Los karaokes en el cine

Nuestros karaokes

 

 

Dicen que todo esto empezó allá por 1971, cuando un tal Daisuke Inoue inventó la máquina del karaoke. Los parroquianos de esos bares pioneros de Kobe poco podían imaginarse que, entre sake y sake, entonarían las primeras canciones de lo que iba a convertirse en una pasión global, que traspasaría Asia para luego alcanzar Occidente (y más allá). Era cuestión de tiempo que el cine fuera testigo de ese fenómeno contagioso e intergeneracional, pero más sorprendente resulta que su impacto fílmico, aunque espaciado, sutil y variopinto, haya acabado convirtiendo las secuencias en karaokes tanto en una suerte de motivo (audio)visual recurrente como en marco para momentos privilegiados de inflexión argumental.
 

El origen: Roy Orbison

Sin voluntad de entrar en indagaciones arqueológicas (ni tener acceso al grueso de producciones asiáticas de las últimas cuatro décadas), el vídeo-ensayo que acompaña estas líneas sugiere con afán lúdico una genealogía aproximada de aquellas escenas-karaoke que trascienden lo anecdótico/ilustrativo y alcanzan una verdadera autonomía en sus respectivos relatos. Aunque esta tendencia se acentúa en los años 2000 reforzada por el éxito de Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003), que sitúa una secuencia etílico-musical entre Bill Murray y Scarlett Johansson en el imaginario popular, nosotros estimamos que cabría remontarse al universo lynchiano de 1986 para dar con la probable génesis de este motivo (audio)visual.

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Nos referimos, claro, a aquella escena de Terciopelo azul (Blue Velvet) en la que Ben (Dean Stockwell) interpreta la evocadora In Dreams de Roy Orbison. La acción en sí no transcurre en un karaoke y nadie canta con su voz (¡se trata de un playback!), pero se perciben ya varios de los elementos que vendrán a definir este tipo de secuencias. Desde una iluminación que resalta la individualidad del cantante hasta una actuación que revela su liberación personal, pasando por una aparatosidad que convoca al cine musical y un diálogo emotivo en forma de plano/contraplano entre intérprete y espectador (el Frank al que da vida Dennis Hopper). Si a ello le sumamos la relevancia argumental de la escena —intuimos dónde retienen al hijo de Dorothy (Isabella Rossellini) y descubrimos el entorno en el que se mueve el secuestrador— y una ambientación que persigue la extrañeza, estaremos en un terreno muy cercano al del local de karaoke filmado por Nicolas Winding Refn en Solo Dios perdona (Only God Forgives, 2013), donde los neones rojos serán testigos tanto de los arrebatos brutales de violencia de Chang (Vithaya Pansringarm) como de su entonación de canciones amorosas tailandesas.
 

Un espacio espiritual

Dice Jordi Balló (1) que en las escenas con motivos visuales “parece que el tiempo se dilata, que se produce una suspensión que incita a la contemplación pura, ensimismada”. Así ocurre, al menos, siempre que Chang se sube al escenario, pues su voz quebradiza acentúa más si cabe el efecto poderoso, irreal e inasible de su personaje y de su espacio. No resulta sorprendente, entonces, que Solo Dios perdona termine con una de sus actuaciones en el karaoke y que la escena desprenda un misterio evocador. Al fin y al cabo, Winding Refn exige al espectador “una contribución, un cubrimiento de las lagunas que estas escenas suelen contener” (Balló). Idéntica implicación de la audiencia requerirá el final abierto de El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, 2010), donde Apichatpong Weerasethakul también otorga un inquietante protagonismo a un karaoke. Un local, en este caso, aparentemente cotidiano que cobrará un carácter fantasmagórico por la aparición de dos personajes desdoblados (¿fruto de una proyección astral?) que se encuentran a su vez en una habitación de hotel. ¿Será ese lugar luminoso una realidad paralela? ¿Un sueño? ¿Otra vida?

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“Me di cuenta de que, en Tailandia, el karaoke es una religión y que se lo toman muy y muy en serio. (…) Cuando termina el día en Bangkok y llega la noche, nace otra parte entera de Tailandia que es mucho más sobrenatural (…) donde abundan los locales extraños de karaoke». Las palabras pertenecen a Winding Refn, pero la fuerza espiritual del karaoke no es ajena tampoco a Andrés Duque, que concluye Paralelo 10 (2005) con una secuencia musical en la que el narrador ausente del filme (su voz en off) interpreta My Way hasta desvanecerse, como si de un espectro se tratara. El tratamiento fantástico de la escena evidencia hasta qué punto el documental de Duque oscila hacia lo enigmático guiado por su protagonista: una mujer (Rosemarie) que lleva a cabo diariamente un ritual ininteligible en una calle de Barcelona. Dicho personaje es capaz de hallar mensajes ocultos en el asfalto de la ciudad, entre los que descubre el nombre de Frank Sinatra. ¿Qué mejor entonces que convocar al crooner estadounidense con una de sus canciones más populares? ¿Qué mejor que acercarse al universo misterioso de Rosemarie mediante esa pista? El karaoke tiene también ese poder empático, esa capacidad de ponernos en el cuerpo (y en la voz) de otro por unos instantes.

En Putty Hill (2010), Mathew Porterfield va un paso más allá y convierte el karaoke en un lugar idóneo para un funeral. La ceremonia, que reúne a varios de los vecinos del suburbio de Baltimore que da nombre a su película, sirve para homenajear a Cory, un joven prácticamente anónimo que ha fallecido repentinamente. La catarsis de la escena constata hasta qué punto un local de karaoke puede ser un templo, un espacio sagrado en el que nuestras oraciones se vuelven canciones entonadas colectivamente. Los rezos tienen una presencia más explícita en The Journals of Musan (Musanilgi, 2011), que narra la desesperada situación de Jeon Seung-chul, un refugiado de Corea del Norte en las calles de Seúl. El personaje al que da vida Park Jung-bum (también director del filme) se ve marginado por su nacionalidad y solo encuentra alivio a sus penurias en el seno de una organización cristiana. Aunque su salvación en un mundo despiadado parece harto improbable, Jeon logrará liberar sus tensiones micro en mano en un local de karaoke, donde trabaja por un sueldo miserable. ¿Su elección musical? Como desconoce las canciones pop surcoreanas y eso delataría su procedencia, opta por uno de los himnos religiosos aprendidos en la comunidad cristiana, que cantará junto a las empleadas del local que se encargan de entretener a los clientes. El karaoke, de nuevo, como alternativa (o complemento) a la iglesia, como lugar espiritual.
 

Canciones de amor y borrachera

La gravedad de las escenas aquí citadas no debe hacernos olvidar que uno suele acercarse a los karaokes para pasar vergüenza, emborracharse o exhibirse (o las tres cosas a la vez). Si a esas intenciones, ya de por sí jugosas, le sumamos el elemento amoroso (o el flirteo), los estímulos para dejarse caer por un local de estas características son todavía mayores. Lo sabe bien Hou Hsiao-hsien, que reconoce en el documental que Olivier Assayas dedicó a su figura (HHH – Un portrait de Hou Hsiao-Hsien, 1999) que la mejor manera de cantar es estando enamorado. En su caso, le vemos acompañado en el karaoke no solo de alcohol sino también de los actores a los que dirigió en Goodbye South, Goodbye (Nan guo zai jian, nan guo, 1996). Su inusitada pasión (y convicción) interpretativa nos lleva a pensar que el amor corre tanto por sus venas como lo hace por las del encomiable Armando Nunes en Aquele Querido Mês de Agosto (2008). Ninguno de los dos es un vocalista profesional, pero ambos suplen sus carencias técnicas con entusiasmo. Y es que,  tal y como nos enseña Miguel Gomes en su película, la música es, antes que nada, un sentimiento descarnado. ¿O es que acaso somos los únicos en pensar que el More Than This precario (y enamoradizo) de Bill Murray en Lost in Translation es tan (o más) emocionante que la interpretación impecable de Bryan Ferry con sus Roxy Music?

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Si, como apuntaban con intuición Alexander Horwath y Kent Jones en parte de sus correspondencias de Mutaciones del cine contemporáneo (2), el uso de canciones pop como elementos rectores de secuencias completas estalló desde mediados de los ochenta favoreciendo la reapropiación de ciertos temas musicales por parte de cineastas que los han hecho indisociables de sus imágenes, la recurrencia de las escenas de karaoke lleva esa transfusión más allá, hacia el interior narrativo de las películas. Cuando Bill Murray sustituye a Bryan Ferry de forma permanente en el imaginario, ya no es la película sino directamente los personajes quienes se están adueñando de los temas con su interpretación diegética de las canciones en cuestión, poniéndolas en su propia boca como herramienta de la narración. Ya sea con intención irónica, literal o romántica, los cánticos de karaoke son la corporización de cierta sensibilidad y paisaje interior de los personajes que trasciende lo que podría aportar una escucha extradiegética y se instala en la interpretación personal, solo a un paso de distancia de los rudimentos del género musical. La diferencia es que en estos casos no son estrellas con timbres de voz perfecta y piernas bailarinas sobrehumanas quienes cantan sobre sus corazones, sino personajes humanos cuya aproximación puede ser tan amateur como la nuestra.

No obstante, el canto etílico e imperfecto, lejos de chocar con las aspiraciones seductoras de los intérpretes, como podría ocurrir con Uhm Ji-won desgañitándose mientras intenta reconquistar a su novio en Tale of Cinema (Geuk jang jeon. Hong Sang-soo, 2005) o Joseph Gordon-Levitt armándose de valor al aumentar el nivel de alcohol en sangre antes de subirse al escenario en (500) días juntos ((500) Days of Summer, Marc Webb, 2009), suele obrar su magia y humanizar a los personajes al mostrarlos entregados al máximo desde su vulnerabilidad. Al ver cómo interpretan una canción determinada podemos aprender mucho sobre ellos, sus debilidades y su evolución. Incluso el manifiesto ridículo de Cameron Díaz cantando en La boda de mi mejor amigo (My Best Friend’s Wedding, P.J. Hogan, 1997) es aplaudido como un acto de valentía por el público. Un gesto que es también de autoafirmación para su personaje ante Julianne (Julia Roberts), quien pretende robarle a su futuro marido. El amor, en el karaoke, puede con todo, hasta con la vergüenza y la timidez.

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Buen ejemplo de ello lo tenemos también en Oasis (Hangul, Lee Chang-dong, 2002), que narra una relación (im)posible entre un joven mentalmente discapacitado y una joven con parálisis cerebral. En una de las escasas escapadas de ambos, Hong Jong-du y Gong-ju se acercarán a un karaoke, donde, sin que nadie les observe (ni les juzgue), intentarán entonar una canción. La escena musical será especialmente incómoda, ya que solo escucharemos la voz de él ante la incapacidad física de ella. Algo, sin embargo, ocurrirá, pues varias escenas después se intercambiarán los roles y será Gong-ju la que cante y baile, libre de su silla de ruedas y de su enfermedad. Se tratará, claro, de una ilusión, de un deseo fantasioso, pero el paso por el karaoke habrá obrado, por momentos, el milagro transformador.

Al fin y al cabo, si algo hemos aprendido en este libre recorrido por nuestras escenaskaraoke, es que cuando alguien coge el micro ya nada vuelve a ser igual y las posibilidades transformadoras son infinitas. Uno puede emborracharse y enamorar a la chica que no cree en el amor; uno puede imaginarse que forma parte del género musical clásico y que sus números de baile deslumbran al personal (Una historia diferente A Life Less Ordinary, Danny Boyle, 1997); uno puede perder, por completo, la cabeza y transmitir terror (e hipnotizar) a sus colegas (Un loco a domicilio The Cable Guy, Ben Stiller, 1996); uno puede ser fiel, en definitiva, a las palabras de Roy Orbison y dejarse ir, pues el karaoke es una pasión (y un motivo (audio)visual) ilimitado. Ya lo saben: la noche es joven y apetece cantar (y filmar) como si no hubiera un mañana.

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(1) Las dos citas que empleamos pertenecen a la introducción de BALLÓ, Jordi, Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000.

(2) El intercambio se produce en el capítulo titulado “Mutaciones del cine contemporáneo. Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta” en ROSENBAUM, Jonathan y MARTIN, Adrian (coordinadores), Mutaciones del cine contemporáneo, Madrid, Editorial errata naturae, 2010.

 

© Carles Matamoros y Daniel de Partearroyo, marzo-abril 2015