Un été brûlant

Amor y Arte

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Cuando, en 1991, Philippe Garrel realizó J’entends plus la guitare ya barajaba una idea que, finalmente, no llevó a cabo: durante el montaje, quiso estructurar la película como un gran flashback que empezaría en el momento en que Gérard (Benoît Régent) es filmado de espaldas, de pie frente a la tumba semioculta de Marianne (Johanna Ter Steege), su única reacción apreciable es su respiración inquieta, angustiada. Este plano -que se encuentra en el minuto 88 de la narración  cronológica del filme- señalaba la posibilidad de cierto tipo de perspectiva para Garrel, una perspectiva que él mismo describió como novelística.

En 1991, Garrel no se sentía preparado, o con el coraje suficiente, para llevar a cabo este gesto novelístico. En cierto sentido, gran parte del trabajo que ha realizado desde entonces -especialmente en sus colaboraciones con el escritor Marc Cholodenko- puede considerarse como un intento paulatino por acercarse, de nuevo, a un momento como ese. Un été brûlant (2011), otro gran filme en la carrera del director, marca, por fin, el logro de un modo novelístico en el cine de Garrel.

¿Qué es lo novelístico? Se refiere a un tipo específico de literatura clásica, particularmente del siglo XIX y principios del XX, a la clase de ficción (practicada por Henry James, las hermanas Brontë, Herman Melville, Edith Wharton, etc…) por la que se han sentido atraídos muchos autores franceses -sean estos de la cosecha de la Nouvelle Vague (Rivette, Rohmer, Chabrol), o de la generación de la post-Nouvelle Vague (Téchiné, Jacquot y, después, Carax) a la cual pertenece Garrel-.  Estilísticamente -en términos del modo en que la ficción puede ordenar un mundo y,  por lo tanto, determinar la comprensión de ese mundo- se traduce en una visión retrospectiva, un mirar hacia atrás que es reflexivo y, a veces, sabio, que se estructura mediante distintas capas compuestas por voces, sensaciones, experiencias: el pasado es presentado en toda su intacta inmediatez (ese es el milagro del cine), pero filtrado por un conocimiento posterior, maduro.

Un été brûlant, a la vez que forma parte del proyecto autobiográfico desarrollado por Garrel, es también su película más indirecta hasta la fecha. Paul (Jérôme Robart), el álter ego del director, no es el personaje central y sus rasgos parecen menos conectados a los de la típica figura garreliana. Él (y la conmovedora pareja que forma con Élisabeth, interpretada por Céline Sallette) es el reflector de los acontecimientos y también alguien que, inevitablemente, es empujado y se ve afectado por ellos. Aquí, el papel principal recae en Frédéric (Louis Garrel en la que es su mejor actuación hasta día de hoy), un personaje  basado en la figura de Frédéric Pardo (1943-2005), artista y amigo íntimo de Garrel. Y el foco central del drama es su turbulenta relación con una famosa actriz, Angèle (sensacional Monica Bellucci). (Nota especulativa: aunque muchos críticos asumen que Angèle es una versión de Tina Aumont, pareja de Pardo y una de las primeras estrellas underground del cine de Garrel, yo detecto también en este personaje la sombra de Dominique Sanda, quien abandonó a Pardo en los 70 por Benoît Jacquot. En el filme Angèle empieza un romance con el director debutante Roland/Vladislav Galard).

Sin embargo, en el cine de Garrel, ningún hombre -y, mucho menos, ninguna relación íntima- es una isla. Lo que le sucede al individuo o a la pareja, irradia hacia afuera, formando y deformando lo que Félix Guattari llamó un groupuscle: la gente pierde su soberana individualidad y entra a formar parte de una red movediza, intersubjetiva… Y por eso una de las partes más emotivas de Un été brûlant es aquella que nos muestra la pequeña catástrofe que tiene lugar cuando Paul, mientras lee el periódico durante el desayuno, comenta, sin darle aparente importancia, lo guapa que está Angèle: esto desencadena una ola de creciente sospecha y desconfianza tanto por parte de Élisabeth como de Frédéric.

En la misma medida, Un été brûlant es una meditación o estudio (en el sentido del estudio o la copia de un artista) del clásico de Godard El desprecio (Le mépris, 1963). Esta forma también clásica de lo indirecto ha permitido a Garrel componer un impresionante y sorprendente inicio que funciona como mecanismo en forma de marco: Frédéric solo, de pie en una gasolinera, frente a su llamativo coche negro, bebe de una petaca, camina y vuelve sobre sus pasos; después conduce su coche, vemos su lloro angustiado mientras la partitura de John Cale para piano y guitarra se eleva y, finalmente, Frédéric cierra los ojos y se suicida estampando su coche contra un poste; las luces del automóvil parpadean y el motor chisporrotea antes de apagarse. Además, tenemos una aparición intercalada, silenciosa, fantasmagórica, una imagen mental más que un flashback literal, un signo de pura angustia, pero de una angustia que es del otro tanto como de uno mismo: Angèle, desnuda en la cama azul que ambos compartían, suplicando con su mano y con sus palabras, un abismo afectivo que nunca podrá ser traspasado…

Tras el choque, una pantalla en negro, después las palabras meditabundas de Paul: “Frédéric está muerto. Él era mi mejor amigo. Frédéric era pintor…”. Ahora, la narración de un pasado compartido puede empezar.

El desprecio no solo era un filme sobre lo que significa hacer cine, sobre la ronde de relaciones entre directores, actores, escritores y productores en medio de la escenografía verdadera/falsa de la película, algo que aquí volvemos a ver de nuevo… Era, fundamentalmente (tal y como ha expresado muy bien Alain Bergala) un filme sobre la invisibilidad de los detonantes emocionales: esos momentos -decisivos, verdaderamente catastróficos, pero normalmente imposibles de explicar racionalmente- en que el amor abandona una relación y nace el desprecio, abriendo una brecha entre las personas, entre los cuerpos, cargando de malas vibraciones y de divisiones insalvables el espacio que hay entre ellos.

Garrel también busca las huellas de esos detonantes y lo hace de una manera que es ajena a Godard. Hay que ver Un été brûlant en una gran pantalla de cine para  apreciar genuinamente la profundidad de su arte como director: la intensidad de los intercambios de miradas, de las proximidades físicas, el espacio cargado de música y baile coreográfico (la inolvidable escena de la fiesta donde suena «Truth Begins» de Dirty Pretty Things, otro clip antológico de Garrel), la concentración de rostros y el desgaste natural que la vida ha dejado en ellos…

Y hay más: desde L’enfant secret (1982), el arte de Garrel como cineasta narrativo ha sido un arte concentrado en capturar estados afectivos o psicológicos (o estados de ánimo interpersonales), pero sin la reconfortante armadura que proporciona una psicología trazada desde unas coordenadas clásicas. Él presenta incidentes -que frecuentemente provienen de sus experiencias reales directas y del recuerdo de estas- como puros hechos, efusiones, apariciones (la curiosa escena de la rata, o la del sonambulismo de Élisabeth), cargadas de significado pero que se resisten a ser leídas de forma simplista, como metáforas literales. Este modo de narración permite que advirtamos crudas contradicciones entre los hechos filmados, sin necesidad de que estas sean subrayadas o comentadas abiertamente: en un momento Frédéric defiende su apoliticismo burgués (en nombre “del amor y el arte”), después acusa a Angèle de ser demasiado burguesa en sus ansias de posesión…

Para Garrel es una cuestión de buen equilibrio, de la escala que está en juego entre el detalle y la escena, entre el gesto y el acontecimiento, alineando la acción interior más pequeña, doméstica y banal (Paul orinando contra una pared) con el contexto exterior general (la repentina escena de los sin papeles, amenazados y rodeados por la policía, o los recuerdos heroicos de la Resistencia -que se encuentran omnipresentes en el cine de Garrel gracias a la presencia de su padre, Maurice Garrel: aquí, en su última aparición, la más inmortal y sobrecogedora-). Por eso el filme está rodado en formato panorámico (con una brillante fotografía del legendario Willy Kurant): nosotros, como espectadores, sopesamos contantemente el detalle pequeño, humano, dentro de la vastedad de la composición -pero la cuestión de la relación última entre ambos sigue siendo siempre un misterio, siempre una cuestión-.

Perspectiva, mirada retrospectiva, escala, equilibrio: sellos distintivos de lo novelístico. En el cine clásico vienen de la mano de directores como Billy Wilder y Robert Mulligan, y después, en su variación moderna, con Sergio Leone y Víctor Erice. Con Un été brûlant Garrel conquista ese territorio sagrado yse sumerge en él. Pero, en el cine de Garrel, llega el momento en que la voz del conocimiento racional debe cesar y la imagen -el modo del eterno presente- habla por sí misma con toda su fuerza. Es por eso que, en el plano final de Paul alejándose de la iglesia, ya no hay una narración novelística para resumir o arropar el todo. Volvemos al silencio -pero a la plenitud emocional- del mundo fenoménico.

Traducción: Cristina Álvarez López

 

Love and Art

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When he made J’entends plus la guitare in 1991, Philippe Garrel toyed with an idea that, finally, he did not use: in the editing, he wished to structure the film as one large flashback, beginning from the moment of Gérard (Benoît Régent), filmed from the back, standing before the obscured grave of Marianne (Johanna Ter Steege), his only visible reaction his disturbed, anguished breathing. This shot – which now arrives 88 minutes into the linear, unfolding narrative – signalled the possibility of a certain type of perspective for Garrel, one that he described as novelistic.

In 1991, Garrel clearly did not yet feel ready, or brave enough, to make this novelistic gesture. In one sense, much of the work he has done since, particularly in his collaboration with writer Marc Cholodenko, has involved a gradual attempt to approach such a moment again. Un été brûlant, another great film in the director’s career, marks at last the achievement of a novelistic mode in Garrel’s cinema.

What is the novelistic? It refers to a particular kind of classical literature, especially of the 19th and early 20th centuries, the type of fiction (by Henry James, the Brontës, Herman Melville, Edith Wharton, etc) to which many of French auteurs, whether of Nouvelle Vague vintage (Rivette, Rohmer, Chabrol), or the post Nouvelle Vague generation of which Garrel is part (Téchiné, Jacquot, and later Carax), have been drawn. Stylistically – in terms of the way fiction can order a world, and thus signal a comprehension of that world – it captures a hindsight, a reflective and sometimes wise looking-back, structured within a layering of voices, sensations, experiences: the past is presented with all its immediacy intact (this is the miracle of cinema), but filtered through later, mature knowledge.

Un été brûlant, while partaking of Garrel’s ongoing autobiographical project, is his most indirect film to date. The director’s alter ego, this time named Paul (Jérôme Robart), is not the central character, and seems less tied, in his traits, to the typical Garrel-figure. Paul (and the touching couple he forms with Céline Sallette as Élisabeth) is the reflector of events – and also someone inevitably drawn into them and affected by them. Here, the principal role is taken by Frédéric (Louis Garrel, in his finest performance to date), who is modelled on Garrel’s close friend, the artist Frédéric Pardo (1943-2005), and the key focus of the drama is his turbulent relationship with a famous actress, Angèle (Monica Bellucci, sensational). (Speculative note: although many reviewers have assumed that Angèle is a version of Pardo’s partner and Garrel’s early underground star Tina Aumont, I also detect an overlay of Dominique Sanda, who left Pardo in the ‘70s for Benoît Jacquot – in the film, Angèle begins an affair with debuting feature director Roland/Vladislav Galard).

However, no man – and , even less, no intimate relationship – is an island in Garrel. What happens to the individual, or the couple, radiates outward, forming and deforming what Félix Guattari once called a groupuscle: people lose their sovereign selfhood and become part of a shifting, intersubjective network … And so one of the most moving sections of Un été brûlant depicts the minor catastrophe that occurs when Paul casually remarks, as he looks at a newspaper over breakfast, that Angèle looks good: this triggers a wave of growing suspicion and distrust from both Élisabeth and Frédéric.

Un été brûlant is, equally, a meditation or study (in the sense of an artist’s study or copy) upon Godard’s classic Le mépris (1963). This again classical form of indirection has allowed Garrel to compose a stunning, surprising opening ‘framing device’: Frédéric alone, standing at a gas station, before his striking black car, drinking from a flask, pacing back and forth; then driving his car, crying in anguish, as John Cale’s piano/guitar score rises, and Frédéric finally closes his eyes and suicidally crashes into a pole – the car engine flickering and spluttering out. Plus an interpolated, silent, ghostlike apparition, a mental image more than a literal flashback, itself a sign of pure anguish, but the anguish of the Other as much as the Self: Angèle naked on their blue bed, beseeching with her hand and her words, an affective abyss that will never be bridged …

After the crash, a black screen, then the reflective words of Paul: “Frédéric is dead. He was my best friend. Frédéric was a painter …”. The narration of a shared past can now begin.

Le mépris was not only a film about filmmaking, about the ronde of relations between directors, actors, writers, producers amidst the true/fake décor of movie illusions, all of which returns here … It was, fundamentally (as Alain Bergala has expressed well) a film about the invisibility of emotional flashpoints: those decisive, truly catastrophic, but often rationally inexplicable moments when love abandons a relationship, when mépris itself (disdain, scorn, contempt) is born and drives a wedge between people, between bodies, when the space between them becomes charged with bad vibrations and uncrossable divides …

Garrel tracks these flashpoints, too, and in a way that is foreign to Godard. One needs to see Un été brûlant on a large, wide cinema screen to genuinely appreciate the depth of his directorial art here: the intensity of exchanged looks, of physical proximities, the space that is charged with choreographic dance and music (the unforgettable scene of the party dance to “Truth Begins” by Dirty Pretty Things, another anthological clip from Garrel), the concentration of faces in all their natural wear and tear …

And more: Garrel’s art as a narrative filmmaker, since L’enfant secret (1982), has been an art fixed on capturing affective and psychological states (or interpersonal moods), but without the reassuring armature of classically plotted psychology. He presents incidents – no doubt often derived directly from his real-life experience and memory – as pure facts, effusions, apparitions (such as the curious scene of the discovered rat, or Elisabeth’s sleepwalk), charged with significance but resisting facilely connected-up metaphoric reading. This mode of narration allows for stark contradictions to be noted, without overt underlining or commentary, between recorded facts: Frédéric at one moment defending his bourgeois apoliticism (in the name of “love and art”), at another accusing Angèle of being too bourgeois in her possessiveness …

It is a matter, in Garrel, of a fine balance, of a scale in play between detail and scene, gesture and event, bringing the smallest, most domestic and banal interior action (like Paul pissing against a wall) into line with the largest exterior context (like the sudden scene of the sans-papiers immigrants menaced and rounded-up by police – or the heroic memories of the Resistance, ubiquitously cued in Garrel’s cinema by the presence of his father, Maurice Garrel: here, for the final but most immortal, heartbreaking time). That is why the film is in a widescreen format (with brilliant cinematography by the legendary Willy Kurant): as spectators, we constantly weigh up the tiny, human detail within the vastness of the composition – with the question of their ultimate relation always a mystery, always a question.

Perspective, hindsight, scale, balance: hallmarks of the novelistic. In classical cinema it comes with names such as Billy Wilder and Robert Mulligan, and later, in a modern variation, with Sergio Leone and Víctor Erice. Garrel reaches their hallowed ground and dwells in it with Un été brûlant. But there comes a time, in Garrel, when the voice of rational knowing must cease, and the image – the mode of the eternal present – speaks for itself in all its force. That is why, in the final shot of Paul walking away from the church, there is no longer any novelistic narration to sum up or wrap everything up. We return to the muteness – but the emotional fullness – of the phenomenal world.

 

Texto original © Adrian Martin, septiembre 2012 / Traducción al español © Cristina Álvarez López, septiembre 2012