Tenemos que hablar de Kevin

Otra chica, otro planeta

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¡Desde los grandes días de Michael Powell y Emeric Pressburger no ha habido un rojo como este! Rojo intenso, afilado, insistente, brillante, más profundo que Profondo Rosso (Dario Argento, 1975). Pero no un rojo asociado a una emoción o significado dominantes: lujuria o histeria, peligro o vergüenza, muerte o nacimiento. El rojo de Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) muta, salta implacablemente de una escena a la siguiente (a veces en corte directo, a veces no), te salpica en el ojo cada vez que sale disparado a primera línea de un plano o de una escena. El rojo es el personaje principal de facto de esta película: en los tomates, en la pintura, en los semáforos, en los posters, en las ambulancias y los coches de policía… Y representa un amplio abanico de acciones: late, mancha, se pega, ataca, ciega…

Lynne Ramsay (Ratcatcher [1999] y Morvern Callar [2002]) es una directora fuera del tiempo –y, según parece, también fuera de lugar-. Su gusto por los flashbacks asociativos, por las cronologías desordenadas, por la intriga y el suspense trabajados momento a momento, por la marcada ironía, por el estilo como vehículo supremo de las sensaciones, nos devuelve a Nicolas Roeg o, antes de eso, a Alain Resnais. En su cine hay también algo poderosamente indecoroso y poco femenino, por lo menos en términos de la imagen estándar y  refinada de lo que se supone que debería ser, hoy en día, una directora de cine: la construcción agresiva, la descarga incesante de efectos de shock, la disposición y el afán por llegar al límite del exceso en todos los niveles… Estos rasgos van mucho más lejos que cualquier gusto puntual por la transgresión en cineastas como Agnès Varda, Jane Campion o Sally Potter (y que existe en un universo distinto al de las exquisiteces de Nadine Labaki, Naomi Kawase o Diane Keaton). Una comparación con Asia Argento (The Heart is Deceitful Above All Things, 2004), Virginie Despentes (Baise-moi, 2000) o Athina Rachel Tsangari (Attenberg, 2010) nos llevaría en la dirección correcta, pero Ramsay está trabajando a unos niveles más elevados de destreza y virtuosismo cinematográficos, así como de puro impacto cinético/visual. Ella podría codearse con Kubrick o Kieslowski.

Ramsay siempre se las ha arreglado para provocar, perturbar, inquietar, pero al mismo tiempo esta pulsión iba entrelazada con un sentido del júbilo muy  británico y alegre, incluso con una extraña clase de diversión. La vena satírica que presenta su obra –normalmente dirigida (como en el caso de John Cassavetes) contra el ejército mundial de mediocres, de grises burócratas, funcionarios públicos y supervisores que velan diariamente por el gusto y la decencia consensuados- realza su sensibilidad verdaderamente postmoderna y precipita su rechazo en muchos círculos del mundo de la crítica: Ramsay sufre, más que la mayoría, las consecuencias de la política de Cahiers du cinéma, que la acusa de “no amar a sus personajes”. ¿Quién lo diría? ¡Después de todos estos años, todavía sigue gobernando el mismo humanismo lúgubre y acusador!

En realidad, Ramsay está más cerca del Alien que del Humano. Solo hay que mirar las caras y los cuerpos de Samantha Morton en Morvern Callar y de Tilda Swinton aquí, fijarse en cómo las ilumina, las encuadra y las filma: son de otro planeta. Y Swinton, en su papel de Eva, encuentra la horma de su zapato en Kevin (Jasper Newell/Ezra Miller), la criatura salida de sus entrañas, más alienígena incluso que ella misma. Entre ambos personajes –puesto que este es un trabajo profundamente intersubjetivo- se establece una especie de lógica lacaniana: cada ansiedad, cada fantasma, cada deseo que ha ardido alguna vez dentro de Eva es intuido, con sorprendente precisión, por el imposible Kevin, y después es vuelto ingeniosamente contra ella creando un contrato y una danza eternamente dolorosa de contemplar.

Tenemos que hablar de Kevin es un muy buen ejemplo de película que no versa sobre lo que, a priori, parece. Todo nos lleva a entrar en este filme esperando alguna especie de tratado (sea didáctico, al estilo de Polytechnique, o incluso críptico, al estilo de Elephant) sobre el serial killer adolescente: ¿Estamos ante un sociópata con un desequilibrio químico? ¿Se trata de un caso trágico de niño disfuncional que no ha sido criado adecuadamente? ¿O es solo el producto de su propia sociedad loca por los media? No, Ramsay está decidida a centrarse en una cosa por encima de todas: la figura de Eva como esposa y madre que no encaja –indigna, por lo tanto, a ojos de la sociedad, de ser considerada una mujer madura-. Aquellos que, en el esquema del filme, intentan pasar por alto o rechazar la centralidad de los poderosos deseos de Eva (marcharse, reconquistar el éxtasis de su juventud y de su amor, tener “una habitación propia”) y sus igualmente poderosos sentimientos de odio (por el rol de madre, por las incesantes frustraciones que Kevin pone en su camino y, a veces, por el propio Kevin) están negando lo que hace que este trabajo sea tan potente y significativo.

A Ramsay le encanta sumergirnos en un espacio amoral donde lo que normalmente es impensable debe convertirse, repentinamente, en pensable. En Morvern Callar ya había creado una heroína cuyas actitudes hacia el sexo, la muerte y el dinero eran firmemente inescrutables, cuando no totalmente atroces. Tenemos que hablar de Kevin va incluso más allá al hurgar en un tabú primigenio: la santidad de la maternidad. Ramsay despedaza esta figura, no tanto para criticarla desde la distancia  adoptando una posición política superior, como para devolvernos al magma de cualquier ser humano que debe lidiar con este mundo: los abyectos fluidos y deposiciones, las molestas neurosis, las descargas interrumpidas, los circuitos abortados de interrelaciones. Más que cualquier película en 3D pasada o presente, Ramsay crea un cine inmersivo.

 

Another Girl, Another Planet

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Not since the great days of Michael Powell and Emeric Pressburger has there been such red! Strong, sharp, insistent, bright red, deeper than Profondo Rosso (Dario Argento, 1975). But not a red that signifies one, dominant meaning or mood: lust or hysteria, danger or embarrassment, death or birth. The red of We Need to Talk About Kevin moves, mutates, jumps relentlessly from one scene to the next (sometimes on a direct cut, sometimes not), pokes you in the eye every time as it shoots into the foreground of a shot or scene. Red is the de facto principal character of the movie: in tomatoes, paint, traffic lights, posters, police and ambulance vans … And it performs a wide range of actions: it pulses, stains, sticks, attacks, blinds …

Lynne Ramsay (Ratcatcher, 1999 and Morvern Callar, 2002) is a truly untimely director – out of time and, it seems, out of place, too. Her taste for associative flashbacks, for scrambled chronology, for moment-to-moment intrigue and suspense, for thick irony, for style as the supreme vehicle of sensation, takes us back to Nicolas Roeg or, before that, Alain Resnais. There is also something mighty unseemly and unfeminine going on here, at least in terms of the standard, genteel image of who and what a female director should be these days: the aggressive construction, the ceaseless barrage of shock effects, the willingness to go to the point of excess on all levels, these traits voyage way beyond any punctual taste for transgression in Agnès Varda, Jane Campion or Sally Potter (and exist in a different universe to the niceties of Nadine Labaki, Naomi Kawase or Diane Keaton). A comparison with Asia Argento (The Heart is Deceitful Above All Things, 2004), Virginie Despentes (Baise-moi, 2000) or Athina Rachel Tsangari (Attenberg, 2010) gets us closer to the mark – but Ramsay is working at a greater level of cinematic proficiency, virtuosity and sheer kinetic/visceral impact. She can stand with Kubrick or Kieslowski.

Ramsay has always set out to provoke, disturb and disquiet – while at the same time marrying this drive with a very jolly, British sense of exhilaration, even an odd kind of fun. The satirical vein in her work – often directed (as in John Cassavetes) against the world’s army of mediocrities, the dull bureaucrats, public officials and everyday gatekeepers of consensus taste and decency – heightens its truly postmodern feeling and hastens its dismissal in many critical quarters: Ramsay suffers, more than most, the reflex Cahiers du cinéma-line that ‘she just doesn’t love her characters’. Wouldn’t you know it: dreary, finger-wagging Humanism still rules, after all these years!

In fact, Ramsay is more on the side of the Alien than the Human. Just look at the faces and bodies of Samantha Morton in Morvern Callar and Tilda Swinton here, look at how she lights and angles and shoots them: they’re from another planet. And Swinton as Eva meets her match in the even more profoundly alien creature sprung from her loins, Kevin (Jasper Newell/Ezra Miller). Between them – for this is a profoundly intersubjective work – a sort of Lacanian logic rules: every anxiety, every phantasm, every desire that has ever ignited inside Eva is intuited, with uncanny precision, by the impossible Kevin, and then ingeniously turned against her, creating a contract and a dance that is eternally painful to behold.

Kevin is a very good case of a film that is not about what it first seems to be about. Everything takes you to the starting-gate of this movie expecting some kind of treatise (a didactic one, Polytechnique-style, or even a cryptic one, Elephant-style) on the teenage serial killer: is he a sociopath with a chemical imbalance, a tragic case of a dysfunctional kid raised badly, or a product of his media-mad society? No, Ramsay is determined to focus on one thing above all: the figure of Eva as an ‘unfitting’ wife and mother – unfit, therefore, in the eyes of society, to even be a grown-up woman. Those who try to overlook or dismiss, in the film’s schema, the centrality of Eva’s powerful desires (to get away, to recapture the ecstasy of her youth and her love, to have a ‘room of her own’) and her equally powerful hatreds (of the maternal role, of the endless frustrations Kevin puts in her path, and sometimes of Kevin himself) are in denial about what makes this work so forceful and significant.

Ramsay loves to plunge us into an amoral space where the normally unthinkable must now, suddenly, become thinkable. In Morvern Callar, she had already created a heroine whose attitudes to sex, death and money were resolutely inscrutable, if not utterly unspeakable. Kevin reaches even deeper into a primal taboo: the sanctity of motherhood. It tears this figure apart, not so much to critique it from some high-political distance, but so as to return us to the magma of every individual human being who has to cope with this world: the abject deposits and fluids, the niggly neuroses, the interrupted discharges, the aborted circuits of interrelationship. More than any 3D movie past or present, Ramsay creates an immersive cinema.

 

Original text © Adrian Martin March 2012

Traducción © Cristina Álvarez López, marzo 2012