La ruta Marguerite Duras

Antes de Calculta

En el horizonte, un espejo. En el espejo, Delphine Seyrig y Michael Lonsdale bailarán encarnando a Anne-Marie Stretter y al vicecónsul de Francia en Lahore. Escuchamos como una canción que parece repetirse en bucle se alterna en la banda sonora con una serie de voces que hablan entre sí, que comentan o recuerdan algo, algo que podría ser esta misma escena que vemos pero que no llega a serlo del todo. Hay un desfase entre lo que vemos y lo que oímos. Los actores se mueven con languidez, como si estuviesen suspendidos en el tiempo. Las voces acumulan recuerdos fragmentados de una historia que reconstruimos poco a poco. Incluso cuando son las voces de Seyrig y Lonsdale las que suenan en la banda sonora, ellos aparecen en pantalla con la boca cerrada.

Reconocemos la imagen de India Song (1975) de Marguerite Duras, la película que funciona como punto de anclaje de toda su obra, como eje central desde el que se organizan todas las demás. Podríamos decir, y de hecho se ha dicho, que con ella Duras descubre una forma de hacer cine, todo un dispositivo formal que le sirve para trabajar con sus textos en un medio que no es tan familiar para ella como el de la literatura. Esta propuesta la pondrá en práctica de una forma todavía más radical en películas siguientes como Som nom de Venise dans Calcutta désert (1976), que recupera la banda sonora de India Song sobre nuevas imágenes de un palacio en ruinas; Le Camion (1978), registro de una lectura del guion de una película posible que se convierte en la propia película; o L’homme atlantique (1981), con casi la mitad del metraje en negro. El descubrimiento, sin embargo, no es casual, sino consecuencia de un proceso que Duras desarrolla a lo largo de todas sus películas anteriores y en el que va encontrando cada uno de los rasgos del estilo que reconocemos en India Song: para llegar a las grandes habitaciones vacías que hacen que los actores parezcan en realidad fantasmas de un recuerdo que se escapa, para llegar a las voces entrecortadas y a las frases interrumpidas de los personajes arrebatados por la locura, para llegar a esa grieta que aparece entre lo que vemos y lo que oímos, Marguerite Duras ha filmado otras películas. En ellas encontramos una ruta que marca el camino hacia Calcuta, hacia la forma que reconocemos en los reflejos que muestran los espejos del salón de bailes de India Song.

Un hotel de provincias

Un hombre (Robert Hossein) llega a una ciudad de provincias para terminar los trámites de su divorcio. La primera vez que ve a la mujer con la que ha estado casado durante doce años, ella (Delphine Seyrig) aparece distraída entre la multitud, camina hacia la cámara hasta que su cara se vuelve borrosa. Pero el plano se repite: el mismo gesto, los mismos pasos, pero esta vez la calle está vacía. Todo lo que es accesorio ha desaparecido para destacar un único rostro. Él baja la vista.
           

La música (1967) es quizás la más teatral de todas las películas que dirige Marguerite Duras, si es que algo así puede decirse, si es que Duras no se cuestionase siempre sobre lo que le era específico al medio con el que trabajaba en cada momento. Como mínimo, podríamos decir: aquella junto a Jaune le soleil (1969) en la que mejor imaginamos cómo habría sido su representación sobre el escenario, en la que más claramente podemos ver la correspondencia entre cada una de las versiones. De hecho, Duras escribe la primera versión del texto que se acabaría convirtiendo en La música para el teatro, pero ya entonces exige una iluminación “violenta” de los rostros y “equivalente a los primeros planos y picados de esos mismos rostros en la oscuridad perfecta” (1), como si ya imaginase la película que quiere filmar. Que necesita filmar, agotada después de la escritura de El vicecónsul. Duras espera que dirigir una película sea una experiencia relajante, recuerda especialmente el trabajo con Alain Resnais para Hiroshima mon amour (1959), y todavía no le ha satisfecho ninguno de los intentos de adaptar sus textos al cine de otros cineastas. “Los lectores de la novela pueden sentirse decepcionados”, dice después del estreno de Moderato cantabile (René Clément 1960): “Creo que podría reescribir tal o cual escena para el cine, con el mismo espíritu, sin que tuviera nada que ver con el libro” (2). La música es más teatral de todas las películas que ha dirigido Marguerite Duras, y sin embargo en ella descubre ya una idea específicamente cinematográfica. La sucesión de dos planos, el montaje, para dejar solos en la ciudad a los tres personajes de la película.

El hombre y la mujer pasan la noche en un hotel, hablando antes de separarse para no volver a verse. Están solos, como si la repetición de ese plano en la calle hubiese efectivamente borrado a todas las personas a su alrededor. Marguerite Duras codirige La música junto a Paul Seban. Sabemos que los primeros desencuentros llegan pronto en el rodaje, que cada uno de ellos rueda sus propios planos. Podríamos imaginar que el plano repetido de Delphine Seyrig en la calle es una consecuencia de esta batalla entre los directores. Es, en cualquier caso, una frontera: cuando la cruzamos, reconocemos estar en una película de Marguerite Duras, intuimos las mismas sensaciones que producen las películas que ella filmará en los años siguientes. La calle se vacía, la gente desaparece, y ya solo quedan un hombre y una mujer que conversan rodeados de espejos en una escena que recuerda a los bailes de India Song.

Doble descubrimiento. Es la primera vez que vemos, en La música y en el cine de Duras, a Delphine Seyrig, una imposición de Seban en el casting de la película (Duras esperaba a Anouk Aimée), que más adelante se convertirá en la Anne-Marie Stretter del ciclo indio. Seyrig bailará en el hall de un palacio de Calcuta. Duras la descubre, a ella, caminando entre la multitud por las calles de Deauville. Duras descubre en ese momento, también, que un rostro es suficiente. No necesita que otras personas ocupen el fondo del plano y borra aquello a lo que podríamos llamar figuración o decorado. En la segunda parte de la película los personajes sin nombre de Seyrig y Hossein se reúnen en un hotel, hablan durante toda la noche de su matrimonio y se despiden por última vez. El edificio está vacío, de personas, pero también de objetos, de cualquier cosa que pueda apuntar a una puesta en escena naturalista. Solo dos rostros.

Un hotel junto a un bosque

Cuatro personas pasan los días en un hotel. Elizabeth Alione (Catherine Sellers) es la última en llegar, parece arrebatada por la melancolía. Dos hombres (Michael Lonsdale y Henri Garcin) parecen competir por su atención, pero no sienten celos el uno del otro sino de la pareja que forman Elizabeth y Alissa (Nicole Hiss), amante de ambos. Los cuatro mantienen largas conversaciones en los interiores y sobre todo en el jardín del hotel, en los límites de un bosque amenazante. De fondo se oye por momentos a alguien que juega al tenis. El edificio, por lo demás, está vacío. El hotel, nos damos cuenta en algún momento, quizás sea una clínica psiquiátrica. Elizabeth Alione quizás no sea una huésped como parece creer, sino que se ha internado para recuperarse del trauma provocado por la muerte de su hija. Al final de la película, su marido (Daniel Gélin) llegará para recogerla.

Antes de Détruire, dit-elle (1969), Marguerite Duras ya había tratado la locura como tema. Para entonces, ya había publicado El arrebato de Lol V. Stein (1964). Para entonces, Jacques Lacan ya había escrito un texto de homenaje a la escritora como respuesta al libro, precisamente el texto que supone una ruptura en la obra de Duras, un punto en el que el discurso comienza a interrumpirse, a volverse sobre sí mismo, a destruirse, de hecho. Los personajes de Détruire, dit-elle hablan, efectivamente, como personajes de una novela de Duras. El marido de Elizabeth no. El marido de Elizabeth mira a su mujer y al grupo que ha formado con la misma sorpresa con la que reaccionaría un lector que se encuentra por primera vez con los libros de la escritora-cineasta. En un momento de la conversación, entenderá que Stein y Max Thor tratan a su mujer como el personaje de una novela todavía por escribir, pero entonces dirá: “Las novelas ya no son historias, por eso no las leo”.

         

La mirada extrañada de Bernard Alione parece llegar para reencuadrar todo lo que la película ha mostrado hasta el momento. “No me había dado cuenta. Estáis todos locos”, dirá, como si quisiera dar voz a la reacción de los que vemos la película, la reacción que podríamos haber tenido antes de que nos envolviera y nos fuésemos convirtiendo en huéspedes del hotel. De alguna manera actúa como avatar de un público confundido por la explosión de sentidos de los diálogos, por las frases interrumpidas a la mitad, por la acumulación de temas con vínculos apenas sugeridos. Y a media que avanza la escena, esta sensación parece extenderse al resto de personajes, como si su presencia y sus preguntas sirviesen como reflejo para el resto de personajes atrapados en un hotel suspendido en el tiempo, en el que nadie sabe el día ni la hora. Cuanto más dura la conversación, más evidente se hace la disonancia. Finalmente, Alissa terminará por darse cuenta de que la pista de tenis está vacía. También el jardín. También los pasillos del hotel.

Bernard Alione llega a recoger a su mujer desde fuera de ese hotel, pero sobre todo desde fuera de la película, desde fuera del modo de su enunciación. Los personajes hablan así porque esta es la manera de hablar de un loco, por lo que es necesario un personaje que no lo haga, que hable de un modo que nos resulte familiar, que nos recuerde al de todas las demás películas. Es como si Duras necesitase todavía, en su primera película dirigida en solitario, crear un marco naturalista dentro del universo que presenta para justificar el estilo de sus diálogos. Se trata de una anomalía estilística que nos recuerda el artificio que la precede. Parecería que Duras nos dice que el mundo, ahí fuera, sigue siendo el mismo que conocemos, pero aquí es el lugar en el que pueden hablar los locos. Ese afuera aparece para establecer los límites de la locura. Lo hará igualmente con el personaje de Gérard Depardieu en Nathalie Granger (1972), vendedor ambulante de lavadoras que se encuentra con el silencio de las dos mujeres que habitan la casa de la película (Jeanne Moreau y Lucía Bosé), un lugar que parece también suspendido en el tiempo salvo por las noticias de una radio que suena en alguna parte. El vendedor terminará huyendo después de haber introducido en la casa, por un momento, el mundo exterior y su discurso banal. Volverá, eso sí, para escuchar algunas ideas sobre una película que habría hablado de un viaje en camión.

Un hotel frente al mar

Pero antes de ese camión, Depardieu estará en una playa, verá como otro hombre (Dionys Mascolo) llega a un hotel frente al mar. También en La Femme du Gange (1974) el viajero recibirá en el hall del hotel a su mujer (Catherine Sellers) y a sus hijos. La aparición de la familia supone de nuevo, junto a las sirenas que nos avisan de un fuego que arde permanentemente, la irrupción de una exterioridad ajena a la película. Será uno de los pocos momentos en el metraje en los que el sonido se sincronice con la imagen y escuchemos hablar a los personajes que vemos en ese momento. Durante el resto del tiempo, el viajero, quizás Michael Richardson, caminará junto a unos vagabundos (Depardieu, Nicole Hiss, Christian Baltauss y de nuevo Sellers) por la playa y por los interiores del hotel vacío. Caminará, quizás, buscando revivir el episodio que protagonizó junto a Lol V. Stein y Anne-Marie Stretter en El arrebato de Lol V. Stein, ese baile que inició el “ciclo indio” de Duras, un ciclo que continúa con las novelas El vicecónsul y El amor y que tendrá una segunda vida en el cine con todas las obras que crecen alrededor del episodio inicial de El arrebato… y que siguen las vidas de sus personajes: La Femme du Gange, India Song y Son nom de Venise dans Calcutta désert. Michael Richardson caminará, y mientras lo hace escucharemos las voces de dos mujeres que recitan un texto que nada tiene que ver con las imágenes.

“En un espacio que se encuentra en algún lugar más allá de lo que vemos”, escribió Annette Michelson después de ver La Femme du Gange por primera vez, “hay dos mujeres que, como nosotros y de manera diferente, por medio de los recuerdos del pasado, ven lo que nosotros vemos, invisible para nosotros, así como para los personajes y para el cámara.” (3) Las voces, sin embargo, llegaron a la película solo después del rodaje. La propia Duras confiesa al equipo que no sabe de qué trata exactamente la película y que espera descubrirlo, quizás, en el montaje. En Trouville, filma planos del mar, de la playa, del cielo. Para entonces Duras había comprado ya un apartamento “suspendido sobre el mar” en el hotel Roches Noires que se convertiría en escenario de tantas de sus películas, La Femme du Gange la primera de ellas. Roches Noires será el casino de T. Beach en el que Anne-Marie Stretter baila con Michael Richardson y Trouville será la ciudad de S. Thala.

El amor cierra el “ciclo indio” de Duras. El texto, que después retoma y reescribe para La Femme du Gange, describe el mar de S. Thala. Ella vio el mar de Trouville e imaginó un mar omnipresente, “una masa viscosa que bate, avanza y engulle, el mar de los orígenes”, (4) un mar que primero escribe. S. Thala, por supuesto, no existe fuera de las novelas de Duras. No importa cuántos planos filme de los charcos que deja la marea sobre la arena al retirarse, del batir de las olas, del cielo apagado al final del invierno, nunca llegará a encontrar el mar de S. Thala. Pero ese, claro, es el descubrimiento de la película. El viajero y los tres vagabundos de la playa caminan, en un momento del filme, en fila por la arena de la playa. La voz en off de una mujer nos habla del mar de S. Thala, “Hay luz, allí, sobre el mar”. En ese momento, quizás, llegamos a ver.

Finalizado el montaje de las imágenes, Duras inventa una segunda película. Hablará, de hecho, de dos películas distintas que componen La Femme du Gange. De un lado “la película de las imágenes” que vemos, del otro “la película de las voces” que oímos, sin más conexión que el haber sido inscritas sobre una misma tira de celuloide. En el prólogo que escribe para la edición del guion de La Femme du Gange, Duras explica que la segunda película, la de las voces “llegó de lejos, ¿de dónde? Se abalanzó sobre la imagen, penetró en su ámbito, se quedó allí.” (5) Nos advierte Duras de que estas voces no deberían ser enlazadas con la película de las imágenes, y, sin embargo, inevitablemente, una y otra terminan por tocarse. Casi de forma accidental lo que dicen las voces parece responder a lo que vemos en ese momento, como si solo por ser reproducidas en paralelo la película de las imágenes y la película de las voces fuese imposible que como espectadores no encontrásemos puntos de encuentro entre una y otra.

Es en ese momento de sincronización entre la imagen y las voces enunciadas desde el mismo lugar pero fuera de plano en el que alcanzamos a ver, ya sí, el mar de S. Thala. Duras lo ha escrito y nos muestra el escenario que le sirvió de inspiración, las vistas filmadas desde su apartamento. Solo en la película puede encontrarse la playa de Trouville con las voces que hablan desde S. Thala y entonces el círculo se cierra, el texto se reencuentra con la imagen original que lo había inspirado y aparece el mar. Con La Femme du Gange Duras intenta, por primera vez, dar un cierre al ciclo de novelas que inició con El arrebato de Lol V. Stein, “aplacar” de alguna manera a los fantasmas de Lol y Anne-Marie Stretter. La película es una brecha a la que se lanzan tres libros para ser destruidos, destruidos por otras tres películas. Aquí cesa la escritura. Después, está Calcuta.

 

© Alex Pena Morado, mayo de 2021

 

*Si te apetece conocer en profundidad más aspectos sobre el cine y la literatura de Marguerite Duras, te invitamos a escuchar el episodio #04 de Sombras Extravagantes a continuación:

(1) Thêatre I
(2) L’Express, 8 de mayo de 1958
(3) The Village Voice, 27 de junio de 1974.
(4) Laure Adler, Marguerite Duras, p. 421.
(5) Nathalie Granger / La mujer del Ganges, p. 131.