Nuevas desapariciones

Intervenciones #3

¿Puede el cine contemporáneo dibujar un gesto político desde la estética? El lenguaje de la crisis, los rescates y las intervenciones proponen un escenario en el que resulta difícil la deflagración de la imagen, en el que la imagen no tiene nada que hacer ante la contundencia de esas palabras. Fíjense, por ejemplo, en los periódicos: ¿Cómo representar un rescate? ¿Cómo darle una imagen a una intervención? El rostro cicatero de nuestros políticos reemplaza a la ilustración de esas catástrofes que, desde ese momento, se desplazan hacia el lado contrario. En ese sentido, nos vemos conducidos a las familias que mendigan en la calle, a los niños que viven en la pobreza, al rostro del horror más gigantesco vivido por Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Si el poder ya era invisible, las nuevas operaciones financieras se imponen por la fuerza gráfica de los números, de manera que si hubiera que hacer una película sobre eso bastaría con la monstruosa sequedad de las cifras.

Todo desaparece para dejar paso a las cuentas, la pesadilla de mi infancia. Es como un eterno retorno diabólico. Aquello de lo que parecía haberme liberado para siempre regresa para convertirse en lo siniestro, las cuentas de la maestra en las de Angela Merkel, los números en la pizarra traspasados digitalmente al televisor en los noticiarios. La ausencia de todo eso durante tantos años se ha convertido ahora en una presencia total, absoluta, innombrable o irrepresentable. ¿Recuerdan a Julien Davenne, el protagonista de La habitación verde (La chambre verte, 1978), de François Truffaut? Su obsesión era preservar la imagen de los muertos, pero también su número. En su capilla, por cada uno de ellos encendía una vela. He ahí la mezcla perfecta, la bisagra. El humanismo de la memoria reconvertido en la contabilidad de los desaparecidos. En la escena final, le grita a Nathalie Baye que falta él, que la cifra no está completa. Y entonces cae fulminado, desaparece del cuadro por la parte de abajo y, finalmente, sólo queda la visión de las velas, a la vez la luz del cine y el desfile uniforme de las bajas. Ahora mismo ni siquiera eso se puede representar, pues el intento de poner en escena el apocalipsis da lugar a una larga resistencia o a una interminable desaparición, como prefieran. Cualquier cambio de plano resultaría fatal para el cine.

De todos modos veo, desde las profundidades de la película de Truffaut, un gesto interior, un gesto de rebeldía, de rebeldía de la imagen por subsistir, aunque sólo subsista la luz de las velas, la luz del cine. Estamos a finales de los setenta y el cine llamado moderno realiza sus últimos gestos de supervivencia, su negativa a desaparecer. De ahí las caídas sucesivas de Davenne al que la cámara sigue buscando, como para no perderlo, para no perder el relato. Y de ahí la pervivencia de la luz.

¿Cómo llega eso al cine contemporáneo? Voy a tomar dos películas que terminan también con esa resistencia, pero en un modo mucho menos dinámico, más estático y más reconcentrado. Son dos planos, respectivamente, de La folie Almayer (2011), de Chantal Akerman, y El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011) de Béla Tarr. El primero dura unos seis minutos y consiste en un primer plano del protagonista, solo y desesperado, al final del relato, mascullando algunos comentarios, mirando al vacío, sollozando, su rostro iluminado por el sol y a veces en la sombra. Después, Akerman corta súbitamente y empiezan los títulos de crédito. El segundo dura unos cuatro minutos y muestra a ese padre y a esa hija que esperan algo parecido al fin del mundo, comiendo una patata cruda, cada uno en un extremo de la mesa. El hombre sólo dice: “Come” y “Hay que comer”, y el plano se mantiene hasta que la luz, poco a poco, se extingue.

La duración de los planos muestra una resistencia a la desaparición mediante la inmovilidad y un silencio casi absoluto. Como si sólo pudiéramos resistir mediante una especie de presencia-ausencia, como si las figuras estuvieran ahí pero se mostraran en el proceso de no estar. Es un estado flotante, y también de suspense para el espectador, sólo que ahora el suspense viene de un relato igualmente inmovilizado: ¿Qué va a haber después de esa imagen? Y si no hay nada, ¿cómo se va a acabar con ella? ¿Qué gesto será el último de los personajes? ¿Cómo van a realizar ese gesto de desaparecer? ¿O lo va a hacer alguien por ellos? ¿El propio cineasta, el propio cine?

En la película de Truffaut, hace 35 años, era el cuerpo el que se resistía a esa desaparición. Y después era sustituido por la luz. Ahora no hay gesto, o solo gestos mínimos, sin significado (mirar, pelar una patata), y es esa misma luz heredada de entonces la que se resiste a la extinción. No importa que al final todo termine en la oscuridad; lo que importa es que ha habido una dilación alargada hasta el momento de esa desaparición. Podría decirse que el cine europeo contemporáneo, en su insistencia por mantenerse en el proyecto moderno, aplaza constantemente el final aunque sepa que va a ser precisamente ese. Es un gesto de resistencia, pero también testimonial. Es el gesto que elimina los gestos para asegurar una mínima supervivencia, como si posaran para una de las fotografías que albergaba la capilla de Truffaut. Esa suspensión, esa dilación, ese aplazamiento.

Pero hay una pregunta que queda por contestar: ¿Por qué Akerman termina con un corte brusco y Tarr con un fundido? ¿Qué diferencia hay entre esos dos gestos que aniquilan los gestos de los actores, que los dan por acabados? Digamos que son las dos maneras posibles de hacerlo, de trasladar el gesto del actor al gesto del cineasta, que al final es el que se hace más visible. Ausencia del cuerpo que se recompensa con la presencia de ese cuerpo oculto que  decide cortar o fundir. Y una decisión que se toma su tiempo, pues de tiempo y no de otra cosa estamos hablando: el tiempo que permanece la figura en pantalla y el tiempo que tarda en desaparecer.

También el tiempo queda suspendido, pero a la vez queda reivindicado como la materia principal del cine. Un poco más allá de lo que debemos a Gilles Deleuze en este sentido, el cine contemporáneo no es que esté hecho de tiempo, es que intenta que su concepto del tiempo convierta esas desapariciones en otro tipo de gesto, un gesto de rebelión: uno desaparece para tomarse su tiempo, se convierte poco a poco en fantasma y es el cineasta el que también se toma su tiempo para poder luchar en el mismo territorio en el que ahora el dinero y el capitalismo luchan contra nosotros, precisamente mediante la idea de que se nos acaba el tiempo.

Es decir, ya que el carácter fantasmático del dinero adelantado por Marx nos ha arrebatado el pensamiento, ya que no vemos dinero por ninguna parte pero sólo oímos hablar de dinero, ese dinero-fantasma que tiene voz pero no visibilidad, vamos a oponer a ello también nuestra ausencia-presencia, nuestro estado de estar y no estar en el tiempo. Y se trata de una ausencia amenazadora para el poder, que no puede soportar aquello que está en los pliegues, cuya máxima es ahora más que nunca la visibilidad absoluta. Akerman y Tarr proponen la desaparición no como rendición, sino como ocultamiento para que el poder no vea la figura. Y lo hacen evocando el inicio de todo, los años 80 y 90 del  siglo XIX, el colonialismo y la miseria que es como un fin del mundo. Desaparición súbita o lenta, da lo mismo, pues lo que importa es el momento del trance, del pasar, del ir al otro lado para que no nos puedan atrapar. Se desaparece para preparar el combate.