Momentos musicales (II)

Celebrity (Woody Allen, 1998)

Por Pablo García Conde

Imaginen una película que empieza por el final. Y que dicho final sea, a su vez, igual que el comienzo. Y que, además, sean secuencias de una película de la que no tenemos mucha información dentro de la película que estamos viendo.

En Celebrity, Woody Allen no tiene el propósito, como en Manhattan (1979), de provocar una sonrisa conciliadora al llegar los créditos finales. Todo lo contrario, el director neoyorkino narra aquí, gracias a su estructura en círculo, la fatídica decadencia de un escritor frustrado que aspira a lo más alto y sin embargo termina con las manos vacías. Si primero aquella (meta)ficción sirve para introducir a los personajes en su contexto, la conclusión precipita al protagonista hacia el abismo. Allen lo consigue de manera ingeniosa al mezclar las dos capas de realidad (ese cine dentro del cine) para llegar a lo más profundo del personaje, a aquello que se muere por gritar pero no se atreve.

Y es que, en una tercera capa, estamos nosotros, también sentados en nuestras butacas contemplando la pantalla y asimilando, en cierto modo, las imágenes y la música con nuestras propias vivencias. Porque, ¿quién no se ha sentido identificado con un personaje, una secuencia o una canción…? En Celebrity, ante semejante fatalidad donde suena la quinta de Beethoven, ya no solo vemos esa segunda película, trate de lo que trate, sino que lo vemos a él, al protagonista, pedir auxilio de la forma más introspectiva posible.

 


Y todo el pueblo cantó (Maradona por Kusturika, 2008, Emir Kusturica)

Por Roberto Amaba

Me interesa este fragmento por tres razones.

 

Primera, por la capacidad única que tiene la música para redimir a los seres despreciables. Maradona, qué duda cabe, lo es. La redención no es tanto terapéutica como sagrada. La sacralización la aporta el propio cine, capaz de convertir en icono unas escaleras de cemento –Potemkin, Rocky- sin el menor atisbo de belleza. Escuchamos la voz obesa y cirrótica del exfutbolista y poco importa que un gargajo decidiera mudarse hace lustros a las paredes del esófago. Maradona olvida la letra, pero es capaz de cambiar a la primera persona del singular una composición escrita en tercera. Maradona balbucea y recordamos cómo la Coral de La Pasión según San Mateo neutralizaba el aliento a vino, las babas, el polvo y la miseria de la borgata Gordiani.

Segunda, por la esperanza o el espíritu arqueológico que debe tener cualquier espectador. Uno nunca sabe cuándo va a dejar de picar roca y tamizar tierra para encontrar el eslabón perdido. Puede sonar a viejo mantra del romanticismo, pero es todo lo contrario: la belleza no yace bajo la basura, es la propia basura la que, en su putrefacción, nos devuelve el último y fatuo hálito de lo bello. Este número musical, sagrado y patético, refulge en medio de un documental que legitima el símil del vertedero.

Tercera, por la figura del director: Emir Kusturica. No hace falta ser muy mayor para recordar cómo Kusturica se codeaba en listas y publicaciones cinéfilas con Kiarostami y Erice, Oliveira y Carax, Denis y Hou Hsiao Hsien, Pialat y Kitano… Hoy –y quien dice hoy dice los últimos diez años-, cualquiera al que se le ocurra nombrarlo no debe esperar otra cosa que la devolución de sus palabras con un sello de domicilio desconocido.

Es asombroso cómo Kusturica logra organizar estos seis minutos de cine descomunal. En ellos y gracias a su gitanismo, parece sintetizar la sordidez del Wong Kar-Wai de Happy together y la espontaneidad del Cassavetes de Husbands. Cámaras repartidas con desconocida dosis de alea, brillante adecuación y elección del material de archivo, atención en los encuadres y en las capas de sonido, dilatación temporal, sabio y rítmico montaje. Pura gambeta.

Kusturica organiza el que tal vez sea el mejor número musical del siglo XXI mientras asiste, atónito, a la ceremonia. Quién sabe si esos contraplanos en los que vemos fugazmente al director, son la firma de su propio acta de defunción.

 


El metrónomo y la música silenciosa (El gran desfile, The Big Parade, 1925, King Vidor)

Por Quim Casas

Robert Bresson escribió que el cine sonoro inventó el silencio. King Vidor inventó la métrica musical en tiempos del cine silente. No lo hizo en el género musical propiamente dicho, al que por otro lado otorgó señas de identidad pre-neorrealistas con su retrato de las comunidades negras del delta del Mississippi y la expresión emocional a través del blues y el góspel en ¡Aleluya! (1929).

Antes de que la música, los sonidos y los diálogos se incorporaran a la banda de celuloide en el tránsito doloroso de uno a otro sistema (el fin del idealismo gestual, el inicio de la barbarie oral), Vidor experimentó con las posibilidades de la música silenciosa al firmar al ritmo de un metrónomo los movimientos de actores y figurantes en una secuencia clave de El gran desfile (1925), aquella en la que decenas de soldados estadounidenses caminan por un bosque francés donde saben que les esperan los enemigos alemanes. Los movimientos de los actores están medidos al compás que marca el metrónomo, lo que otorga una singular cadencia musical a la secuencia, del mismo modo que esa rítmica precisa delinea tanto el deslizamiento de cámara (un travelling en retroceso o lateral) como las caídas y requiebros de las figuras humanas cuando entran en combate.

En las primeras proyecciones de la película, Vidor mandó que la orquesta en directo dejara de tocar para que el espectador sintiera esa precisa musicalidad otorgada por los cuerpos en movimiento, el ritmo del silencio. Vidor repetiría la experiencia, ahora en el cine sonoro, en El pan nuestro de cada día (1934). La misma métrica sería incorporada por George Sidney en varias secuencias de películas de aventuras coreografiadas como un musical: los duelos a espada de Los tres mosqueteros (1948) y Scaramouche (1952); el metrónomo como parte esencial de la puesta en escena.

 


Sans toi, Corinne Marchand (Cléo de 5 à 7, Agnès Varda, 1962)

Por Adrian Martin

Sans toi / Sin ti”, canta Cléo (Corinne Marchand), pero la emoción que la canción desencadena en su interior es puramente reflexiva: es su propia e inminente ausencia del mundo lo que está lamentando. En un único plano móvil de apenas dos minutos y medio, Agnès Varda nos transporta dentro y fuera de un momento musical. Es un momento de puesta en escena en su máximo grado de plasticidad, que transforma todos los elementos internos para, finalmente, devolverlos a su estado inicial.

 

Antes de la llegada de este momento sublime y extendido, todo en la escena era desorden, desbarajuste, caos, ruido. Pero cuando Michel Legrand comienza a tocar su lenta melodía al piano y hace un gesto a Cléo para que pruebe a cantar la letra, todas las piezas de la escena comienzan a ser modificadas. La cámara hace un travelling alrededor del piano y aísla la cabeza de Cléo, posicionándola ante un fondo totalmente negro. La voz gana eco; el piano gana una orquesta. La iluminación en su rostro cambia. Ya no se trata del ensayo informal de una canción cuya letra no se conoce. Ahora Cléo mira a cámara y llora mientras canta —como si esa canción fuese su testamento más íntimo—. Ya no estamos frente a un personaje cotidiano, de pie en una habitación, sometido al tiempo real; ella se ha convertido en una figura sagrada del espacio musical y cinematográfico.

Finalmente, el momento se rompe: la orquesta se detiene y solo queda la voz de Cléo para enunciar la ultima iteración de la frase fatal: “Sans toi”. Varda ejecuta un zoom out brutal con el que restaura el naturalismo inicial del escenario. Pero el ensayo ya ha terminado. Ahora, mientras las agujas del reloj corren, Cléo debe apresurarse hacia su próximo encuentro transformativo con el destino… *

 

[English version]

 

Cléo from 5 to 7 (Cléo de 5 à 7, Agnès Varda, 1962)

“Sans toi – without you”, sings Cléo (Corinne Marchand), but the emotion the song prompts within her is purely reflective: it is her own imminent absence from the world that she is lamenting. In a single, mobile shot of just over two and a half minutes, Agnès Varda takes us into and out of a musical moment. It is a moment of mise en scène at its most plastic, transforming all its internal elements and wrenching them back to their initial state at the end.

 

Up until the engineering of this sublime, extended moment, everything in the scene is clutter, messing around, chaos, noise. But when Michel Legrand begins playing his slow tune on the piano, and gestures to Cléo to try the lyrics, all the pieces of the scene begin to change. A tracking camera comes around the piano and isolates Cléo’s head positioned in front of a totally black backdrop. The voice gains echo; the piano gains an orchestra. The lighting on her face alters. It is no longer the casual run-through of a song never before glimpsed; Cléo now faces the camera and cries as she sings, as if it is her innermost testament. She has become a hallowed figure in musical and cinematic space; no longer an everyday character standing in a room, bounded by real time.

Finally, the moment breaks: the orchestra stops, and there is only Cléo’s voice to enounce the ultimate iteration of the fatal phrase “sans toi”. Varda executes a brutal zoom-out to restore the initial naturalism of the setting. But the rehearsal is now over. Cléo must flee to her next transformative encounter with fate, as the clock ticks …

 


La cámara hiperbólica del tiempo: o el trayecto imposible de El terror de las chicas a Her

Por Violeta Kovacsics

En un episodio de Bola de dragón Z, Son Goku y su hijo entran en la cámara hiperbólica del tiempo, una casa aparentemente sencilla y frugal que se abre misteriosamente hacia una suerte de espacio vasto y vacío. El pequeño de los Goku no da crédito: ¿cómo puede una habitación contener un espacio diáfano, blanco e infinito? Algo similar le debe pasar por la cabeza a Herbert H. Heebert, el apocado protagonista de El terror de las chicas (The Ladies’ Man, 1961) de Jerry Lewis, cuando entra en una habitación de la residencia femenina en la que trabaja y ve cómo el cuarto se convierte en un lugar abstracto, rodeado de cielo, con el suelo blanco y con una orquesta que aparece de la nada. La habitación tiene la profundidad del bolso de Mary Poppins y la capacidad de cambiar el atuendo del protagonista a partir de un simple cambio de plano.

 

El baile entre el protagonista y la misteriosa chica de la habitación se salda con una declaración: “lo que puede hacer la imaginación”, dice Herbert, justo antes de descubrir que tiene en su bolsillo el pasamontañas de la chica. La fantasía se torna así en algo real, y la escena entra, de manera grácil y al ritmo de un baile, en el terreno tan conocido por Lewis de lo fantástico. La secuencia pone en escena los fantasmas del protagonista. Traumatizado por un desengaño amoroso, a su salida de la universidad, Herbert no busca nada más que alejarse de cualquier compañía femenina, pero acaba atrapado en una residencia para mujeres. Así, la entrada de Herbert en la misteriosa habitación pone en evidencia sus miedos.

La escena que propone Lewis es una vuelta de tuerca a la secuencia del baile final de Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minelli, 1951), en la que el sueño del protagonista es un baile de media hora, en espacios cambiantes y de colores brillantes. Se trata de la explicitación del deseo del héroe, que acaba de perder a la chica a la que ama. Ambas escenas sirven casi de ejercicio psicoanalítico: a partir del baile, revelan algo que está en el subconsciente de los personajes. La diferencia, en el caso de El terror de las chicas, es que ni siquiera precisa de la coartada del sueño, sino que únicamente necesita impregnarse de una materia fantástica

En ambos casos, se trata de un ejercicio similar al propuesto por Victor Fleming en El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), una película fantástica en la que la pequeña Dorothy viaja al fantasioso mundo de Oz. El lugar, de nuevo, nace del subconsciente: si la habitación blanca de Herbert supone la explicitación de los miedos del protagonista, si los decorados pintados del sueño del americano en París evidencian su deseo por la chica, el universo de Oz representa un proceso de maduración por parte de Dorothy. Lo mismo sucede en Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, Spike Jonze, 2009), otra película fantástica en la que un chico que se ha enfadado con su madre viaja a una isla poblada por extrañas criaturas. Así, si seguimos hurgando en el bolso de Mary Poppins, terminaremos extrañamente en Her. Resulta tremendamente interesante cómo, después de filmar una película que se aproxima al fantástico para poner en escena la mente de un chico, Spike Jonze opta por hacer un filme en el que obvia cualquier puesta en imágenes de lo virtual. En Her Spike Jonze, 2013), el Sistema Operativo del que se enamora el protagonista no tiene ni rostro ni cuerpo (como sí lo termina teniendo la voz de Oz), no está representado, no está puesto en imágenes (como sí lo está el aprendizaje del niño de Donde viven los monstruos). El director se sitúa en un lugar aparentemente opuesto para plantearse así una cuestión de base que es la misma en los diversos casos que nos ocupan: ¿cómo se representa aquello que no es tangible, ya sea el deseo, el sueño, el aprendizaje o lo virtual?

Así, hemos ido de El terror de las chicas a Her: en el fondo, sigue siendo increíble lo que puede hacer la imaginación.

 


Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, Béla Tarr, 2000)

Por Daniel Jiménez Pulido

Los sonidos nos envuelven y, sin embargo, pocas veces reparamos en aquellos con los que solemos convivir. Muchas veces desearíamos alejarnos de ellos, seguramente en busca de un silencio imposible porque incluso el silencio tiene su propia sonoridad. Otras veces cerramos los ojos para abandonarnos a ese sonido que, por alguna que otra razón, nos deja en paz con nosotros mismos. Mientras este texto va cobrando forma reparo en el sonido que se produce al presionar el teclado del ordenador. El texto generado y el sonido que lo acompaña no llega uno antes que el otro, sino que lo hacen al mismo tiempo siguiendo, a su vez, una especie de orden interno. De la misma manera que uno no puede caminar sin producir el ruido de pasos sobre el cemento o la grava de un camino (imagen-sonido), el sonido debe manifestarse en la génesis del texto porque, de alguna forma, éste último se alimenta de él (sonido-imagen).

 

Evocar a la monotonía del sonido de unos pasos no ha sido ninguna coincidencia. En un momento de Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) Béla Tarr sigue a dos cuerpos en tránsito justo hasta el momento en el que el sonido del caminar adquiere una nueva dimensión protagónica. La sonoridad acompasada de dos cuerpos sincronizados que ya no tienen nada que decir, junto con el repicar de tres pequeñas cacerolas que transporta uno de ellos, lanza la imagen hacia un estado de trance cercano a la hipnosis. La sonoridad de lo cotidiano adquiere entonces una extraña, hermosa y, a veces, macabra musicalidad tan importante como la música extradiegética compuesta por Mihály Víg. Nada extraño, por otra parte, si consideramos el sonido cotidiano de gotas martilleando un cazo (El Hombre de Londres (A londoni férf, Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2007), el viento aporreando las ventanas (El Caballo de Turín (A torinói ló, Béla Tarr, 2011) o los pasos sobre el duro pavimento como la parte indisoluble de esas imágenes al borde del vacío sobre las que se construye el cine Tarr. La banda sonora del tiempo muerto.

 

 


Tango apasionado, Astor Piazzolla (Happy Together, Wong Kar-wai, 1997)

Por Manu Argüelles

En una tierra de cero grados,

sin este u oeste,

que no tiene ni día ni noche,

en la que no hace ni frío ni calor,

aprendí qué es la sensación de exilio

Wong Kar Wai. Buenos Aires Zero Degree (Pung-Leung Kwan , 1999)

Pero Happy Together no se reduce a ese lacerante sentimiento del desarraigo. Es una película que me duele, que plasma como pocas el oxímoron infausto y cruel de sentirse solo viviendo en pareja. Una tristeza infinita, la de Lai Yiu-fai (Tony Leung), que sólo puede disolverse en el faro del fin del mundo.

Sin desdeñar el excelente trabajo visual de Christopher Doyle, Happy Together se viste con la música. Con los ropajes del rock nocturno y espeso de Frank Zappa, pero sobre todo con los mimbres húmedos y melancólicos de Astor Piazzolla. Un Tango apasionado, el de las cataratas del Iguazú, el que baila la pareja en una cocina. Dos personajes y una ciudad. Nada más, sólo eso tenía Wong Kar Wai al empezar a rodar. Y un tango, un momento congelado del amor que sangra.

 


Can’t Take My Eyes Off You (El cazador, The Deer Hunter, Michael Cimino, 1978)

Por Carles Matamoros

 

No hay muchos cineastas capaces de filmar los rituales con tanta serenidad y tacto como Michael Cimino, que en el primer tercio de El cazador (The Deer Hunter, 1978) nos hará testigos de una espera, de una calma tensa en una comunidad eslava de Pensilvania que sabe que Vietnam pronto le arrebatará a tres de sus chicos. Los ritos se sucederán en las últimas horas en Clairton de Michael (Robert de Niro), Nick (Christopher Walken) y Steve (John Savage), cuya amistad parece sostenerse en una serie de hábitos que van a dejar de serlo: las carreras en coche, la jornada laboral en la fundición, los partidos de fútbol americano en el bar, las cacerías… Cimino nos invitará a paladear cada uno de esos instantes como si no hubiera un mañana, como si la vida (y la inocencia) no fuesen a terminarse en un corte a negro que preludia los bombardeos de Saigón.

Es en ese contexto frágil, quebradizo, en el que se escuchará la voz de Frankie Valli entonando Can’t Take My Eyes Off You mientras los tres amigos (y el resto de la cuadrilla) apurarán unas cervezas y una postrera partida de billar. ¿Cómo no van cantar todos a grito pelado esa canción? La pandilla va a desmoronarse, pero aún hay mucho que celebrar: Steve va a casarse mañana y la guerra bien puede ser una aventura. La secuencia, fragmentada, nos descubrirá los gestos de cada uno de ellos, pero acabará fundiéndolos a todos en un plano eufórico y colectivo en la barra. ¿A todos? No, exactamente. Michael, el lobo solitario, quedará detrás del grupo en la mesa de billar, quizá advirtiéndonos de la fugacidad de esa unión. Al fin y al cabo, la tristeza se apoderará de la cuadrilla pocas escenas después, tras una cacería que tendrá mucho de rito de iniciación con la muerte. Los camaradas llegarán entonces borrachos al bar, pero ya no cantarán despreocupadamente Can’t Take My Eyes Off You sino que se verán sumidos en la melancolía de una pieza de Chopin al piano. Las ceremonias y la ilusión habrán terminado: será tiempo de batalla y desencanto.

 


El sueño de Sarah (Corrientes de amor, Love Streams, John Casavettes, 1984)

Por Guillermo Triguero

Para Cassavetes, el cine se basa en la catarsis: provocar situaciones en que los actores revelan la naturaleza auténtica de sus personajes y capturarlas con la cámara. Ceñirse a géneros como la comedia, el drama o el musical supone una limitación.

Corrientes de amor es una película cuyo estilo y narrativa son tan caóticos como la psicología de los protagonistas, Robert y Sarah, deviniendo un viaje incierto en que el espectador no sabe qué se va a encontrar en la siguiente escena. De ahí la aparición súbita en la escena final de un número de ballet onírico, tan bello como absurdamente incoherente. Cassavetes sabía que no encajaba con el resto del film y que rompía con su coherencia estética, pero ¿qué mejor forma de plasmar las fantasías de Sarah, cuyo amor ha acabado asfixiando a su marido e hija? ¿No es el musical el reflejo cinematográfico de su personalidad? No importa que la escena no armonice con el resto del metraje: es preferible sabotear el conjunto en favor de destellos puntuales de genialidad.

Una vez Sarah despierta, siente que se ha reconciliado con su marido e hija y decide volver con ellos. Pero nada de eso ha sido real: la secuencia no era más que un reflejo de su deseo. Cassavetes entonces deja el film aquí: ¿qué mejor forma de acabar su última obra personal que con Sarah dirigiéndose hacia un futuro incierto en base a una fantasía, siendo su autor un cineasta que construyó toda una carrera en base a otro sueño, el de hacer un cine realmente sincero y auténtico?

 


Voces distantes (Distant voices, still lives, Terence Davies, 1988)

Por Endika Rey

La casualidad quiso que me dispusiera a volver a Terence Davies justo en el momento en que, al otro lado de la península, una muy personal distant voice se convertía definitivamente en una still life. Esto hizo que tuviese que retrasar el momento del visionado/escritura y comenzase rápidamente un viaje a casa para estar con mi familia. No decidí regresar a la película hasta el camino de vuelta, unos cuantos días después, y fue entonces cuando me di cuenta de cómo ese mismo viaje en tren tenía mucho del típico travelling horizontal de Davies. Se puede decir que esta última vez pude vivir la película tan dentro de la pantalla de mi portátil como fuera en la ventana del vagón. Sintiéndome parado, pero estando siempre en continuo movimiento.  Un poco como sus canciones.

Una vez la veía me preguntaba si mi elección para este especial de Transit era la correcta: “Distant voices, still lives” tiene, desde luego, inmensos momentos musicales independientes pero, ¿acaso la sobreabundancia de los mismos no convierte la película en un musical? La influencia del gran musical y melodrama americano en el director es de sobras conocida pero, ¿bajo qué género se engloba su obra? ¿Basta con introducir un repertorio musical para que una película se convierta o se trata sólo de un disfraz? Y aun más: ¿Qué número podría destacar sobre el resto? ¿Acaso una sinfonía puede analizarse sólo a través de los ciclos que la conforman?

La respuesta a todas estas cuestiones me sobrevino en el propio viaje: el cine de Terence Davies, al igual que aquellos días en casa, tiene mucho de liturgia. La misa es laica, pero no por ello deja de ser menos sagrada. Pongamos por ejemplo una breve concatenación de secuencias que tienen lugar hacia el minuto 20 de película y que vienen a representar la parte por el todo: Contamos con un rito inicial de entrada (una madre en una ventana y un miedo que fomenta la unión de los feligreses, en este caso sus hijos) seguido de un acto penitencial (esa misma mujer maltratada por su marido bajo el doloroso sonido de “Taking a chance of love” de Ella Fitzgerald). Un “Señor, ten piedad” (la hija, testigo oculto, clamando misericordia al cielo) unido a una oración colecta a través del himno de “Gloria” (la madre, sus hijos ya adultos y el resto de parroquianos cantando “Barefoot days” de Maurie Fields). La liturgia de la palabra se sustituye por la de un repertorio de canciones populares mientras que la liturgia eucarística son en este caso los travellings, panorámicas y transiciones entre planos. El rito de la comunión viene a ser la convergencia de todos esos elementos: los fieles recibiendo el alimento espiritual en forma de cerveza y canciones. Para Davies la acción de gracias sólo tiene sentido si se ejerce dentro de un armazón social: en este caso, como en gran parte de sus otras obras, en una taberna.

Como todas las celebraciones, la liturgia de la secuencia finaliza con un rito de conclusión.  “Barefoot days” (Oh boy, what joy, I had in barefoot days…) acompaña el plano hasta una secuencia previa en el tiempo encargada de desmitificar la nostalgia y asentar las bases de la parábola. Los niños, protagonistas en tiempos de guerra, llegan tarde al refugio anti aéreo. El padre responde a una de sus hijas, cáliz de su sangre, con una nueva penitencia en forma de golpe en la cara y explosión. Inmediatamente después exige a ésta que cante y ella comienza a entonar el “Roll out the barrel” de Jaromir Vejvoda hasta que todos los presentes le acaban acompañando: “Sing boom tarara,  ring out a song of good cheer…”.  La secuencia acaba tal y como comenzamos: con la madre en el último primer plano del travelling cantando en una especie de despedida y bendición sacerdotal. A fin de cuentas, ella es la santa.

“Distant voices, still lives” no es un musical porque de lo que se trata precisamente es de retratar el final de la música como herramienta. Las canciones ya no sirven de escape ni son decorativas; la música de la película no es episódica, es su esqueleto mismo. Todo en la cinta está construido mediante recuerdos sonoros que conforman el tiempo de la historia y la anclan en lo terrenal. Del mismo modo que en una buena misa, los salmos están tan interiorizados que su inclusión en la estructura global nunca es por corte, sino por encadenado. La película usa sus números musicales para crear algo nuevo: a partir del pasado de Davies y del cine, se crea un cineasta del futuro. “Distant voices, still lives” es tanto un bautizo como un funeral y, en cualquier caso, siempre una liturgia: siempre una celebración. Una que parte de canciones familiares para crear la canción definitiva sobre la familia. Amén.

 


Leap Frog (El profesor chiflado, The Nutty Professor, 1963, Jerry Lewis)

Por Óscar Navales

Por lo general un baile es, o acostumbra a ser, el movimiento de un cuerpo que sigue, o pretende seguir, el compás de una determinada música. Pero si el cuerpo que baila es el del tremendamente apocado profesor Julius Kelp (Jerry Lewis), y la música que se intenta seguir tiene por curioso titulo Leap Frog (Salto de rana), entonces es probable que nos encontremos ante una exhibición de movimientos bastante anormal. Porque lo cierto es que el particular bailoteo –o lo que diantres sea– que se pega Kelp durante una tradicional fiesta estudiantil puede ser fácilmente confundido con la palmaria demostración de absoluta idiotez de un individuo que, o bien tiene mermadas sus facultades mentales, o bien ha tocado cierta clase de fondo en la vida.

Aunque los rasgos más evidentes de Kelp –dentadura y flequillo prominentes, gafas apoyadas en el puente de la nariz– contribuyen decisivamente a crear ese efecto, la dislocada forma que tiene el personaje de seguir el ritmo de la animada canción pone al descubierto, para quien sepa ver más allá de las meras apariencias  –de eso trata El profesor chiflado, dirigida por el propio Lewis–, que en su interior bulle una pasión que ha permanecido demasiado tiempo reprimida. Así visto, el ‘salto de rana’ efectuado por Kelp deviene un singular y necesario acto de libertad individual que permite al personaje transgredir, de forma tan efímera como legítima, las habituales represiones sociales a las que todos nos vemos sometidos.

 


Porque te vas, Jeannette (Cría cuervos, Carlos Saura, 1976)

Por Covadonga G. Lahera

Agarrarse a un tema musical hasta desgastarlo. Pincharlo, musitarlo, tararearlo, interrumpirlo por fuerza mayor y, alejada esta, volver a hacerlo girar [primera escucha]. La aguja dibuja sobre la superficie del vinilo una circunferencia y otra, y otra más. Levantada tan solo para aterrizar nuevamente en Porque te vas, que recomienza [segunda escucha] mientras tres pequeñas hermanas huérfanas improvisan un baile. Para los inconmensurables ojos de Ana (Torrent), la letra que entona Jeanette testimonia y recoge su dolor por la madre muerta, la abraza en un zoom in y comprende, con su tono nostálgico, el estado anímico de la pequeña de ocho años frente a la incomprensión y frialdad que le devuelve el mundo adulto.

El título de la canción que compuso José Luis Perales para Jeanette no es un interrogante, a diferencia de lo que yo siempre había creído, sino una subordinada causal. La tristeza que expresa la cantante hispanoinglesa la motiva la partida de alguien, la interrupción de esa relación (que sobreentendemos como romántica), y proyecta hacia el futuro una serie de imposibilidades y de expectativas suspendidas: “todas las promesas de mi amor se irán contigo”; “bajo la penumbra de un farol se dormirán todas las cosas que quedaron por decir”; “junto a las manillas de un reloj esperarán todas las horas que quedaron por vivir”. Y Ana volverá a pinchar la canción a solas [tercera escucha].

En mi copia de Cría cuervos, durante la cuarta y definitiva ocasión en que suena Porque te vas —en la secuencia final, cuando las niñas abandonan el encierro estival familiar para iniciar el curso escolar—, el vinilo se empieza a rayar [cuarta escucha]. La canción, entrecortada, trata de avanzar, pero tropieza cada pocos segundos. La reiteración y el peso del tiempo, tal vez, hayan afectado la superficie material del disco, infinitamente surcada. Esta ficción accidental dentro de la ficción de Carlos Saura —gracias a un error técnico de descarga que no equivale a la versión definitiva y buena del filme— reúne, para mí, un afortunado hallazgo con una turbadora carga metafórica. ¿Puede un proceso de duelo quedar condensado en el tiempo en que un disco tarda en rayarse a raíz de innumerables escuchas? El deterioro de su sonido sería el anuncio de un nuevo comienzo (y de la vuelta al cole), aunque, como dice una Ana ya adulta (Geraldine Chaplin), haya cosas que no se pueden olvidar: “(…) Parece mentira que haya recuerdos que tengan tanta, tanta fuerza. Tanta fuerza”. Tiempo para rayar un disco.

Cria-cuervos-(Ana-Torrent)

Cria-cuervos-sobreimpresiones

 


Killer of Sheep (Charles Burnett, 1978)

Por Cristina Álvarez López

El baile en pareja es una figura que, con frecuencia, el cine ha abordado como apoteosis de la fusión entre dos cuerpos. En Killer of Sheep, Charles Burnett le da la vuelta a esta representación y concibe una escena de baile donde la proximidad física entre hombre y mujer acentúa dolorosamente la distancia que los separa.

 

Filmado en un único plano fijo, este es uno de los momentos más estilizados y minimalistas del filme. La voz de Dinah Washington cantando This Bitter Earth se apodera de la atmósfera sonora, monopolizándola. Esculpidos a contraluz, dos cuerpos bailan muy lentamente, girando sobre el mismo eje, a pasos diminutos: Stan (Henry G. Sanders), con el torso desnudo, presa de la parálisis emocional, permanece rígido e inalcanzable; su esposa (Kaycee Moore), consumida por el deseo, lo mira a los ojos, recorre su piel y aprieta su carne, toma sus manos y las pone sobre su cintura, apoya la cabeza en sus hombros y lo besa desesperadamente, tratando de romper su apatía.

Con cada paso de baile, la belleza de la escena se va volviendo más agónica. La luz y el movimiento revelan y bloquean, sucesivamente, parte de los cuerpos y los rostros, aumentando la tensión provocada por el choque de las expresiones faciales y gestuales. Esta magnífica coreografía de los cuerpos funciona aquí como perfecta condensación de los estados anímicos de los personajes, pero también de los muy distintos estilos interpretativos de Sanders y Moore.

Un pequeño apunte en un filme con un impresionante diseño sonoro y musical: cuando el tema interpretado por Washington termina, un tocadiscos se detiene y deja paso al silencio. Tras un momento que parecía haber congelado el tiempo, este detalle nos devuelve, con extrema violencia, al flujo narrativo del filme. Stan se desembaraza de su esposa y abandona el plano. Y ella, en un sublime gesto expresionista de frustración, desolación e impotencia, encoge su cuerpo rechazado, se vuelve hacia el enorme ventanal —que adquiere, de repente, una inesperada función dramática—, y se lanza contra él con los puños alzados.

 

© de sus respectivos autores, marzo 2015

* Traducción al español © Cristina Álvarez López, marzo 2015