Festival de Cannes 2011

El ombligo del mundo

 

1. Sobre dinosaurios, nazis, polvos cósmicos y por qué Cannes está obsesionado por demostrar que es mucho mejor de lo que es

Es lógico que una película donde un dinosaurio le perdona la vida a otro despierte nuestras simpatías, sobre todo si no se parece a nada que haya dirigido Don Sharp o Val Guest. Es una imagen que podía resumir un festival en el que la condescendencia del ganador peinaba el talento de los demás, que, heridos, le miraban incluso con cierta admiración, como si supieran de antemano que no tenían nada que hacer ante semejante fuerza de la naturaleza. Es una imagen que, en The Tree of Life (Terrence Malick), ocupa un lugar estratégico en una apertura majestuosa, vagamente kubrickiana, que pretende concentrar la historia del mundo para confrontarla con la historia de un padre autoritario y sus hijos en la América próspera de los años cincuenta. Es una imagen que introduce la tensión emotiva del relato en una secuencia que hace de la teoría del Big Bang el kilómetro cero de la mitosis, la fotosíntesis y la selección natural. Es una imagen que sintetiza los contradictorios flujos de poder de un festival que, este año, tenía que sacar pecho para compensar los rumores de que Cannes ya no es lo que era.

Lo dijo su director artístico, Thierry Frémaux, en una entrevista: “Cannes no compite con nadie”. Como si fuera el tamaño -las estrellas, los autores- lo que importa. Lo repitió Robert de Niro en la rueda de prensa posterior al palmarés: The Tree of Life era una película del tamaño -léase de las ambiciones- apropiado para ganar la Palma de Oro. Y ahí, erguida como un menhir de antes de los tiempos, nacía la obra magna que, en el ecuador del festival, y después de dos años metida en el AVID, eclipsaba a sus compañeras de pupitre. Algunos se esforzaron en colisionar con ella (el affaire Von Trier y su Melancholia), otros se empequeñecieron contra su voluntad (Almodóvar y su excelente La piel que habito), otros hicieron bandera de su modestia (Kaurismaki y los Dardenne, mejores que nunca), pero en el duelo quedó claro que todo era cuestión de tamaños. La tensión entre lo micro y lo macro, que Malick resuelve a medias con una alegoría pseudomística de dudoso gusto, colonizó un certamen en el que el tema de las relaciones paternofiliales quiso decirnos dos o tres cosas sobre el cine contemporáneo.

2. Sobre la dura tarea de ser padre, sobre la dura tarea de creérselo, sobre la dura tarea de ser huérfano

La sección oficial estaba plagada de padres e hijos. En unos casos el padre era un hueso duro de roer, y su rigidez parecía motivada por la frustración de sus ilusiones (en The Tree of Life, pero también en Footnote, desconcertante película de Joseph Cedar que tiene la escena de reunión académica más apasionante que jamás he visto). En otros el padre rechaza al hijo (en Le gamin au vélo -hermanos Dardenne-), abusa de él (el pederasta de Michael -Markus Schleinzer- ejerce de padre ante su secuestrador), le adopta (en Le Havre -Kaurismaki-). En otros el hijo intenta reconciliarse con su padre buscando al nazi que le torturó entre las ruinas de América, vestido como un ridículo sosias de Robert Smith (en la lamentable This Must Be The Place -Paolo Sorrentino-). En otros, el padre no sabe ver, ciego como está de orgullo paterno, que su hijo es el diablo (en la subestimada We Need To Talk About Kevin -Lynne Ramsay-). Incluso hubo una película que se titulaba Pater, en alusión, suponemos, a la figura paterna que encarna Alain Cavalier para Vincent Lindon, ambos metidos en una broma privada sobre la representación del poder que extralimita la condescendencia con que algunos ejemplos de autoficción contemplan sus hallazgos estéticos (parece que Cavalier solo fue superado por Kim Ki-duk en Arirang).

¿Aún, pues, buscamos al padre? ¿Para matarlo, para besarlo? En Cannes el cine contemporáneo era un huérfano que ha crecido en un hogar de acogida de clase alta y que, con traje y corbata, decide buscar sus orígenes. En cierto modo, Restless, la última película adolescente de Gus Van Sant, podría considerarse el paradigma de este cine huérfano, que asiste a funerales de gente que no conoce para sentirse más cerca del mundo. La desarmante ingenuidad de Restless, canalizada a través de dos cuerpos jóvenes que están en contacto permanente con la muerte, es el síntoma perenne de este cine huérfano que intuye de dónde vienen sus genes pero que, tímido, quiere contentar a todos los públicos. Es casi imposible no detectar la autoría de Van Sant en las imágenes del film, aunque sea, como Buscando a Forrester (Finding Forrester, 2000), un encargo. En la encrucijada de un cine despojado y preciosista y un cine vocacionalmente comercial, Restless entonaba un réquiem por un cine híbrido, indefinido, en estado de formación.

3. Sobre padres-espectro, sobre la luz del cine mudo y la belleza del futuro

Hubo una película que tenía muy claro quiénes eran sus padres; una película a la que las crisis de identidad le parecían cosas antiguas, nimiedades de la prehistoria. Los riesgos de The Artist consisten precisamente en vender su partida de nacimiento como carta de presentación, cometiendo el error de subrayar su dimensión de ejercicio de estilo post-posmoderno. Podría decirse que del mismo modo que Lejos del cielo (Far from Heaven, Todd Haynes, 2002) recreaba la filosofía estética del cine de Douglas Sirk ahorrándole las segundas lecturas, Michael Hazanavicius hace justo lo contrario con el cine silente de Hollywood. Explicando la historia del auge y caída de una estrella del cine mudo en clave de melodrama de los años veinte, en un estilizado blanco y negro y sin más sonido que el de una brillante escena onírica, el director de OSS 117: El Cairo, nido de espías (OSS 117: Le Caire, nid d’espions, 2006) regresa a los orígenes para proyectarse hacia el futuro, para hablar del cine contemporáneo. The Artist podría haber aprovechado mejor la llegada del sonido, transportando a sus personajes mudos hacia un universo con habla, pero prefiere guardarse sus trucos metalingüísticos para reforzar la emotividad de su historia de amor -tomando prestado a Bernard Herrman el tema romántico de Vertigo (Alfred Hitchcock, 1959)- y contar, en efecto, que el cine muta, pero que todo lo que queda sigue siendo cine.

También hubo padres ausentes, invisibles, fantasmas que sobrevolaban la ciudad del cine como si fuera el último lugar donde pudieran reconocerse como vivos. Cuando los títulos de crédito de Drive (Nicolas Winding Refn), en color rosa neón, empezaron a sobreimpresionarse en la pantalla de la sala Bazin, se escucharon suspiros de alivio entre los chicos de la prensa. El recuerdo de la serie Corrupción en Miami (Miami Vice, 1984-1990), de Ladrón (Thief, 1981) de Michael Mann, de Driver (1978) de Walter Hill o de Vivir o morir en Los Angeles (To Live and Die in L.A., 1985) de William Friedkin se acomodaba en el asiento del copiloto del coche de Ryan Gosling sin rechistar, sin pedir nada a cambio. Es esta una película sencilla, seca y extraña, con un héroe melvilliano y una puesta en escena sin tunear, árida pero reluciente como el capó cromado de un coche de carreras.

Almodóvar tuvo la desgracia de llegar a Cannes el mismo día en que Lars Von Trier fue declarado persona non grata por sus declaraciones filonazis (los franceses, acérrimos defensores de la libertad de expresión, ejercieron de censores bajo la presión de los medios). Nadie le hizo el caso que se merecía, quizás porque nadie esperaba una película tan extraña, tan fuera del mundo. Lo más admirable de La piel que habito es que no reniega de sus padres adoptivos -el Georges Franju de Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960), pero también de Fritz Lang o Dario Argento- pero no se pone de rodillas ante ellos. Es decir, afronta sus delirantes retos narrativos sin cerrar los ojos, con una convicción vehemente, radical, y una puesta en escena desprovista de las florituras cromáticas que decoran habitualmente su cine. Almodóvar ha dicho que la película trata sobre el abuso de poder, pero su verdadero tema -y aquí enlaza con otra de sus obras maestras, Hable con ella (2002)- es el cuerpo como límite del deseo. Las improbables atrocidades que el doctor Ledgard (un Antonio Banderas magnífico) comete con el cuerpo de Vera son la prueba de que el cuerpo no sabe blindarse ante la pulsión de muerte. En la línea de Matador (1986) o la citada Hable con ella, La piel que habito nombra lo innombrable -o filma lo infilmable- desde la serenidad de quien sabe que, a estas alturas, tiene poco que perder.

4. Sobre el cuerpo como objeto, como huella, como pista, como fósil

A vueltas con el cuerpo, tres películas lo tomaron como eje central de su discurso. En Once Upon a Time in Anatolia, Nuri Bilge Ceylan le daba la vuelta a CSI mostrando, en tiempo real, el proceso de búsqueda de un cadáver y su posterior identificación. La minuciosidad del método del cineasta turco, que puede recordarnos a la de Zodiac (David Fincher, 2007), castigó a todos los que esperaban descansar la retina al final del festival, pero sería injusto negarle a Ceylan el rigor y el coraje con que ha afrontado este cambio de registro en su filmografía. En su película el cuerpo es un objeto, una reliquia, una mariposa muerta que hay que disecar. Los cuerpos no están muertos ni en Sleeping Beauty ni en L’Apollonide, aunque siguen siendo objetos que el hombre manipula o contempla desde la lujuria o la curiosidad. Tanto el film de Julia Leigh como el de Bertrand Bonello intentan escuchar los pensamientos de ese cuerpo vejado con resultados inequívocamente distintos. Poco sabemos de Lucy, estudiante universitaria que vende su cuerpo a experimentos médicos durante el día y a la prostitución de lujo de noche. Poco sabemos de ella porque sus emociones resultan tan opacas como las veladas amnésicas que pasa con sus clientes, y Leigh, que ve en esa opacidad un signo de distinción, una marca autoral, llega tarde cuando pretende otorgarle a su personaje, bastante antipático, algo de profundidad dramática. Por el contrario, Bertrand Bonello se pega a los cuerpos de las prostitutas de un burdel parisino en el cambio de siglo del XIX al XX como si fuera un admirador secreto, que detesta a los hombres que los usan y los deforman y que ama la madurez de las mujeres, la facilidad con que forman un cuerpo colectivo que se defiende de la crudeza de los malos tiempos. La admiración que siente Bonello por ellas es a su vez su condena, a las que obliga a no salir del burdel y a las que proyecta, con sus anacronismos, a un futuro tan poco halagüeño como su presente. L’Apollonide quiere ser decadentista y sólo puede ser autocomplaciente.

5. Sobre el fin del mundo, otra vez y punto final

Romántica pero no decadentista, y de una autocomplacencia que supera con creces cualquiera de las frecuentes boutades de su autor, Melancholia quemaba sus naves en el prólogo -un resumen embellecido de la película, y todo hay que decirlo, algo kitsch- para luego defender la tesis de que en la destructividad de la melancolía está la lucidez del mundo. Es una idea literal, casi enunciada en la sinopsis de la película, y que sorprende porque no evoluciona, no nos enfrenta a ningún quiebro moral ni a ningún sacrificio impenitente. El destino está escrito y Lars Von Trier no hace más que leerlo en voz alta. Melancholia es el film del cineasta danés que tiene más planos generales, como si la intimidad que debería provocar el fin del mundo, como si la cercanía entre los cuerpos solo fuera una falacia. Queda, por tanto, la tensión entre la grandeza de lo que se cuenta -el Apocalipsis- y lo pequeño, lo superficial del lugar desde el que se cuenta. La tensión entre lo micro y lo macro, y en medio un agujero negro, la sacudida que nos dejará ciegos y mudos y huérfanos.