Cannes 2012 (2)

Leos Carax contra la institución “cine de autor”

 

En su primera y poco vista película íntegramente televisiva, The Blessed Ones (De två saliga, 1986), Ingmar Bergman presentaba una historia de amor al mismo tiempo maldita y apasionante. Una pareja madura ve su incipiente relación tambalearse cuando ella empieza a perder la razón. En lugar de llevarla al médico, su  esposo decide adaptarse a la visión cada vez más alienada que ella tiene del mundo, vivir en su locura. Cuando el estado de la mujer empeora, el hombre decide acompañarla hasta el final en su descenso a los infiernos… No consigue llegar a tanto la historia de amor del matrimonio octogenario marcado también por la progresiva demencia de la esposa que le reportó la segunda Palma de Oro a Michael Haneke. Con Amour el cineasta austriaco intenta inyectar algo de calor humano a su cine racional y quirúrgico. De hecho, la concepción del amor que plantea la película recuerda en principio a la que se defiende en uno de los momentos más emotivos de The Deep Blue Sea (2011) de Terence Davies, aquel en que la casera le argumenta al personaje de Rachel Weisz que amar de verdad significa seguir tratando con cariño y respeto a aquella persona a quien le acabas limpiando el culo cuando pierde la cabeza. En el fondo, el personaje de Jean-Louis Trintignant en Amour tampoco alcanza tal entrega a pesar de la solidez de la relación que le une a su esposa después de tantos años. Incapaz de separar el amor del horror, Haneke obliga a su protagonista a tomar una decisión extrema y unilateral que se adivina sólo con leer la sinopsis del film y saber quién lo firma. Esta supuesta carga de profundidad, esta introducción de un elemento perturbador que resulta tan previsible es quizá el aspecto más molesto del film de Haneke, una pieza de cámara ejecutada con sobriedad que se beneficia de dos interpretaciones soberbias a cargo respectivamente de Trintignant y Emmanuelle Riva, pero que no consigue convertirse en la película sublime que quisiera su responsable.

A nadie extrañó que Amour se llevara el gran premio de Cannes, a pesar incluso de que Haneke ya hubiera sido laureado con la Palma por su film anterior, La cinta blanca. La película reúne los principales requisitos que se le suelen demandar a una candidata a este galardón: un gran tema tratado desde una perspectiva alejada del cine comercial, la presencia de unos actores incuestionables, una gravitas a prueba de posibles reproches (¿quién se atreve a calificar de mala una película que habla con tal seriedad del amor y la muerte?) y la firma de un cineasta que en estos momentos encarna el paradigma de la institución “cine de autor europeo”. Sin embargo, a Amour le pesa precisamente cierta falta de arrojo, lo calculado de su supuesto atrevimiento… En definitiva,  ese miedo, que nada tiene que ver con la contención formal, a dejarse arrastrar de verdad hasta el fondo del abismo del amor y la locura.

La falta de riesgo fue una de las principales características de Cannes 2012. No solo en una sección oficial acomodada en los caminos previsibles de cierta concepción del cine de autor. A diferencia de otros años (la Semana de la Crítica en 2011, Un Certain Regard en 2010, la Quincena de Realizadores hasta 2009, antes de que Olivier Père se marchara a Locarno…), las secciones alternativas tampoco ofrecieron una selección demasiado estimulante que compensara el conservadurismo de la oficial. Este año algunos programadores se limitaron a ofrecer películas fuera del circuito convencional (producciones low cost, títulos provenientes de cinematografías poco conocidas, películas sobre temas sociales o políticos…) como si esta circunstancia fuera suficiente para justificar su interés. La tibieza, la convencionalidad, la repetición de modelos ya conocidos e incluso gastados… se convirtió en la tónica del festival.

Entre las decepciones de este Cannes 2012 se encontraron las nuevas obras de directores todavía no consagrados por los que el festival había apostado en ediciones anteriores. En De rouille et d’os Jacques Audiard, responsable de Un profeta (2009), deja que el sentimentalismo le gane terreno al género musculado pero también a la sobriedad realista en una historia de amor entre una chica minusválida y un hombre que se gana la vida en las batallas clandestinas, un tipo de relación que ya había explorado con muchos mejores resultados en Lee mis labios. Entre los elementos que contribuyen a hacer irritante este film destaca la banda sonora del ubicuo Alexander Desplat, cuyo nombre aparecía en los créditos de cinco, ¡cinco!, títulos del festival.

El director de Gomorra (2008), Matteo Garrone, intenta con Reality entroncar con toda una tradición del cine italiano en que el espectáculo de masas aparece como elemento alienante, de Bellissima (1951) de Luchino Visconti a El jeque blanco (1952) o Ginger y Fred (1986) de Federico Fellini. La película le funciona mientras se dedica a capturar toda la riqueza de matices de la napolitanidad de su protagonista, moviéndose entre el gusto por lo coral y lo popular de un Fellini y la precisión realista de su anterior film. Pero naufraga en cuanto pretende funcionar como  una crítica al éxito fácil promovido por una televisión que Garrone concibe como el nuevo opio del pueblo. Algo huele a caduco en el film, quizá la sensación de que esta crítica a la Italia obnubilada por la televisión de Berlusconi llega con retraso.

Thomas Vintenberg confirmó una vez más que, excepto Lars von Trier, la mayoría de cineastas del Dogma 95 se limitaban a vestir como cine off industrial melodramas o comedias de lo más convencionales. Con su puesta en escena digna de un telefilm (no, escaparse de las inercias de una producción cinematográfica típica no era esto), The Hunt funciona como ejemplo perfecto de film tramposo hasta decir basta a la hora de ponerse al público en el bolsillo ante una espinosa cuestión moral. Vintenberg se lo hace venir bien para que el espectador se sienta siempre al lado de la víctima en esta película en que, como en la clásica La calumnia (1961) de William Wyler, el rumor escampado por una niña convierte a un hombre en culpable ante la comunidad del peor pecado posible en estos momentos: la pedofilia.

A Sergei Loznitsa le pesan demasiado las ganas de convertirse en el Nuevo Gran Director de los Cines del Este, con el permiso (o no) de Aleksander Sokurov y Béla Tarr. Ninguneado por el certamen mientras se dedicó al documental, su paso a la ficción le supuso ser incluido inmediatamente en la sección oficial. (En Cannes, todavía no se contempla el documental como una modalidad perfectamente válida de cine de autor).  En In the Fog, Loznitsa contempla la Segunda Guerra Mundial desde la microhistoria. Mientras la  contienda bélica queda casi en todo momento en fuera de campo, el director se centra en las tribulaciones de un hombre también aquí acusado injustamente de colaboracionista para reivindicar la resistencia moral por encima de la política. Concebida a partir de largos planos-secuencia que resiguen el deambular, también ético, de los protagonistas por los bosques de la Bielorusia profunda, a este drama moral reconcentrado le sobra caligrafismo.

Y muy difícil de justificar resulta la presencia de la coreana L’Ivresse de l’Argent de Im Sang-soo, una supuesta crítica a la capacidad de corrupción del dinero que parece el episodio piloto de una de esas series norteamericanas de los ochenta protagonizadas por familias millonarias con un diseño de producción mucho más sofisticado.

Aunque les pese a tantos, el único cineasta todavía pendiente de alcanzar el consenso crítico que saltó a la arena con una obra potente fue Carlos Reygadas.  Jamás me ha molestado que el mexicano resulte pretencioso: lo prefiero a que sea francamente aburrido, soso o cobarde. En Post Tenebras Lux consigue alejarse de las inercias de la ficción tradicional adoptando ciertas características más propias de la no ficción. Reygadas convierte su película en una especie de ejercicio de catarsis personal, una caja de resonancia donde se reproducen de manera fragmentaria  sus demonios, sus pesadillas y sus anhelos. Por momentos, el film ofrece secuencias muy poderosas, como la que abre la película. Pero también es verdad que el mexicano acaba siempre siendo el peor enemigo de sí mismo. Aquí no le hace ningún bien que se le noten tanto a la película sus aspiraciones de convertirse en el Uncle Boonmee de este año, con esas vidas pasadas o futuras, la omnipresencia de la naturaleza salvaje y la aparición inesperada de ¡un demonio rojo!

Ninguna ópera prima entre las aspirantes a la Palma de Oro. El festival prefirió apostar por caballos ganadores (de los cuatro directores presentes que ya contaban con Palma, dos repitieron en el palmarés), viejos conocidos o aspirantes a una segunda oportunidad. El único posible descubrimiento de este año, Après la bataille de Yousri Nasrallah, pareció haberse colado en la sección oficial gracias a su temática, la revolución en Egipto, que además es abordada desde  una perspectiva excesivamente didáctica y dramatizada, como si quisiera llegar a un amplio espectro de público tanto nacional como foráneo, lo que se convierte en el principal problema del filme.

Tampoco fue este un buen año para el cine norteamericano en Cannes. El festival francés siempre se ha mostrado hospitalario con el cine proveniente de Estados Unidos, coherente con esa tradición cahierista que detectaba más autoría entre las películas de Hollywood que entre cierto cine francés academicista. Aquí se han celebrado las apuestas más arriesgadas de Gus Van Sant, la eclosión de James Gray como cineasta, el ego con excusa denunciadora de Michael Moore o el retorno de Terrence Malick. Además de extender la alfombra roja ante cualquier blockbuster que traiga a la Costa Azul un puñado de estrellas carne de paparazzi. Este 2012, la selección de películas norteamericanas en Cannes llevaba el sello de los dos principales mercaderes de, en este caso, la franquicia Cine Independiente Norteamericano: el Festival de Sundance y The Weinstein Company.

Los hermanos Weinstein llegaron con los derechos de distribución de dos títulos bajo el brazo. Lawless de John Hillcoat y Killing Them Softly de Andrew Dominik tienen, además, otros puntos en común. Ambas explotan géneros esencialmente norteamericanos (el western, el noir y el cine de gánsters) desde el punto de vista de cineastas provenientes de Australia. Tercera colaboración de Hillcoat con Nick Cave de guionista, Lawless tiene en su arranque algo de episodio piloto para una serie de la HBO. Podría ser un nuevo Deadwood o una versión rural de Boardwalk Empire. Porque la película se sitúa justo en el momento histórico  en que el western da paso al cine de gánsters. Ese transvase de géneros junto a la mirada irónica al papel que juegan las leyendas en la mitología norteamericana, así como la construcción de los personajes masculinos son los aspectos más interesantes de una película que posiblemente brille más en el contexto de la cartelera de estrenos que en el de un festival. Killing Them Softly debe ser la primera película neonoir sobre la crisis actual. Este thriller estilizado sobre una serie de asesinos a sueldo que se ajustan las cuentas los unos a los otros mantiene omnipresente, en segundo plano, a la América devastada por las políticas de Bush y la crisis económica. En su práctica del género el filme recuerda peligrosamente a otros cineastas aunque se redime a través del discurso final del personaje de Brad Pitt sobre los mitos norteamericanos, uno de los más nihilistas y contundentes jamás salidos de la boca de una mega estrella de Hollywood. Los Weinstein también adquirieron los derechos de distribución de otra película australiana, The Sapphires de Wayne Blair, una suerte de Dreamgirls aborigen que, por lo que comentan quienes la vieron, podría convertirse en el verdadero sleeper del festival. Miedo…

Hay que reconocerle a Beasts of the Southern Wild del joven Benh Zeitlin, la gran ganadora del último Sundance que ha despertado un incomprensible entusiasmo en cierto sector de la crítica estadounidense hasta el punto de ocupar la portada del número de mayo-junio en Film Comment, el apartarse de la querencia del cine independiente por el realismo y la prosa. El único filme de Cannes 2012 que seguía explorando, como tantas películas el año pasado, los paisajes del fin del mundo, prefiere situarse en el terreno del sueño, la metáfora y la poesía. Sin embargo esta especie de versión bayou de La carretera en que un padre viudo y su hija recorren un país anegado ostenta los peores tics del realismo mágico, del simbolismo y la reflexión metafísica pedestre a la Malick (ay, las imágenes de los animales prehistóricos), y de los dramas paterno-filiales.  La película se vio en Un certain Regard, donde compartió cartel con otro film indie, Gimme the Lot de Adam Leon, en este caso proveniente del festival SXSW, la alternativa a Sundance. Como si el Spike Lee de los ochenta hubiera rodado un mumblecore, Leon sigue a una joven pareja de grafiteros que deambulan por Nueva York planeando estampar su firma en la mascota de los Knicks. Quizá la ópera prima de Leon no aporte nada nuevo al mapa cinematográfico pero representa toda una bocanada de aire fresco.

No se les puede reprochar a los cineastas más veteranos o reconocidos el conservadurismo de Cannes 2012. A algunos de ellos se debieron precisamente las propuestas más estimulantes. En su incursión en la cinematografía japonesa, Abbas Kiarostami demostró su capacidad para  incorporar referencias ajenas sin dejar de ser fiel a sí mismo en una de las mejores películas del festival. Like Someone in Love absorbe cierta concepción del tempo cinematográfico del cine de Hou Hsiao-hsien, actualiza el choque generacional de las películas de Ozu y tiene lugar en buena parte dentro de algún automóvil para, como en Copia certificada (2010), convertir el cine en ese juego de espejos donde se confunde identidad, reflejo y apariencia.  Alain Resnais abandona la aparente ligereza de sus films más recientes para rendir homenaje al teatro y, con él, a los actores del texto, pero también al simulacro como base del espectáculo escénico en Vous n’avez encore rien vu. También gravita sobre el texto la adaptación de Cosmopolis de Don Delillo que lleva a cabo David Cronenberg en una película mucho más bizarra de lo que su apariencia y su tono contenido podría hacer suponer. En ella el joven bróker  interpretado por Robert Pattinson viaja encapsulado dentro de una limusina por un mundo sumido en el caos. Apichatpong Weerasethakul, por su parte, se ha dedicado a Mekong Hotel con la libertad máxima pero con el mínimo esfuerzo. Sin moverse de las habitaciones de un hotel al lado del río que marca la frontera entre Tailandia y Laos, el cineasta regresa a algunos de sus temas característicos: la convivencia entre lo cotidiano y lo sobrenatural, las heridas de la Historia, la superposición de vidas… en lo que podría ser un proyecto de instalación, un entremés lúdico o un simple esbozo para un filme ulterior.

Resulta curioso que nadie colocara a Hong Sang-soo en las quinielas para la Palma de Oro a pesar de que su estupenda In Another Country recibió críticas elogiosas de forma cuasi unánime. En este sentido, el cineasta surcoreano pertenece, salvando las distancias, a la misma estirpe que Aki Kaurismäki por lo que al trato que les da Cannes se refiere. En ambos casos, el festival ha contribuido a consolidar su estatus como directores de referencia del cine contemporáneo y sigue programándolos  de forma casi automática. Pero la sensación es que jamás recibirán una Palma de Oro por no encajar del todo en la “Institución Cine de Autor”. Sus películas aborrecen las mayúsculas de los grandes temas, la grandilocuencia autoral y el dramatismo exacerbado, características que en cambio siempre parecen apreciar los miembros de un jurado. Además se han aposentado en un estilo personal y totalmente identificable del que se limitan a ofrecer variaciones. Su actitud no es acomodaticia sino más bien un acto de resistencia autoral frente a la incursión de ciertos valores más propios del marketing en la crítica cinematográfica: ambos se niegan a resultar “novedosos” o “sorprendentes”. Y encima en sus películas los personajes ostentan una tendencia nada glamurosa a darse a la bebida… Brindemos por ellos.

Aunque la ausencia sonada del palmarés de Cannes 2012 ha sido la de Holy Motors de Leos Carax.  Si por algo pasará a la historia la sexagésimo quinta edición del certamen francés será por acoger el retorno al cine de Leos Carax tras quince años, desde Pola X, sin estrenar un largometraje. Y que este retorno del hijo pródigo del cine francés fuera celebrado con un júbilo inaudito en la correspondiente sesión de prensa. Holy Motors es el fruto de alguien consciente de que lleva más de una década perdido, vital y cinematográficamente hablando.  Toda la película está marcada por ese sentimiento de melancolía que caracteriza la obra de Carax. Pero aquí, al contrario de lo que sucede en sus filmes de juventud, no se contrarresta con el arrebato de pasión amorosa. Sin embargo, Carax no se dedica a lamerse las heridas. En las diversas vidas que encadena M. Oscar, el álter ego del director que encarna una vez más Denis Lavant, hay espacio para la nostalgia romántica, pero también para el erotismo animal; para la ironía, el cinismo y la parodia; para la celebración eufórica y la cotidianidad familiar. Si Resnais rinde tributo al actor del texto, Carax homenajea al actor del gesto. Camaleón chaplinesco y acrobático, Lavant interpreta a un personaje que trabaja protagonizando, literalmente, otras vidas, como si Carax hubiera reunido en uno solo todos sus films soñados, esbozados, abortados y rechazados en los últimos años.

(Auto)marginado de la institución cinematográfica, Leos Carax ha decidido, un poco a la manera de David Lynch, abandonar el camino del cine narrativo convencional para pasar al otro lado del espejo y deslizarse por los caminos que  dejaron abiertos los cineastas primitivos, los surrealistas y los practicantes de las vanguardias. Holy Motors se convierte así en un viaje onírico a esa otra dimensión del cine donde todavía todo es posible.