Interstellar

 

La confirmación de Nolan

 

Tengo que reconocer que la carrera que en tan solo diecisiete años ha conseguido labrarse Christopher Nolan me causa asombro y admiración a partes iguales. Las razones para ello no se encuentran tanto en que durante ese tiempo el cineasta haya conseguido concretar un corto y nueve largometrajes –una productividad ciertamente encomiable, por cuanto hoy en día a muchos colegas suyos de profesión les cuesta una verdadera eternidad levantar un solo proyecto–, sino principalmente en la calidad media que atesoran esos trabajos. Notables me parecen Memento (2000); Insomnio (Insomnia, 2002), superior remake del thriller noruego Insomnia (1997) de Erik Skjoldbjaerg; El truco final (El prestigio) (The Prestige, 2006); El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), una película que no me cautivó en un primer instante pero que con cada nuevo visionado me resulta más interesante; y Origen (Inception, 2010); a las que ahora parece unirse con absoluta coherencia la recién estrenada Interstellar (2014). Por debajo de las anteriores quedan la primera y tercera entrega de la trilogía protagonizada por el hombre murciélago, Batman Begins (2005) y El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012), harto insatisfactorias y discutibles especialmente desde un punto de vista narrativo; Doodlebug (1997) y Following (1998), que tan solo me parecen interesantes en la medida en que son (curiosos) trabajos de formación.

A estas alturas puede decirse que el cine de Nolan ha dejado de ser una mera promesa para convertirse en una realidad ‘cuantificable’ –por emplear la misma expresión que utiliza la física Brand (Anne Hathaway) para referirse al amor en Interstellar–, y asumiendo de buen principio que el camino del realizador inglés parece decantarse, de forma especialmente señalada a partir de Batman Begins, antes por el blockbuster comercial que por un cine de sello más independiente (Memento) o acaso más modesto en su empaque comercial (Insomnio), lo cierto es que por el momento su cine me parece mucho más atractivo, consistente y original que el de los otros reyes midas actuales de Hollywood; es decir, James Cameron, Peter Jackson, Guillermo del Toro, Zack Snyder o Michael Bay. Dejo deliberadamente fuera del grupo a Steven Spielberg porque su filmografía, guste más o menos, y presentando todas las similitudes que se quieran con la de los anteriores realizadores, resulta mucho más heterogénea y arriesgada en su conjunto que la de aquellos a los que cabe considerar como sus más naturales descendientes cinematográficos.

 

Las estrellas, mi destino

En una reciente entrevista concedida por Nolan a la revista Imágenes de Actualidad, el cineasta reconoce la admiración que siente por la película Elegidos para la gloria (The Right Stuff, 1983) de Philip Kaufman. Esta recrea de forma pormenorizada los preparativos que en los años cincuenta emprendió el Gobierno de los Estados Unidos (dentro del Programa Mercury)  a fin de lanzar con éxito al espacio un cohete tripulado que permitiera a la NASA llevar las riendas de una carrera espacial por aquel entonces dominada por la Unión Soviética; el experimento culminó con éxito cuando John Glenn se convirtió en el primer astronauta en orbitar alrededor de la Tierra. Nolan no solo considera que el de Kaufman es uno de los mejores filmes norteamericanos de aquella década –consideración que, dicho sea de paso, estoy muy lejos de compartir–, sino que también manifiesta la deuda que la iluminación de Interstellar tiene contraída con la que concibió el operador Caleb Deschanel para el mismo, y que él estudió mano a mano con su director de fotografía, el suizo Hoyte Van Hoytema (1), con el objetivo de lograr reflejar en pantalla, de la forma más verosímil posible, toda la parafernalia tecnológica que acostumbra a rodear a las misiones espaciales. En realidad, la deuda de Nolan con el filme de Kaufman no acaba en lo anterior, pues el apellido del protagonista de Interstellar, el piloto Joseph A. Cooper (Matthew McConaughey), parece rendir homenaje al Gordon Cooper (Dennis Quaid) de Elegidos para la gloria; este, según manifiesta la voz en off de un narrador, conseguía en mayo de 1963 volar “más alto, más lejos y a más velocidad que cualquier otro norteamericano. Veintidós órbitas alrededor de la Tierra. Fue el último astronauta norteamericano que voló solo. Y por unos breves instantes, Gordon Cooper fue el mejor piloto que jamás se había visto”. También Joseph Cooper se verá forzado por las circunstancias, en un decisivo momento de Interstellar, a emprender su aventura espacial en solitario.

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Dejando a un lado la prestigiosa y oscarizada película de Kaufman, también me parece pertinente señalar la curiosa coincidencia (sea esta casual o no) que tiene un momento de Interstellar con otro del curioso filme de horror y ciencia ficción Horizonte final (Event Horizon, 1997) de Paul W.S. Anderson. En él, el doctor William Weir (Sam Neill) explica a la tripulación de la Lewis and Clark: “Se utiliza un campo magnético giratorio para concentrar un rayo de gravitones. Estos pliegan el espacio-tiempo siguiendo la dinámica de tensores de Weyl, hasta que la curvatura del espacio-tiempo se agranda y se produce una singularidad”. A petición de uno de los hombres de la nave, el doctor traduce seguidamente toda esa teoría científica al lenguaje “cristiano”, y coge a tal fin el poster de una chica con poca ropa en el que dibuja sendas marcas en los extremos que luego hace coincidir doblando el mismo por la mitad para aclarar: “Este atractivo trozo de papel representa el espacio-tiempo, y queremos ir del punto A, aquí, al punto B de aquí. Bien. ¿Cuál es la distancia más corta entre dos puntos? La distancia más corta entre dos puntos es cero, y esa es la misión de la puerta de acceso. Pliega el espacio, para que los puntos A y B coexistan en el mismo espacio-tiempo. Cuando la nave cruza la puerta de acceso, ese espacio vuelve a la normalidad. Se llama impulso gravitatorio”. En Interstellar el personaje llamado Romilly (David Gyasi) utiliza exactamente el mismo elemento –en su caso dibujando dos marcas en los extremos de una hoja de papel– para hacer comprender a Cooper, piloto de la nave Endurance (2), los fundamentos de la misma teoría científica; es decir, el funcionamiento de un agujero de gusano.

 

El espacio-tiempo desarticulado

A mi modo de ver, uno de los principales méritos de Interstellar radica en la aparente sencillez con la que Nolan, con ayuda de su hermano Jonathan y, sobre todo, de Kip Thorne, el físico teórico que ha colaborado con el realizador para garantizar cierta verosimilitud narrativa en los acontecimientos descritos, consigue hacer digerible al espectador los conceptos científicos y su farragosa jerga habitual. Desde cómo funcionan los agujeros de gusano o los agujeros negros, hasta en qué consiste un Teseracto –una reproducción tridimensional en un universo pentadimensional–, pasando por la somera descripción del concepto de singularidad espaciotemporal. Todo ello sirve al cineasta para reflejar en su filme, sin pillarse excesivamente los dedos en el intento, los actuales intentos de los físicos mundiales por conciliar la teoría de la relatividad con la mecánica cuántica (3), y para adaptar todo ello a las principales obsesiones argumentales y visuales de su cine, de las que Interstellar parece convertirse en un auténtico compendio.

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Sin ánimo de exhaustividad, pienso en los siguientes vasos comunicantes que parecen ligar su último trabajo con el grueso de su filmografía previa:

El primero, en un momento dado de Interstellar se apunta a la posibilidad de que Cooper sea el centro –y por lo tanto el títere– del engaño o manipulación interesada de otros personajes, algo que vincula al personaje directamente con el Leonard (Guy Pearce) de Memento, o incluso con los rivales amorosos de El truco final, los magos, Robert Angier (Hugh Jackman) y Alfred Borden (Christian Bale).

El segundo, y como ya ocurría en un momento clave de El caballero oscuro, en el que Bruce Wayne (Christian Bale) se veía obligado por el Joker (Heath Ledger) a escoger entre salvar a Harvey Dent (Aaron Eckhart) o a Rachel (Maggie Gyllenhaal), en Interstellar también se juega con la tensión y la ambivalencia que se desprende de ciertas decisiones trascendentales. Es el caso del momento en que uno de los personajes principales debe tomar una determinación no menos drástica, aunque en este caso será Cooper quién decidirá el final atendiendo, en principio, a su sentido común. En cualquier caso, la dualidad o la ambivalencia de las personas o de las acciones también devienen temas esenciales en la construcción narrativa de El prestigio o de Insomnio: ver a este respecto lo que ocurre en Interstellar con el personaje del doctor Mann.

En tercer lugar, los juegos de dilatación y contracción espacio-temporal, así como las paradojas espacio-temporales que remiten a Origen, aunque aparecen integrados en el propio fluir narrativo del filme sin necesidad de recurrir a efectismos visuales (caso de los ralentíes en la imagen que caracterizaban a aquel). Esto se percibe en las diferentes consecuencias que acarrean para ciertos personajes de ambas películas esos viajes en los que se van atravesando diferentes capas de profundidad, sean estas las del sueño (Origen) o las del espacio (Interstellar). De hecho, la forma en cómo Romilly experimenta en este último filme el paso del tiempo la primera vez que aguarda en el interior de la Endurance –mientras Cooper y Brand exploran un planeta acuoso con el fin de recoger la información de unas sondas– no resulta demasiado diferente al modo en cómo ese mismo paso del tiempo afectaba a Saito (Ken Watanabe) al final de Origen. Del mismo modo en que cuando Cooper y Brand se reencuentran con Romilly en la nave, este ha envejecido casi veinticuatro años (mientras que para ellos han transcurrido tan solo tres horas), cuando Cobb (Leonardo DiCaprio) se reencuentra con Saito, este muestra un aspecto decrépito, casi momificado, pues ha sobrepasado ampliamente los cien años de edad después de quedarse relegado durante demasiado tiempo a uno de los estratos más profundos del sueño.

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Por último, la recurrente forma que tiene Nolan de utilizar los glaciares o los parajes helados (en Insomnio, Batman Begins, Origen o Interstellar, e incluso en El caballero oscuro: La leyenda renace), tan bellos como inhóspitos, de Islandia, Alaska, Canadá, o de una Gotham City congelada convertida por el dictador Bane (Tom Hardy) en una trampa mortal. Unos espacios con los que el cineasta parece apelar tanto al más puro sentido de la aventura –ciertamente nunca ocurre nada bueno en ellos– como a una posible interpretación simbólica o metafórica de los acontecimientos que tienen lugar en ellos.

 

Un filme de aventuras

En relación a Interstellar se han empleado mucho los términos ciencia ficción especulativa o space opera. Sin embargo, a mi modo de ver, y sin obviar que el filme tiene efectivamente algo (o mucho) de todo ello, el último trabajo de Nolan tiene todavía más de libre vuelo de la imaginación, razón principal por la que este me parece uno de los mejores exponentes del cine de aventuras (espaciales o no) de los últimos años. Además de contener una curiosísima relectura o reformulación (pasada por el filtro de los viajes interdimensionales y las leyes de la física) del tradicional cuento de fantasmas (en un momento del filme Cooper dirá a su hija Murph que “cuando eres padre, te conviertes en el fantasma del futuro de tus hijos”), me parece también uno de los filmes clave del presente año. En él Nolan se muestra capaz de trascender las convenciones y los tópicos del género para ofrecer una experiencia ciertamente diferente que le permite conciliar lo íntimo con lo espectacular. Al mismo tiempo, ofrece algunas elipsis o imágenes novedosas, caso de las que describen la distorsión del espacio-tiempo que se produce cuando la Endurance intenta resistir el arrastre del agujero negro llamado Gargantúa, o de la secuencia que transcurre en el interior del Teseracto. Tal y como señala el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke en su tercera ley, “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. En este sentido, es una lástima que Interstellar no se haya podido disfrutar en una sala Imax, algo que a buen seguro hubiera potenciado debidamente la inmersión del espectador en los momentos referidos.

Entre los numerosos momentos antológicos de Interstellar cabe mencionar ese emotivo y al mismo tiempo brusco corte de montaje –o elipsis– que une sin solución de continuidad dos momentos importantes del filme. Del momento en que un Cooper anegado en lágrimas se aleja en furgoneta, tal vez para siempre, de su granja y de su familia, pasamos a aquel en que el piloto se encuentra ya a los mandos de la nave que lo conducirá hasta Saturno y que en ese preciso instante efectúa su despegue. Lo mismo ocurre con la secuencia en la que Cooper visualiza una serie de videomensajes enviados por sus hijos desde la Tierra y en la que el personaje cobra verdadera conciencia de todo lo que se ha perdido en el período de tiempo transcurrido desde su partida. Con unos magníficos primeros planos sostenidos sobre el rostro de un emocionado y quebradizo McConaughey (deslumbrado de forma intermitente por el paso de una luz que realza convenientemente el dramatismo de la situación), Cooper se percata de un tiempo que, aunque ciertamente corto para él, se traduce en más de veinte años para sus hijos Murph y Brown.

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En un plano más espectacular merecen ser destacados los vibrantes y tensos episodios que se desarrollan en dos planetas, uno acuoso y otro helado. En el primero, localizado por la astronauta Miller –a la que nunca conoceremos–, Brand y Doyle (Wes Bentley) intentan llevar a cabo el rescate de dos sondas que les pueden proporcionar valiosa información sobre el mundo en cuestión. Este episodio supone para el espectador la inesperada revelación de la sofisticada tecnología que se esconde debajo de esos armatostes robóticos llamados CASE y TARS, de apariencia ciertamente tosca y rudimentaria pero que resultan tremendamente retráctiles y eficaces. Un par de inteligencias artificiales con las que Nolan no solo parece rendir homenaje al mucho más estático HAL 9000 de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick, sino sobre todo a algunos de los más inolvidables androides del cine de ciencia ficción, caso de C-3PO y R2-D2 en La Guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977); del robot Robby de Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1956); o de Ash (Ian Holm) y Bishop (Lance Henriksen) en, respectivamente, Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) y Aliens (El regreso) (Aliens, James Cameron, 1986); todos ellos tan singulares y parlanchines como el propio TARS, pero con una apariencia acaso más antropomórfica que la que tienen este y el más callado CASE. Por otra parte, en el planeta helado Cooper y sus hombres se encuentran con el criogenizado doctor Mann, el cual después de ser reanimado procede a revelarles sorprendentes datos sobre sus descubrimientos, para luego guiar al piloto de la Endurance hasta un aislado y peligroso lugar donde recibirá una sorpresa tan inesperada como sórdida.

Por mi parte, y visto lo visto, ahora se abre una gran incógnita que imagino será debidamente despejada por el realizador en dos o tres años. Después de habernos hecho atravesar las regiones más profundas del sueño y del espacio, ¿es posible que a Nolan le quede todavía suficiente imaginación para mostrarnos un destino todavía más lejano e ignoto?

 

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(1) Responsable de las turbadoras atmósferas de dos filmes espléndidos, Déjame entrar (Lat den rätte komma in, 2008) y El topo (Tinker Tailor Soldier Spy, 2011), ambas del sueco Thomas Alfredson.

(2) Endurance (resistencia) es el nombre que recibió el buque rompehielos con el que el explorador angloirlandés Sir Ernest Shackleton emprendió, en 1914, la Expedición Imperial Trans-Antártica. Otro aspecto en el que Interstellar coincide con Horizonte final, ya que en esta la nave espacial Lewis & Clark debe su nombre a la primera expedición terrestre (la Expedición de Lewis y Clark), comandada por los exploradores norteamericanos Meriwether Lewis y William Clark, que partió desde el este de Estados Unidos para alcanzar la costa del Pacífico y regresar nuevamente al punto de partida.

 (3) Para quien busque profundizar en estos temas recomiendo las lecturas de los libros Universos ocultos, El descubrimiento del Higgs y Llamando a las puertas del cielo, los tres escritos por la física teórica Lisa Randall, y publicados en castellano por la editorial Acantilado en, respectivamente, 2011, 2012 y 2013.

 

© Óscar Navales, noviembre 2014