Cisne negro

Pas de deux entre cuerpo y espíritu

 

La fuerza orgásmica es al mismo tiempo la más abstracta y la más material de todas las fuerzas de trabajo (…). Ah, gloria fantasmática o molecular transformable en capital” (1).

Tiene ya cinco películas en cartera y una buena colección de tics reconocibles, pero Darren Aronofsky sigue resistiéndose a ser fácilmente reducible -aunque hay que reconocer que intentos no faltan- al ocupante de una posición cómoda y mercenaria dentro de Hollywood, división corte y confección de prestigio autoral. Desde que debutara en 1998 con Pi, fe en el caos (Pi), la textura de su filmografía ha ido mutando con cada nueva película. El realizador siempre parece buscar la diferencia heterodoxa en cuanto a factura visual y estilística pero manteniendo a conciencia los pilares básicos de su discurso cinematográfico: el interés por estados mentales obsesivo-paranoicos, el individualismo como fármaco contra la carencia afectiva y una inquieta visión de la narración como oportunidad para la espectacularización operística donde la expresividad cromática y musical se unen en una sola materia -providencial el trabajo con el compositor Clint Mansell-. Es este último aspecto el que más nos interesa cuando accede a llevarlo hasta sus últimas consecuencias, como en sus dos películas más desinhibidas: Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000) y La fuente de la vida (The Fountain, 2006). En los mejores momentos de Cisne negro (Black Swan, 2010), Aronofsky recupera retazos de esa precisa plasticidad exacerbada, casi temeraria en nuestros tiempos de hipercorrección estética, para combinarlos con el más agradecido estilo neonaturalista que practicó para su gemela monocigótica, El luchador (The Wrestler, 2008).

Efectivamente, el paralelismo entre la trágica historia de la bailarina Nina (Natalie Portman) y el luchador de wrestling Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) es evidente. Sin embargo, mientras Randy es retratado en el ocaso de su carrera para simbolizar un tiempo y una sensibilidad que se resquebrajan lentamente hasta desaparecer, Nina vive un fulgor más intenso y de agotamiento mucho más rápido. Su brillo es puro, pero de autoconsumo inmediato; el chute siempre incluye la promesa del bajón. Con su vida completamente regida por una obsesión irrevocable, Nina cumple a la perfección con el modelo de protagonista de Aronofsky, especialista en someter a sus personajes a una cibernética de la obsesión que, unas veces de forma más explícita que otras, acaba deviniendo en intoxicación neuronal autoasumida.

Nina vive para convertirse en la prima ballerina assoluta, perfecta, inmejorable. Se vuelca en el camino hacia la perfección en cuerpo y alma, acumulando muescas y heridas en ambos atributos durante el proceso. La locura, la confusión y el desdoblamiento de personalidad, acentuado por el juego con el cisne blanco y el cisne negro del cuento de hadas original -o explícito tratado sobre la toxicidad disfrazado de fantasía romántica- en el que se basa el ballet de El lago de los cisnes (Chaikovski, 1877), son las manifestaciones exteriores más evidentes de ese desgaste. Pero, si prestamos atención a uno de los leitmotivs repetidos con más insistencia a lo largo de la película, la apreciación de la propia sexualidad y su puesta en juego productivo es uno de los requisitos que, exteriormente, se le imponen a Nina como condición para alcanzar la excelencia que tanto ansía.

Su dedicación a la causa en cuerpo y alma, las interminables horas de trabajo y ensayos no son suficientes, si no cumple la exigencia última, la entrega de lo que Beatriz Preciado denomina potentia gaudendi, es decir, la fuerza orgásmica y sustrato último del capitalismo calificado de “farmacopornográfico” por la autora. Sin entrar a valorar aquí las intuiciones y teorías posfeministas de Preciado, la necesaria codificación de la sexualidad de Nina en su camino hacia la perfección profesional descubre claras resonancias con esta cuestión. Baste un ejemplo. Mucho se ha hablado sobre la boba simplicidad de los símbolos manejados por Aronofsky, principalmente la lucha entre la pureza representada por el blanco y la perversión por el negro. Pero en ese maniqueo análisis se deja de lado la persistente presencia del color rosa en las luchas que libra Nina. Omnipresente en todo el universo vinculado a la opresión sobreprotectora de la madre -desde la pantalla del móvil cuando le llama y las cortinas, paredes y ropa de cama de su habitación, hasta la tarta o el pomelo que le sirve-, el rosa convencionalmente implantado en el arquetipo de lo que es sancionado como femenino es uno de los lastres más importantes de los que tiene que deshacerse para ser dueña de su propia potencia, ya animalizada en un ser hipersexualizado pero sin género.

El aspecto más puramente físico y carnal de la transformación de Nina -su emancipatoria toma de control de la potentia gaudendi que le es propia, según nuestra visión-, traumático en desgarramientos de piel, quebranto de huesos, aparición de eccemas y demás signos exteriores del proceso de mutación en cisne negro -muy deudores de toda una tradición de imágenes cronengberianas, igual que la dimensión psicológica mira hacia Polanski-, gana presencia por el particular acercamiento de la cámara de Aronofsky en esta ocasión a la epidermis de sus personajes, como si la subjetividad de Nina estuviera inscrita en cada célula de su piel. Este interés por la superficie orgánica -la tangibilidad del cuerpo no se encuentra habitualmente en el cine hollywoodiense- deviene aquí el principal campo de batalla de la heroína. Frente a la descorporeización metafísica planteada en La fuente de la vida, en Cisne negro todo es carne. El cuerpo y su castigo disciplinado, algo que, ya que hablamos de ballet, muestra a la perfección esa obra maestra que es La danza (La danse, Frederick Wiseman, 2009). Y es que, como decía el Boris Lermontov de Las zapatillas rojas (The Red Shoes, Michael Powell y Emeric Pressburger, 1948) a la bailarina Vicky, “una impresión de sencillez exige la agonía del cuerpo y el espíritu”.

 

(1) PRECIADO, Beatriz: Testo yonqui, Espasa Calpe, Madrid, 2008, pág. 39.