La vida sublime

Dios de la cuerda perdida

 

I. “Hay películas que, si no han sido filmadas, deben ser vividas”. Esta frase, que alude a la segunda parte -jamás rodada- de El sur (Víctor Erice, 1982), es pronunciada por Álvaro Arroba en una de las primeras escenas de La vida sublime (Daniel V. Villamediana, 2010) y condensa poderosamente la esencia y el espíritu de esta obra que, tal y como apunta Miguel Blanco, intenta retomar el camino del filme de Erice. En La vida sublime Víctor “también viaja al sur, en busca de su pasado, a encontrarse con la leyenda de su abuelo ‘el Cuco’ y realiza el mismo viaje que su abuelo hizo de joven, pero también aquel que Estrella, la protagonista de El sur, jamás realizó” (1). Las imágenes del viaje de Estrella a Andalucía no existen porque Erice nunca pudo llegar a filmarlas pero, al parecer, sí que se conserva un guión y, en dicha secuencia, Arroba confiesa haberlo recibido por correo de un remitente anónimo. Conmocionado por su lectura, describe a Víctor un pasaje que le ha impresionado especialmente: Estrella, con los ojos vendados, es conducida por su novio hasta un cerro alto de Carmona y, una vez allí, él le quita el pañuelo que cubre su vista; ante la muchacha se despliega “un mar de trigo y ella se ve súbitamente bendecida por una zona mítica española”.

Pese a que se ha insistido mucho sobre sus diferencias, La vida sublime y El brau blau (2008), la ópera prima de Villamediana, forman un interesante y sólido díptico. Más allá de que los dos filmes estén protagonizados por Víctor J. Vázquez, primo del director, en ambos casos nos encontramos con un intento de acercamiento a la tradición y a la cultura españolas desde una perspectiva original y osada. A la cómoda y vacua repetición de esquemas y estereotipos, Villamediana opone la búsqueda de una mirada propia que no se quede en la superficie de las cosas y trate de ahondar en sus raíces. Los protagonistas de ambos filmes son hombres que se aferran a una pasión, que tratan de materializar algo que les obsesiona y se mueven en pos de una empresa que tiene algo de quijotesca; dos personajes que lidian con presencias fantasmales y que, en su camino, tratan de reconstruir o dar cuerpo a algo ausente (sean los pasos del abuelo o la figura del toro).

Es cierto que la propuesta de El brau blau está enfocada como una aventura interior, como un camino espiritual -el del vaciamiento- en pos de un ideal y, consecuentemente, la película se construye sobre el cuerpo y el silencio, sobre el ascetismo y la soledad. La vida sublime, en cambio, es un filme volcado hacia el encuentro con el otro, surcado por el diálogo y por el descubrimiento de la tierra. Pero, aunque aparentemente sean dos obras radicalmente distintas, en esencia ambas forman parte de un mismo cuerpo de obsesiones. Si bien la segunda acomete un considerable avance con respecto a la primera, no deja de ser una continuación (sorprendente, atrevida, pero también -hasta cierto punto- lógica) de unas inquietudes que Villamediana ya esbozó y emprendió en su ópera prima.

 

II. Valladolid, Sevilla y Cádiz. Los tres lugares que conforman la ruta del protagonista de La vida sublime se convierten también en los tres puntos cardinales que estructuran la película. En el primero de ellos se plantea el viaje: se introduce al personaje de la abuela, como creadora y transmisora de la leyenda de “el Cuco”, y a Minke que, con su teoría del tiempo arrugado y su convicción de que las raíces no existen, sitúa el enigma del abuelo en el centro del viaje de Víctor y vaticina también su hipotético fracaso. En Sevilla se produce el deslumbrante encuentro con el sur. Esta parte del filme es quizás la más potente y compacta. En primer lugar porque, sin alterar significativamente el patrón de su puesta en escena, Villamediana consigue que el sur se revele, literalmente, ante los ojos del espectador gracias a la fuerza de la luz y el color. Se activa entonces una mirada fascinada (la de Víctor, la de la cámara) sobre un paisaje, el andaluz, que no es el propio y que funciona como contrapunto natural de ese “ocre castellano” y “esos cielos blanquecinos” que, en la primera parte del filme, conforman las tonalidades de unos parajes profundamente conocidos e interiorizados.

En este tramo central se produce además el encuentro con Pepe, uno de los personajes más jugosos de la película. Con él llega la exaltación de la tierra andaluza, pero también el choque político. Víctor saca a relucir la filiación anarquista del abuelo y esta mención actúa como una navaja afilada que cambia por completo el curso de esta secuencia memorable: se destapan las heridas abiertas de la guerra y la visión poética del protagonista sobre el mito del abuelo se convierte en objeto de controversia. En un pasaje anterior los dos personajes mantienen una charla junto al Guadalquivir. Un recuerdo de la infancia evocado por Víctor termina desencadenando un apasionado monólogo de su interlocutor que se remonta a la época medieval para relacionar navegación, locura y frontera con el descubrimiento de América: “El descubrimiento solo pudo hacerse desde aquí. Palos de la Frontera, Arcos de la Frontera, Jerez de la Frontera… Ahí es donde se manejan los locos, en la frontera. No es posible descubrir América, ni es posible descubrir nada, solamente con la razón. Es imposible. Eso tiene más que ver con otra cosa, eso tiene más que ver con una borrachera en una taberna de Triana. Tú te embarcarías pero seguramente después de haberte bebido unos vinitos conmigo” (2). La escena termina con un refrescante chapuzón en el Guadalquivir al son del Rezaré de Silvio Fernández (que también es el Pregheró de Adriano Celentano y el Stand by me de Ben E. King, Jerry Leiber y Mike Stoller). Celebración de una cuna de la(s) cultura(s), comunión con un río que es a su vez “el de los flamencos y el de los gitanos, el del Islam y el de los Reyes Católicos, el Ganges del mundo”.

Cádiz. Víctor llega a su destino y trata de emular las hazañas de “el Cuco”, expuestas en una carta que el protagonista reverencia como único tesoro y herencia del abuelo. Una carta que constituye, junto al relato de la abuela, su guía en este viaje. No lo consigue. Solo constata la imposibilidad de encontrar un rastro, una huella, que valide o desmienta la leyenda de “el Cuco” (que es algo bastante distinto a entender mal el “print the legend” fordiano y “reemplazar la verdad por su leyenda”, como apuntaba Quintín en su polémica crítica a la película (3)). Operar como Ford en un filme donde, debido a la distancia temporal, es materialmente imposible acceder a los hechos hubiese sido una impostura. Lo que propone finalmente La vida sublime no es “ocultar las contradicciones detrás del mito y vivir consolándose con él” (4),sino reinventarlo desde el corazón, con voz y ojos propios. Eso es precisamente lo que hace Víctor remitiéndose al imaginario lorquiano de Poeta en Nueva York (1930). El desacomodo de la figura del abuelo anarquista en la España de Franco ligado al desarraigo y la desesperación del poeta en la cuna de la industrialización y el capitalismo: la elección no es casual ni gratuita y en ella se nos revela el cariz que la figura mítica de “el Cuco” tiene para sus nietos.

“Dios de la cuerda perdida, tan bueno y tan malo como la naturaleza. Él y su cajón de fuerza, él y su colección de acero. Los pájaros de Brooklyn anclaron puntual su visita en el puerto y nutrieron el vuelo de aquel pájaro herido, emigrante desnudo, rama culta de las columnas. Al verlo perderse sobre la estela sudeste del último barco, creo que todos los buenos hombres de New York lo despidieron con tristeza”. Así concluye el hermoso poema que Víctor dirige, en forma de carta, a su abuela al final del filme. La vida sublime termina revelándose también como un homenaje a ella quien, como la Estrella de la película de Erice, se quedó anclada en su tierra y, con su deseo frustrado de marcharse a Cádiz (“mira como nunca se cumplen los sueños”: lamento que bien podría suscribir la protagonista de El sur), creó, quizás involuntariamente, el mito de “el Cuco” y contribuyó a que echase raíces en la historia familiar. Si hoy los nietos pueden reescribirlo, es gracias a ella.

 

(1) BLANCO HORTAS, Miguel: Gijón ’10 (2): “La vida sublime”, Lumière.

(2) Estas palabras de Pepe bien podrían servir como preludio a la tercera de las Historias extraordinarias (2008) de Mariano Llinás, otro ejemplo de que las grandes empresas de los hombres son producto de cierta locura y del calentón de una borrachera. El filme comparte además con el de Villamediana el acercamiento insólito a una geografía (la de la pampa argentina) y a una tradición (la del relato).

(3) QUINTÍN: Locarno: memoria y balance (6): “Lo cortés quita lo valiente”, La lectora provisoria.

(4) Ibídem.

 

© Cristina Álvarez López