Róterdam 2011 en corto: Caouette, Jacobs y Maddin

Dos alucinaciones digitales y un dispositivo cósmico

 

All Flowers in Time (Jonathan Caouette, 2010)

Jonathan Caouette no es nada ajeno a las posibilidades del dispositivo digital como medio, más bien médium, con el que invocar fantasmas, hechos pretéritos, espacios marginales y marginados de la narrativa convencional. Ya lo hizo en su aclamado debut, Tarnation (2003), donde el vídeo era testigo al mismo tiempo que propulsador de todo un pasado traumático presentado mediante la narración autobiográfica que, en última instancia, podía interpretarse a la luz de la autoficción. Con All Flowers in Time, Caouette muestra cómo sigue interesado en esa exploración del universo píxel y, de nuevo, llega con la lección bien aprendida y con ganas de enseñárnosla. De hecho, el cortometraje, estrenado en Sundance en 2010 y visto en gran parte del circuito de festivales (incluido el de Sitges y el que nos ocupa, Róterdam), podría resumirse en la ecuación Cronenberg-Lynch si este fuera un texto perezoso. Pero no es el caso.

Del canadiense, Caouette toma el mismo punto de partida que construía Videodrome (1983): el dispositivo televisivo como instrumento con el que transformar la realidad e incluso la carne. Si el filme de Cronenberg significó el bautismo de la “Nueva Carne”, el de Caouette se sabe heredero y recoge esa idea para ahondar en la potencialidad de esa carnalidad gracias al lenguaje binario, es decir, el morphing como objeto fílmico. En la pieza, la señal televisiva de un canal holandés -donde un tipo vestido de cowboy va repitiendo como un tantra hipnótico “I’m not of this place”– despierta a los demonios interiores de quienes lo ven y, así, los transforma en sujetos metamorfoseables. Se distinguen porque, como espectadores de ese canal, la pupila de sus ojos se enrojece. Vemos entonces a Chloë Sevigny jugar con un chaval (interpretado por Joshua Caouette, el hijo del director) a transformar su rostro en monstruos espantosos. Y su cara, efectivamente, muta en la de una bestia horrenda.

La elección de Sevigny, además del efecto cool, no podía ser más adecuada: no debe de haber hoy en día una actriz más mutable que ella: “it girl” en las páginas de Vogue, actriz de culto, musa underground, sex symbol de la intelligentsia indie, esposa mormona en una serie mainstream, etc. Además, no debe de ser baladí que Caouette opte por tomar a una rubia como cuerpo con el que experimentar la potencia del dispositivo. Una decisión que remite, de algún modo, al lacio cabello de Laura Dern en Inland Empire (David Lynch, 2006), como también evoca los sucesivos juegos de foco y la idea de la pantalla depredadora como puerta a un ultramundo siniestro. Esa referencialidad tan obvia, no obstante, pone en juego muchos dilemas que ya aparecían en Tarnation y que apuntan a los debates identitarios, a los engendros que crea el cine o que pone en marcha el mismo dispositivo. Para Caouette, por lo menos, “la identidad es, honestamente, un pedazo de ilusión. Creo que todos somos, en realidad, autómatas y que repetimos lo que vemos […]. He visto mucha gente de mi entorno mutar y ser muchas personas diferentes o muchos fragmentos de ideas de ellos” (1). Si en Tarnation era la propia y autoconsciente imagen del representado representándose la que soportaba el relato, aquí el cineasta usa el trabajo de cita como herramienta, se busca en los otros, quién sabe si para ser él mismo, pero sin duda como motor para volver a ponerse tras la cámara.

 

Another Occupation (Ken Jacobs, 2010)

Más abstracto y reflexivo es el nuevo trabajo de Ken Jacobs, Another Occupation, que reincide en la plástica de la desfiguración para manipular precisamente los límites de la forma y apropiarse de la luz y de la oscuridad, llevando al espectador hacia ambos espacios opuestos pero unidos irremediablemente. Aquí lo consigue gracias al uso de la imagen estereoscópica distorsionada, que otorga un voluptuoso movimiento a las figuras. El trabajo puede verse, por otra parte, como ese movimiento entre lo blanco y lo oscuro, escenificado, además, por el movimiento del tren protagonista que conduce el ojo del espectador hacia la pantalla y que mueve, asimismo, el propio filme.

Las imágenes originales que Jacobs interviene son daguerrotipos del siglo XIX. Con apenas un puñado, el neoyorquino construye un filme en raíles. Pero, al contrario que el mítico tren de los Lumière, el de Jacobs no viene hacia nosotros, sino nosotros vamos con él: el ojo que proyecta la imagen es a la vez la propia locomotora, que avanza y retrocede por el vial ferroviario mientras las fronteras de las figuras que se ven enfrente se van desvaneciendo y fundiendo con el fondo. El movimiento es constante, un loop (una de las estrategias visuales marca de la casa) que conjura la hipnosis y que solo queda quebrado por una sucesión de intertítulos donde se narra la historia de un soldado: las desgracias de la guerra. El mecanismo de interrupción tiene, por supuesto, un componente político que no es fortuito, ya que el país al que viaja ese tren cinemático tanto puede ser Tailandia, Camboya como Birmania; antiguas colonias europeas del Sureste Asiático. Además, el paisaje que contemplamos desde esa perspectiva frontal del vehículo-dispositivo lo componen soldados y algunos civiles, así que no es descabellado pensar en que este trayecto visual sea el trayecto del propio soldado, pues la yuxtaposición de los dos planos narrativos así permite pensarlo.

De este modo, el filme se moldea a partir de los diversos niveles de profundidad que contiene y en paralelo a la naturaleza del mismo dispositivo estereoscópico. Primero, está la profundidad que proporciona la propia imagen en su vaivén hipnótico y epiléptico; después, está la profundidad de campo, el mismo horizonte al que busca llegar el tren pero que no consigue alcanzar a causa de las idas y regresos que le impone el dispositivo; y, por último, está el discurso del soldado que pone en escena la dimensión moral de la imagen. Ese nivel ético, el j’accuse particular de Jacobs, se cierne sobre el binomio industrialización-colonialismo, las dos ideologías que precisamente ocupan el cuadro (el ferrocarril, icono de la Revolución Industrial, y lo militar) y que, de hecho, no lo abandonan en ningún momento. El desasosiego no puede ser mayor, pues hay en esa constante permanencia de ambas y en la permutación ad infinitum de este binomio una sensación casi de náusea, una idea de que esa mortífera suma ideológica jamás acabará de irse del cuadro. Para Jacobs, un travelling va más allá de ser una cuestión moral. Es también un asunto de grave trascendencia política.

 

Night Mayor (Guy Maddin, 2009)

Realizada con motivo del 70º aniversario del National Film Board of Canada y estrenada online hace meses en el site de la corporación, Night Mayor demuestra lo bien que se le da el cortometraje al canadiense Guy Maddin. En el filme se narra la historia de un inventor de origen bosnio que fabrica un dispositivo, el “telemelodium”, con el que, mediante la música que emite la aurora boreal, es posible crear imágenes del subconsciente de los habitantes de Canadá. Una bonita oda a la empresa televisiva.

Bajo un relato en forma de cola de pez, que arranca y se cierra con la imagen del protagonista soñando (tanto podría estar soñando su invento, la propia película o creando imágenes para esa televisión cósmica que ha creado en el filme), Night Mayor de algún modo continúa con esa idea que ocupaba el núcleo de My Winnipeg (2007): el cine como receptáculo de la memoria. Aquí más bien es a la inversa: el cine como dispositivo que permite entrar, antes que en la memoria, en la mente de las personas y crear imágenes de estas. El propio protagonista funciona como una suerte de álter ego de Maddin, obsesionado con las imágenes: un milagro; y el estilo inconfundible de su imaginario visual queda aquí cubierto por una lluvia de píxeles-estrellas e interferencias sónicas, como si el espectador estuviera contemplando el mismo sueño del inventor, el sueño del cineasta.

El cortometraje sigue subrayando, desde su propio corpus, las premisas maddinianas. El amor al cine: “I hear the music play by the aurora and I fell in love”; la confluencia de cualquier manifestación fílmica con la que erigir un nuevo universo de imágenes: “Images reacted to new ones to make images I’ve never seen before”; o la necesidad del cine como expresión del individuo: “Honest pictures of our souls which can be done by anyone”. Y, de nuevo, la voluntad de erigir una mitología única, una ucronía que ensalza una historia imposible en la realidad, pero posible gracias al cine. Una mitología de su país, de la identidad nacional. No obstante, Night Mayor introduce el desengaño en el relato cuando el gobierno censura el dispositivo y lo requisa, ante la proliferación de imágenes creadas por los propios espectadores que saturan las líneas telefónicas. “No more music, no more images”, se queja una de las hijas del inventor. “They don’t understand what they’re doing”, se lamenta el bosnio, para repetir la palabra “pesadilla” hasta tres veces ante la imposibilidad de seguir creando nuevas imágenes. No le ocurre lo mismo al cineasta canadiense, para alegría de los fans. Maddin visualiza la castración creativa, quizás una de las peores situaciones a las que puede llegar a enfrentarse alguien que ama el cine, pero no se queda varado en el fatalismo y, tal y como señala al final de su corto, nos recuerda que la imaginación todavía es un espacio libre, ancho e incontrolable.