Una revelación líquida: Visage y Swans

Fluidos

 

Le sucedió a Meliès al ver moverse las ramas al fondo del encuadre en El desayuno del bebé (Repas de bébé, 1895) de los hermanos Lumière. También al crítico vasco Santos Zunzunegui en la escena de Al final de la escapada (A bout de soufflé, Jean-Luc Godard, 1959) en que Jean Seberg lanza una colilla por la ventana. Incluso el propio Werner Herzog confesó haber estado a punto de caer de su asiento cuando vio un trozo de bacon enganchado en la pared del lavabo en la película Gummo (Harmony Korine, 1997). Lo real, tarde o temprano, irrumpe con fuerza en el cine. De hecho, este fue diseñado para eso: para dar cuenta del aquí y el ahora. Por esta razón cuando la presencia de lo real se hace patente de forma repentina es capaz de conmocionar inmediatamente a todo aquel que esté mirando con verdadera atención.

Pues bien, algo parecido nos sucedió a unos cuantos en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas mientras veíamos Visage (2009) el último largometraje del gran Tsai Ming-liang. Casi al final de la película, durante un número musical en el que se representa el baile de Salomé frente al cadáver decapitado de Juan Bautista -en una cámara frigorífica, entre piezas de carne colgando-, Laetitia Casta (Salomé) se acercaba lentamente a su víctima moribunda (Lee Kang-sheng) y le daba un largo beso en un primerísimo primer plano. Justo después, mientras la actriz francesa alejaba el rostro de Kan-sheng algo brilló de repente en la pantalla: un hilo de baba, delgado y húmedo, brotó de sus labios empezó poco a poco a estirarse hasta acabar formando una gran línea diagonal que atravesaba el encuadre y unía a los dos personajes.

No se cuánto duró este momento, quizás fue un minuto o quizás fueron veinte, pero lo que sí que sé es que cuando ese flujo de saliva (que había conquistado por méritos propios casi la totalidad del plano) se cortó abrupta y repentinamente, eso me provocó un breve pero intenso sobresalto. En el interior del cine, debido a la oscuridad de la sala, no alcancé a ver entre el resto de asistentes ningún gesto de complicidad frente a esta revelación, pero después, ya en la calle, sí pude comprobar que aquello no había sido solamente cosa mía: más de uno se echaba las manos a la cabeza recordando la intensidad de lo que acabábamos de ver.

Quiso el azar que, en este marco de exaltación de los fluidos corporales mostrados en pantalla, una de las películas que se exhibieron a continuación incluyera también un momento de este tipo en su metraje. La película en cuestión era Swans (2011) del realizador portugués Hugo Viera da Silva. Ésta cuenta la historia de un hombre y su hijo que viajan desde Portugal a Berlín para visitar a la madre del chico que está  hospitalizada en estado comatoso. Mientras el padre pasa los días en el hospital junto a la enferma, el hijo se dedica a deambular con su skatepor la ciudad (elemento que se ha vuelto recurrente para definir la deriva existencial de los jóvenes actuales) al tiempo que, paralelamente, comienza a explorar su sexualidad. En la segunda mitad del filme, el joven protagonista se tumba en la cama de noche y empieza a tocarse. En un plano sostenido, sin cortes, vemos como el joven se masturba, eyacula, se salpica y después de limpia con un papel.

Es cierto, aquí también había fluidos y sí, estos eran reales. Pero el resultado no tenía nada que ver ni de lejos con el que conseguía el filme de Tsai Ming-liang. En Visage, el hilo de baba de Laetitia Casta reflejaba algo más: era un indicativo no solo de la dualidad escatológico/sublime que domina la obra de Tsai sino también un fiel reflejo de una forma de hacer cine en la que los accidentes están permitidos, en la que la realidad tiene la puerta abierta para penetrar cuando quiera y transformar la imagen fílmica. En cambio en Swans -a pesar de no ser, en absoluto, una mala película- este gesto de filmar cómo el semen salía disparado hacia la capucha del joven actor dejaba entrever una ingenua voluntad de transgredir la contención que hasta el momento caracterizaba la película. El plano, pese a contener en su interior un acto real bastante explícito, se mostraba falso y vacío de sentido.

Como demuestran estas dos películas, la realidad jamás podrá ser domesticada por el  cine, siempre acabará desbordándose e imponiendo sus propias reglas. Pero no hay que olvidar que son precisamente los cineastas que han aceptado esta imposibilidad del medio en el que trabajan los únicos que al final son capaces de sobreponerse a ella y de encontrar la manera de amoldar el mundo a sus exigencias artísticas.