Herzog, Hölderlin y los límites del lenguaje

Las últimas palabras

“No tengo ningún órgano sensorial para la ironía y siempre caigo en sus trampas”. Werner Herzog declara así, en una larga entrevista con Paul Cronin (1), su incapacidad cotidiana para algo que sí se encuentra de manera consustancial en sus películas. Una ironía, que no es tanto la figura retórica, sino lo que se ha convenido en llamar “ironía romántica”, entendida como una sacudida a los límites del lenguaje que supone, a su vez, una apertura al vacío, al caos, y que impide dar con significados unívocos, en cualquier forma de arte. Friedrich Schlegel decía que existen poemas que están impregnados del “aliento divino de la ironía”, en los que hallamos una “bufonería verdaderamente transcendental” (2). En éstos, según Schlegel, encontramos un estado de ánimo (Stimmung), interno, que persigue elevarse ante cualquier limitación, junto a una ejecución exterior propia del estilo mímico de un bufón. Algo de ello hay en buena parte del cine de Herzog, aunque el director alemán, pese haber afirmado que sería mejor poeta que cineasta, seguro que frunciría el ceño ante esta ocurrencia. Sobre todo, cuando ha dicho en alguna ocasión que no se puede encontrar una posición más contraria al punto de vista romántico que la suya.

«Burden of dreams»

«Fitzcarraldo»

En Burden of dreams (1982), la película de Les Blank filmada durante el rodaje de Fitzcarraldo (1982), Herzog define a la naturaleza como algo violento, caótico, una lucha por la supervivencia. Un romántico, según Herzog, jamás usaría estas palabras para hablar de la naturaleza. Por este motivo, en Grizzly Man (2005), cuando Timothy Treadwell, que vivió durante más de una década rodeado de osos hasta que fue devorado por ellos, ofrece su relato idílico de una naturaleza harmónica, la voz en off de Herzog se ve obligada a puntualizar que no comparte este punto de vista. ¿Pero de qué clase de romanticismo hablamos? La obra de Herzog, aunque él insista en que no es un romántico, coincide con la esencia del romanticismo que hallamos sintetizada, por ejemplo, en Franz Schubert. Algunas de sus piezas aúnan el folclore, el intimismo y una naturaleza violenta que se deja sentir con fuerza, tanto en el interior del alma como en el exterior, en forma de ruinas, restos y fenómenos naturales violentos.

Todos estos elementos están muy presentes en la filmografía de Herzog, sin distinción significativa entre sus cortometrajes, largometrajes y documentales. El propio Herzog recurre a Schubert y su Notturno op.148 en Lecciones en la oscuridad (Lektionen ein Finsternis, 1992), su obra sobre los devastadores efectos en Kuwait después de la guerra del Golfo, para acompañar el momento en que se secan por completo los pozos, casi al final del documental, de un tono intimista que coincide y colisiona con la satisfacción del trabajo “bien hecho” de los encargados de llevar a cabo la tarea.

Forzar el lenguaje

En oposición al clasicismo, el romanticismo trata de implicar al sujeto creador en la obra y busca nuevas formas literarias. Pero, en muchos de los primeros románticos alemanes, más que el famoso “yo”, domina su fijación por el lenguaje y sus extremos. Herzog está absolutamente presente en todos sus trabajos, hasta el punto de que se puede saber mucho más sobre él a través de sus personajes o entrevistados que no de sus memorias, recién traducidas al inglés (3).

«Lecciones en la oscuridad»

«How Much Wood Would a Woodchuck Chuck»

Tampoco ha dejado nunca de preguntarse por los límites del lenguaje, ni de buscar su propia forma cinematográfica. Su documental Lecciones en la oscuridad, al que Herzog se refiere como “una película de ciencia ficción”, arranca con unos personajes a lo lejos mientras oímos a la voz en off del propio Herzog afirmar: “La primera criatura con la que nos encontramos trata de comunicarnos algo”.  No solo Lecciones…, casi todas sus obras están plagadas de momentos de incomunicación, de aislamiento, de fracaso del lenguaje. Así pues, si cabe llamar “romántico” a Herzog, no es en el sentido del “falso” romanticismo que propugna una adoración de la naturaleza, sino en aquél que persigue nuevas formas, que entiende la naturaleza como algo salvaje y que se encuentra en continua reflexión sobre los límites del lenguaje.

El poeta Friedrich Hölderlin, admirado por Herzog, es seguramente el más brillante y claro ejemplo de esta clase de romanticismo. Cronin afirma que “mientras Hölderlin transmuta el mundo que le rodea en palabras, Herzog transforma de manera consistente sus experiencias en sonidos e imágenes”. Sin duda, ahí es donde el cineasta bávaro y el poeta suabo se dan la mano, para no soltarla. Precisamente Herzog saca a Hölderlin a colación cuando, en su autobiografía Every Man for Himself and God Against All habla de su documental How Much Wood Would a Woodchuck Chuck (1976) al afirmar que éste es fruto de su fascinación por los límites del lenguaje y que, por este motivo, Hölderlin es tan importante para él. Herzog considera que la frenética manera de hablar de los subastadores es la última forma de poesía o, como poco, el “último lenguaje del capitalismo”. Esta letanía vertiginosa y esta obsesión por plantear hasta dónde se puede forzar el lenguaje la encontramos de alguna manera prefigurada en su cortometraje Últimas palabras (Letze Worte, 1968), filmado en Creta durante el rodaje de Signos de vida (Lebenszeichen, 1968). Allí, Herzog coincide con un lirista que habitó la mayor parte de su vida en la isla de Spinalonga, una antigua colonia de leprosos, y que se negó a abandonarla cuando se cerró como colonia. Cuando la policía le obliga a salir de allí para siempre, se encerró en su casa, se negó a hablar y sólo salía para tocar la lira en la taberna del pueblo. El documental acaba con esta última frase del lirista: “No, no voy a decir nada… ya terminé… así es como me gusta… mi última palabra…». Como el protagonista de Stroszek (1977), el lirista cretense entra en una suerte de locura cuando es incapaz de encontrar las palabras para expresarse y acaba en el aislamiento.

«Últimas palabras»

«Signos de vida»

Hölderlin, que tras su paso por un sanatorio mental vivió encerrado la mitad de su vida en casa de un carpintero que lo acogió, había publicado tres años antes de su encierro definitivo dos versiones de las tragedias de Sófocles Edipo Rey y Antígona, con el propósito de entender mejor sus orígenes y su destino. Porque, para el poeta alemán, traducir es confrontarse con lo extraño y reconocerse a uno mismo, y lo que tenemos en común con los griegos es el deber de buscar lo que nos es propio dentro de lo extraño. Con estas traducciones, Hölderlin fuerza la lengua alemana hasta unos extremos nunca alcanzados, vertiendo el original griego de la manera más fiel pero también más libremente posible, convirtiendo su traducción con frecuencia en una literalidad intransigente que compromete la interpretación. Para Hölderlin, la tragedia Antígona representa el sacrificio que el ser humano ofrece a la naturaleza, para ayudarla a que se manifieste de manera adecuada. El cine de Herzog no está exento de todo esto, transitando entre momentos literales de difícil interpretación -¿Qué nos dicen los pollos o gallinas que vemos en También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970), El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) o Stroszek?- hasta imágenes naturales sugestivas y de gran belleza. Y tantos otros ejemplos.

Friedrich Hölderlin

La añoranza de tierras lejanas

“Quiero apelar a los instintos de las personas antes que a cualquier otra cosa. […] El cine no es un arte para académicos sino para analfabetos”, afirma Herzog a Cronin. Para el cineasta, el código visual se sobrepone y se impone siempre a la narración y las imágenes logran despertar emociones que no necesitan una traducción inmediata a palabras. No le falta razón a Herzog cuando concluye que simpatizar o no con Treadwell, el protagonista de Grizzly Man, es totalmente irrelevante. Lo que él pretende con su película es mostrar un documento sobre la relación entre la naturaleza y lo humano y sus contradicciones. Cuando se pregunta si podemos realmente llegar a entender qué les pasaba por la cabeza a los artistas que crearon las pinturas de la cueva de Chauvet que filmó para su documental La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010), está diciendo que lo mismo que nos separa un “abismo insondable de tiempo” con esos seres humanos que vivieron hace más de treinta mil años, también nos une una fascinación por el paisaje que se trasmuta en arte. Y que el primer paso para llegar a esos paisajes es sentir un anhelo por las tierras lejanas, es ponerse a andar y no parar nunca, como el Bruce Chatwin de Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (2019).

El Herzog caminante, el único cineasta que ha filmado en todos los continentes, es el reflejo, en la poesía hölderliniana, del “hombre errante” de Heimkunft (Regreso al hogar), del “poeta sin patria, que ha de peregrinar de país extraño en país extraño” de Der Wanderer (El caminante), de aquél que logra “comprender la libertad de partir hacia donde quiera” en Lebenslauf (El curso de la vida). Como ha escrito la germanista Helena Cortés Gabaudan, “el hombre moderno, como bien sabe Hölderlin, está irremediablemente instalado en el tiempo y ya no en el espacio, como sí lo estaban nuestros antepasados, que por eso mismo podían saber qué era la estabilidad” (4). Por eso la poesía de Hölderlin no se dedica a retratar paisajes sino a ponerlos en relación con el alma, al entender que la reconciliación con el espacio solo es posible a través de la lucha y la muerte final del individuo.

«Grizzly Man»

«Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin»

El punto de partida de Herzog es siempre un paisaje físico, ya sea “real, imaginario o alucinatorio”. Lo que él llama “paisajes del alma”, que no es otra cosa que ofrecer la propia subjetividad a la relación entre imagen y receptor. De eso trata Fata Morgana (1971), que pone a prueba la paciencia del espectador desde su arranque, en el que se ven aterrizar ocho aviones consecutivamente en la misma pista, cada uno de ellos mostrando una imagen más borrosa que la anterior. Pero quizá el compendio y la esencia misma de la manera de entender el cine de Herzog sea una de sus obras más logradas, Nomad, que aúna el viaje, el paisaje, la comunicación, la memoria y el olvido. En este maravilloso documental, cuyo título completo es Nomad. Tras los pasos de Bruce Chatwin (que no son otros que los del propio Herzog), un anciano del pueblo de los Arrente explica lo que Chatwin bautizó como “Songlines” (“Trazos de canciones”). Los aborígenes australianos utilizaban canciones para orientarse en el abrupto y vasto paisaje. Las memorizaban, cada uno un trozo, para navegar de un punto a otro. Para ilustrar esa continuidad, el anciano va rompiendo trozos de una vara. De repente, explica que a veces ve pasar un avión por el cielo. El avión parece un objeto que no se detiene nunca, que jamás llega a ningún sitio desde el que pueda continuar el camino y, por lo tanto, es como si en realidad no estuviera desplazándose por el espacio. Ese avión, y no los restos de aeroplano que aparecen en Fata Morgana, ruinas en medio del paisaje desértico, sí es un auténtico espejismo.

«Fata Morgana»

«Theatre of Thought»

De la misma manera, el cine de Herzog es como esos trozos de canciones, esa vara cortada a pedazos, donde no hay un principio ni un final. De ahí que de Letze Worte a Theatre of Thought (2022), su último documental, en el que viaja esta vez al cerebro humano, la cadena de imágenes y de sus principales preocupaciones se puede ir reconstruyendo, saltando de un punto a otro: En Nomad, sabemos que Chatwin llamaba a los molinos de Signos de vida “paisaje trastornado”, quizá los mismos molinos con los que empieza The Wild Blue Yonder (2005), antes de que aparezca un enajenado Brad Dourif. Un Chatwin del que Herzog afirma que “él era internet”, remitiéndonos de manera simbólica a uno de sus anteriores trabajos, Lo and Behold: el inicio de Internet (Lo and Behold, Reveries of the Connected World, 2016). Igual que sucede con Nomad, La cueva de los sueños olvidados dirige nuestra mirada hacia el lenguaje y la memoria. Quizá por ello, no puede evitar hablarnos también de los aborígenes australianos cuando rememora los sueños olvidados de nuestros ancestros paleolíticos. Incluso Stroszek, cuando prepara su viaje-huida a EE.UU. y su compañera Eva le dice que allí podrán encontrar osos en libertad, él tan sólo responde “te refieres a esos grizzlies”.  El sueño de Stroszek finaliza cuando es desahuciado de su casa americana y ésta se subasta, avanzando el imaginario que nos devuelve de manera completa How Much Wood Would a Woodchuck Chuck. El entrelazamiento de imágenes de todo el cine de Herzog podría seguir mucho más lejos.

En una carta a su hermano, Hölderlin habla de la paradoja por la cual el Bildungstrieb, “impulso al conocimiento” o “afán de saber”, que supone que el arte es un servicio brindado por el hombre a la naturaleza (5). Herzog, consciente de que la naturaleza expulsa al ser humano, pero permite ser observada, escudriñada, es como el Hiperión del poeta suabo que anda por el pasado “como un espigador por entre los rastrojos cuando el amo del campo ya ha cosechado: recogiendo cada brizna de paja” (6). Y para ello recurre a su idea fundamental, tantas veces discutida, de la “verdad extática”. Herzog afirma que él no es un contable ni un perito, que su “mandato es la poesía”. En un texto que reproduce una conferencia suya en Milán (7), después de la proyección de Lecciones en la oscuridad, afirma: “En las bellas artes, en la música, la literatura y el cine, es posible llegar a un estrato más profundo de la verdad: una verdad poética, extática, que es un misterio y solo puede ser captada con esfuerzo”.

«También los enanos empezaron pequeños»

«Stroszek»

La misma conciencia de ruptura y de reunificación que hallamos en Hölderlin se encuentra también en Herzog, al que oímos afirmar en Burden of Dreams que, si abandona su proyecto de rodar Fitzcarraldo, se convertirá en un hombre sin sueños, y él no quiere vivir así. Herzog afirma en la entrevista con Cronin que él no sueña cuando duerme. Quizá una vez al año, dice, pero siempre cosas banales, como que ha comido un sándwich. Él sueña de día. Y en su autobiografía escribe: “Siento la ausencia de sueños como un vacío en la mañana”. Un vacío que llena con poesía, películas, imágenes… De sus personajes, por ejemplo, está claro que no le interesan sus hechos o reflexiones, sino sus sueños. Herzog confiesa también a Cronin: “Vivimos en una era en la que los valores establecidos ya no son válidos, en la que cada año se hacen descubrimientos prodigiosos, en la que semanalmente ocurren catástrofes de proporciones increíbles. En griego antiguo, la palabra ‘caos’ significa ‘vacuidad enorme’ o ‘bostezo vacío’. La respuesta más eficaz al caos de nuestras vidas es la creación de nuevas formas de literatura, música, poesía, arte y cine”. Para Herzog, el siglo XX no debería haber existido. Aun así, ha llevado a cabo durante toda su filmografía la operación de dejar un legado de imágenes que, quizá, en un futuro lejano, causen la misma sensación de cercanía y alejamiento que causan las pinturas rupestres de Chauvet. Tal vez ese sea su primordial sueño y esperanza. Las primeras y últimas palabras.

 

© Jaume Aguilar, diciembre de 2023

 

(1) Cronin, Paul (2014), Werner Herzog. A guide for the perplexed, Londres, Faber & Faber.

(2) Schlegel, Friedrich, fragment 42: Kritische Fragmente. Erstdruck in: Lyceum der schönen Künste (Berlin), 1. Bd., 2. Teil, 1797.

(3) Herzog, Werner (2023), Every man for himself and God against all. A memoir, Londres, The Bodley Head.

(4) Cortés Gabaudan, Helena (2014), La vida en verso. Biografía poética de Hölderlin. Madrid, Libros Hiperión.

(5) Hölderlin, Friedrich (1943), Sämtliche Werke, Grosse Stuttgarter Ausgabe, editada por Friedich Beissner, Stuttgart.

(6) Hölderlin, Friedrich, Hiperión o el eremita en Grecia.

(7) Herzog, Werner (2010), “On the absolute, the sublime and ecstatic truth”, en Arion 17.3 (traducido por Moira Weigel).