propone Lacan en el apartado Del mito a la estructura es un retorno a la base del mito para descifrar la estructura inconsciente, y parte del Edipo freudiano para pensar en un principio irreversible y trágico: “la transmisión de la castración” (Lacan: 1969, 129). Cuando pasean junto al mar, Reynolds le dice a Alma que es como si llevara largo tiempo buscándola, y Alma le responde que “haga lo que haga, debe hacerlo cuidadosamente”. Reynolds es, en esencia, un ser insensible que gracias a ella descubre lo que es amar más allá del instinto reprimido. En ese sentido, la supervivencia del mito de Pigmalión concreta la pulsión de control masculina sobre un principio femenino que se libera por sí mismo, y que genera un contramovimiento. Para Reynolds, Alma es un motor de desorden libidinal, y su gesto de arrodillarse lleva implícita una dosis de admiración que suspende a la razón. En Máquinas de amar, Pilar Pedraza interpreta: “lo que en realidad importa de este mito no es la pasión del hombre hacia la estatua, sino el hecho de que la estatua sea de su propia mano, espejo de la mujer ideal que lleva dentro de sí” (Pedraza: 1998, 36). Alma deviene, maquinalmente, objeto de prueba de sus costuras.
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«El alma alcanza» («Pigmalión y Galatea IV», 1878), de Edward Burne-Jones, y «El hilo invisible»
La segunda imagen sucede en mitad de la película, cuando Alma ya ha pasado a formar parte de la vida de Reynolds. La posición pigmaliónica de este, como hombre observante, entronca con otras representaciones visuales del mito, como la cuarta obra del ciclo de Pigmalión y Galatea del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El alma alcanza (1878). La postura de los cuerpos ensalza la figura femenina, aspecto sobre el que Pedraza piensa: “Burne-Jones se muestra más caballeroso, cuando el arte ha mostrado la postura erecta de ambos amantes y la condición de escultor de Pigmalión” (Pedraza: 1998, 39-40). En Reynolds, la caballerosidad y la formalidad son un pretexto que encubre su incapacidad para gestionar sus emociones, materia que Pedraza también identifica en Fellini ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), de Federico Fellini: “Claudia Cardinale es una Galatea que vive los delirios controlados de su autor, Marcello Mastroianni, hasta que finalmente, convertida en mujer de carne y hueso, le dice que no sabe amar. Al no saber amar, Pigmalión se mira en su creación como Narciso en la fuente” (Pedraza: 1998, 41). En El hilo invisible, Alma/Galatea tiene su voz y voluntad propias, cuestión que Barry Lyndon únicamente sugiere a escala figurativa a través del flirteo de Nora.
En lo que respecta a sus protagonistas, la película de Anderson también posee el carácter de simetría y de horizontalidad. El deterioro de salud de Reynolds/Pigmalión incrementa la mejora espiritual de Alma/Galatea, quien le envenena conscientemente para supeditarlo a sus cuidados. En Simulacros, Victor Stoichita incide en el mito de Pigmalión desde la idea de que este engendra el simulacro (el concepto emerge cuando Pigmalión se percata de que su estatua cobra vida), donde “su primera reacción es la fascinación” (Stoichita: 2006: 29). En la posición de Woodcock hay reverencia y satisfacción, pero también una proyección narcisista que rebota en la figura femenina. “Pigmalión se ve desbordado por su propio arte”, señala Stoichita (2006, 29). El autor recuerda que la creación pigmaliónica es, en primer lugar, “un acto solitario y fantasmático» (Stoichita: 2006, 21), y que Woodcock sobrelleva pese a cargar con su trauma originario ocasionado por la falta materna. La imagen de Reynolds rendido a Alma, que no es otra que la de un hombre enamorado de su propia creación, habla del modo en el que el hombre asume como propia la dimensión fantasmática del cuerpo-otro. Stoichita prosigue: “en busca de una evidencia, Pigmalión palpa la estatua. Esta palpación establece una simetría con el acto de esculpir (…). La prueba táctil desborda sus límites, y la caricia se prolonga así en el beso” (Stoichita: 200, 29, 30). Kubrick, en Barry Lyndon, aplica el esquema del tacto al beso en la secuencia en la que Barry conoce a la condesa de Lyndon (Marisa Berenson) tras un sutil intercambio de miradas en una mesa de juego, en mitad de la película. Unos minutos después, se besan en el pasillo, cuando Barry se ha acercado lentamente por la espalda y la ha tanteado. En El hilo invisible, Reynolds y Alma pasean por una calle después de recuperar uno de los vestidos confeccionados por el primero, y que ha sido maltratado por una condesa. Orgulloso del respaldo de Alma hacia su trabajo, Reynolds se gira de repente y la besa con fervor. Anderson toma de Kubrick la misma distancia respecto a los intérpretes, consciente de que ambas escenas se corresponden con un momento de exaltación emocional.
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«El hilo invisible» y «Barry Lyndon»
Las acciones de Reynolds, calculadas y mecánicas, se confrontan con la propia experiencia erótica que ha descubierto y que Georges Bataille, en El erotismo, define como la “espera de lo aleatorio” (Bataille: 1957, 17). Reynolds palpa y siente el cuerpo de su musa también para asegurarse de que ha pasado a formar parte de su ámbito de control simulado. En ese sentido, en ningún momento de El hilo invisible -ni de Barry Lyndon– se muestra alguna escena sexual, sino que la sexualidad se insinúa a través de lo háptico, a saber, del contacto que Reynolds con el cuerpo de Alma. El personaje también es descrito como alguien que conduce muy veloz y come mucho, características sustitutorias de una acentuada apetencia sexual. Stoichita razona: “el escultor, temiendo ser víctima de una ilusión diabólica, retrocede y avanza para asegurarse de la realidad del prodigio antes de notar el fin de la vida” (Stoichita: 2006, 41). Cuando cae enfermo de la mano de Alma, toma verdadera conciencia de su estar en el mundo. En sus momentos desfallecientes, la ilusión se corresponde con la aparición fantasmagórica e intermitente de la madre, como un espíritu que vela por la seguridad de la estancia privada.
La cuestión de lo ilusorio pigmaliónico, en El hilo invisible, se asocia con la aparente situación estable que vive el modisto con su amada, pero en realidad, se trata de una relación mutuamente anulatoria, que cancela el interés por el mundo exterior. Como afirma Bataille, “la pasión nos adentra en el sufrimiento, puesto que es, en el fondo, la búsqueda de un imposible, representada por la continuidad de dos seres discontinuos” (Bataille: 1957, 15). Reynolds, que siente una emoción vivificadora al desprender su energía en la obra, despierta la vida del cuerpo-otro sofocando la suya propia. Si Bataille habla de seres discontinuos, Lacan alude al fenómeno de los cortes en el sujeto, producidos por el orden mismo del lenguaje: “el sujeto, cada vez que quiere aprehenderse, se percata de que está en intervalos” (Lacan: 1958, 82). Por tanto, las anomalías en la estructura significante que rige el carácter de Reynolds representan el proceso alienante del hombre ante la irrupción de su pulsión de control sobre la mujer. Absorbido por sus obsesiones, Reynolds convierte su relación de dependencia tóxica con Alma en un duelo entre lo racional y lo pulsional. En consecuencia, la búsqueda de su felicidad a través de ella delata su imposibilidad para superarse y autorrealizarse. Reynolds es la imagen que los demás han construido de él, y permite que Alma, quien termina adquiriendo un estatus ontológico más fuerte, le envenene, en busca de un reconocimiento verdadero que aclare su confusión entre goce y patología. Bataille expresa: “la posesión del ser amado no significa la muerte, antes al contrario; pero la muerte se encuentra en la búsqueda de esa posesión” (Bataille: 1957, 14). Alma es una encarnación física de la falta de Reynolds. En efecto, Stoichita afirma que “la de Pigmalión es la historia de una falta”: “los dioses atendieron a la plegaria de Pigmalión y colmaron los deseos del artista enamorado de su obra” (Stoichita: 2006, 15). En el seminario La transferencia, Lacan desarrolla a fondo este concepto, que se presta a leerse como una reinterpretación de Pigmalión. Para el psicoanalista, “la falta ocasiona el surgimiento del deseo hacia el otro, y a partir de la idea del amor revelado en lo real, se hace necesario remitir a los mitos” (Lacan: 1960, 99). Entonces, Pigmalión, tal y como es revivido en El hilo invisible, refleja la objetualización que Reynolds hace de Alma, en tanto que la ama y la posee para proyectar actividad deseante.
El ideal de masculinidad del que Reynolds es ejemplo deviene monolítico y obsesivo, pues está tan centrado en el rigor de su trabajo que termina considerando todo lo de su alrededor desde el mismo prisma. Por este motivo, el amor, para él, es una pugna por preservar su autoridad sobre un otro, aunque la acción de ese otro sea contraproducente. De acuerdo con su deriva autodestructiva, Alma, para Reynolds, es salvación y perdición al mismo tiempo, y como argumenta Pedraza: “la modelo es la carne que se convertirá en imagen y Galatea es la imagen que se convierte en carne” (Pedraza: 1998, 36). No es fortuito, entonces, que la mujer emprenda un acto de rebeldía a través del envenenamiento hacia su homólogo masculino, para así recuperar su posición simbólica. Paradójicamente, cuando Reynolds se percata de esto, hacia el final de la película, solicita con más deseo la correspondencia sentimental.
© Arnau Martín, octubre de 2024
Bibliografía y referencias
Bataille, Georges. 1957. El erotismo. Editorial Maxi-Tusquets, 2007.
De Luca, Raymond. 2018. Food, Fashion, and (Fe)male Identity in ‘The Phantom Thread’. https://brightlightsfilm.com/food-fashion-and-female-identity-in-the-phantom-thread/
Lacan, Jacques, 1969. El seminario, libro 17. El reverso del psicoanálisis. Ediciones Paidós, 1992.
Mulvey, Laura. 1975. Placer visual, y cine narrativo. Episteme Ediciones, 2002
Pedraza, Pilar. 1998. Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial. Valdemar
Stoichita, Victor. 2006. Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock. Ediciones Siruela
Wood, Robin. 2003. Hollywood. From Vietnam to Reagan… and Beyond. Columbia University Press