Cannes 2012
Identidad(es) en peligro
1. Voluptuosa y escurridiza, la gran película de Cannes 2012 rasgaba la pantalla para preguntarse sobre las identidades del cuerpo. Como un obús lanzado por un anacoreta, Holy Motors (Leos Carax, 2012) se erigía en parábola del gran tema que atravesó el cine más estimulante que pudo verse en una sección oficial que mostraba sus trofeos de siempre –directores consagrados besando el suelo sagrado- con una sonrisa de autosatisfacción. Y Leos Carax -que llevaba trece años sin dirigir un largo, que arrastraba la etiqueta de los “has been” y el síndrome de abstinencia de quien, un día, fue proclamado heredero de Garrel y Godard- renacía de sus cenizas cual Ave Fénix o como ese Denis Lavant que, en la parte trasera de una limusina, cumple once misiones disfrazándose y maquillándose otras tantas veces para comerse el mundo, para matar a un banquero o a sí mismo, para vivir tan feliz con su familia de chimpancés. ¿Esa es la identidad del hombre contemporáneo? ¿Un baile de máscaras teñido de vals funerario, o de canción desgraciada cantada por Kylie Minogue en las ruinas de las galerías Samaritaine? Las ruinas del cine son la puerta a otra dimensión: la del cine que, por mucho que quiera, no puede renunciar a su libertad.
2. La casualidad hizo que, en otra limusina, Robert Pattinson surcara Manhattan en busca de un corte de pelo. Cosmópolis (David Cronemberg, 2012) es la historia de varias metamorfosis: la de un cuadro de Pollock en un cuadro de Rothko, la de una estrella inexpresiva en un modelo bressoniano, la de un orden social en un desorden económico, la de un cineasta visionario en un adaptador más reseco que austero. Creo que Cronenberg empieza a sucumbir a los peligros de su nueva piel, la de autor incontestable, en esta película fiel a la letra de DeLillo pero que confunde minimalismo con pereza. El cine, dice el cineasta canadiense, es un rostro que habla, como si de pronto se hubiera erigido en hermano de sangre de Straub y Oliveira. Pero su film, que es denso, árido y deliberadamente antipático, nunca parece plantearse de verdad los problemas de la palabra filmada. La banda de sonido y la banda de imagen conducen por separado, sin posibilidad de colisionar, quizás como reflejo de la identidad disociada de una civilización que ha cortado los vínculos entre el interior y el exterior.
3. En ese sentido, una hermosa escena de Like Someone to Love (2012), la subestimada película de Kiarostami, parecía enmendarle la plana a Cronenberg. En el asiento trasero de un taxi, una joven callgirl escucha los mensajes que su abuela (quien infructuosamente ha venido del pueblo para verla) le ha dejado en el móvil. Los neones de Tokio se reflejan en los cristales mientras los amables reclamos de una anciana rebotan en el rostro afligido de su nieta. Cuando pasa por la plaza donde aún la espera su abuela, la chica la observa desde lejos, y la distancia entre el interior y exterior se transforma en un devastador vínculo afectivo, el lugar donde imagen y sonido se besan en la mejilla. La película está a punto de cambiar de registro para convertirse en otro juego de identidades cruzadas, una versión ligera y juguetona de Copia certificada (Certified Copy, Abbas Kiarostami, 2010) que, con melancólica elegancia, describe las tensiones de un involuntario triángulo amoroso compuesto por tres vidas solitarias.
4. Isabelle Huppert está sola a la orilla del mar, no habla coreano, busca un faro que cambia de tamaño, se encuentra con un socorrista desmesuradamente simpático. Hong Sang-Soo la imagina tres veces, la obliga a asumir tres identidades distintas para comprobar si el argumento que le pertenece como extranjera en el paraíso cambiará con la colisión de los mismos signos dispuestos de diferente manera. In Another Country (2012) es fresca como un polo de limón, pero funciona con tan matemática precisión que luce el aspecto de un castillo de naipes que podría derrumbarse de un solo soplo. Es una película sobre la frágil y proteica identidad del relato.
5. Envejecer es borrar la identidad, transformarse en un folio en blanco que ya nadie quiere escribir. La expresión vacía, el gesto paralizado, los ojos como platos traslúcidos, los oídos tapados, el mundo apaga su luz y, voilà, empiezas a morir. Eso es: la muerte de la identidad es el tema de Amour (2012), la mejor película de la fecunda trayectoria de Michael Haneke. Y lo es, no sólo porque es su primera película triste, sino porque demuestra que el miedo a la muerte es democrático, nos hace iguales. Haneke ha hecho un pacto con su esposa, los que han visto Amour saben cuál es. Y en ese pacto está una promesa de optimismo, la única luz de humanidad que este crítico ha visto en la filmografía del cineasta austríaco. Lo demás es silencio, por supuesto: otra película de interiores que elimina ruidos de fondo, donde cada réplica clava un dardo en los párpados. Las lágrimas nos duelen al ver Amour.
6. La identidad del cine y del teatro bailan un tango en Vous n’avez encore rien vu (2012). La muerte visita a los actores desde el otro lado de la representación –la juventud, el futuro- y nadie puede resistir el envite. Las réplicas se desincronizan, se triplican, hay varias versiones de la Eurydice de Anouilh donde escoger, y los decorados estatuarios de Marienbad reaparecen de la nada. Es una película extemporánea, en la línea de la última etapa del cine de Resnais. Tan extemporánea como Io e Te (2012), que Bertolucci ha filmado en una silla de ruedas después de diez años de obligado paréntesis. Con la excepción de Ken Loach, que en The Angels’ Share (2012) sigue atentando contra el sentido común y del buen gusto convencido de que está diciendo algo importante sobre la marginación y el paro juvenil (con sorprendentes aplausos y vítores aprobatorios por parte de la prensa), los veteranos que acudieron a Cannes parecían darle la espalda a la crisis, ajenos a la decadencia de los valores sociales y culturales que defendieron en su juventud. Solipsismo, hermetismo, opacidad de lo identitario: el joven de catorce años que decide engañar a su madre para pasar una semana de vacaciones encerrado en un sótano junto a su hermanastra yonqui es, para Bertolucci, un nuevo símbolo de una revolución introvertida, que estornuda hacia dentro y es amiga de las hormigas. Escuchando la versión italiana de Space Oddity, los jóvenes se entregan a una ensoñación sin sentido, no habrán aprendido nada cuando salgan de su retiro espiritual. Como en La luna (1979), el tema del incesto (como en) sobrevuela sus días de asueto, pero la sangre nunca llega al río. Nadie se juega nada, ni siquiera la imagen.
7. Sí lo hace Jaime Rosales que, de los cineastas españoles de línea dura, es el que despierta más animadversión. Parece que el papel de enfant terrible de un Albert Serra cae mejor entre ciertos críticos, los que consideran a Rosales un intelectual de tocador, un pretencioso advenedizo. El cine español carece de identidad, y pagan justos por pecadores. ¿Por qué meterse con alguien que al menos hace el esfuerzo de buscar la identidad de una imagen? Podría decirse que Sueño y silencio (2011) es casi una secuela de La soledad (2007), en la que el exceso de visibilidad de aquella ha quedado sustituido por un puñado de planos fijos evasivos y de diálogos a veces inaudibles. Después de todo es una película sobre la imagen como ausencia: el movimiento de cámara que surca un parque con todo su bullicio cotidiano, con toda su vida sin forma, termina con la invocación de una imagen-fantasma, el colofón a una prolija investigación sobre lo trascendente que Rosales resuelve con una mano que pinta, la de Miquel Barceló, un cuadro sacrificial.
8. Grandes sacrificios: el harakiri de Carlos Reygadas en Post Tenebras Lux (2012), la humillación autocomplaciente de Ulrich Seidl en Paradise: Love (Paradies: Liebe, 2012). Ambas hablan de la tensión entre identidad individual y nacional. La gratuita recolección de recuerdos de Reygadas, que cristaliza en secuencias memorables –las dos primeras: una niña, hija del cineasta, perdida en la noche que oscurece, rodeada de animales que parecen prehistóricos, en medio de una tormenta; la visita de un diablo digital vestido de rojo- y en otras prescindibles –ese partido de rugby, esa orgía en una sauna-, tiene como telón de fondo el comportamiento violento de la sociedad mexicana, que solo sabe de derramamientos de sangre. Con intenciones más europeístas, Seidl utiliza el turismo sexual en África para plantear una pregunta tan polémica como anticuada: ¿Quiénes son más explotadores, los que colonizan o los que, colonizados, se aprovechan de la soledad y el desencanto de sus verdugos? Margarete Tiesel debería haberse llevado el premio a la mejor actriz, solo por soportar el autoparódico y desagradable catálogo de calamidades a las que la somete Seidl (Matteo Garrone hace lo propio con el pescadero de Reality (2012), dubitativa fantasía post-paranoica que empieza como una comedia de Monicelli y acaba como una de Polanski. Otra calamidad: Jacques Audiard amputa las piernas de Marion Cotillard en la fallida Des rouilles et d’os (2012). ¡Cuántos cuerpos y mentes mutilados en este Cannes!).
9. Tres de las cuatro películas americanas a concurso se preguntaron por la identidad del género, como si a estas alturas ese debate, que debió resolverse con la crisis del sistema de estudios de Hollywood, fuera relevante. En The Paperboy (2012) Lee Daniels disfraza su barata revisión de los códigos del gótico sureño con los retales de una exploitation de qualité, en el que cocodrilos, coitos telepáticos, xenofobia de pacotilla y Matthew McConaughey con el culo en pompa cortocircuitaron la platea cannoise dejándola sin aliento. John Hillcoat y Andrew Dominik caminan en direcciones opuestas para facturar un retronoir y un neonoir a la vez reverentes y decorativos. Lawless (2012) pretende ponerse a la altura del Robert Aldrich de La banda de los Grissom (1971) y del Arthur Penn de Bonnie & Clyde (1967) sin que su aventura superheroica con la Ley Seca como telón de fondo consiga superar una modesta corrección. Más ambicioso, en Killing Them Softly (2012) Dominik subraya los lazos de sangre entre las actividades delictivas de un grupo de mafiosos de pacotilla en la campaña de las presidenciales del 2008. Sus personajes se han escapado de una película de Tarantino y sus ampulosas soluciones visuales parecen robadas del cine de Guy Ritchie, aunque la dimensión derivativa de la película nunca molesta (como si su cínico y redundante discurso sobre el desencanto político en una América consumida en los bajos fondos del capitalismo, se hubiera contagiado a su descreído territorio estético). Mud (2012), la nueva película de Jeff Nichols, funciona así como antídoto a tanto escepticismo, abrazando, desde un clasicismo directo y conmovedor, el recorrido iniciático de un preadolescente inventado en las cálidas corrientes literarias de un Mark Twain en sus horas más felices y oscuras.
10. Mientras tanto, el tsunami Apichatpong presentaba un delicioso borrador de película, Mekong Hotel (2012), en el que la digresión sobre la capacidad del cine para reencarnar la inocencia del amor y la convivencia, entre afable y perturbadora, entre lo visible y lo invisible, ocupa una hora de metraje que digieres como un solo de guitarra española. El cineasta tailandés parece filmar como quien se columpia: hay algo muy secreto en sus métodos, muy misterioso, para que consiga que un flirteo mecido por las aguas de un río a la hora del crepúsculo pueda ser tan poético como la imagen de una mujer vampiro devorando las vísceras de una de sus víctimas. ¿Historia(s) del cine? No: identidad(es).