Apuntes sobre el estado del cine

A nosotros, espectadores y espectadoras

Desde que el cine se consolidó como un vehículo expresivo validado socialmente, se abrió la posibilidad de que muchas miradas se cernieran sobre él, al mismo tiempo con fines económicos y expresivos. Existen tantas ideas del cine como personas dispuestas a domesticarlo. No todas ellas, sin embargo, cristalizan de forma diáfana por razones que atañen a la sensibilidad, a la mediación, al tiempo o al presupuesto, entre tantos otros factores. No hay que pasar por alto que la imagen en movimiento, en su naturaleza, no es fruto del trazo del artista solitario en su taller. Es un trabajo generalmente colectivo, cuyos componentes no son exhibicionismos autónomos, como remarca José Luis Guerin en una ponencia, sino que cada departamento de la labor cinematográfica contribuye a gestar un todo orgánico y dotado de autonomía. En la pugna por delimitar la faceta artística y la dimensión rentable del cine, siempre han predominado fricciones, confusiones y pactos, hasta derivar en la harto conocida distinción entre arte y entretenimiento, como si taxativamente no pudiesen coexistir. Lo contrarían grandes obras comerciales de la historia que, amparadas en una técnica prodigiosa, han generado las más elogiables distracciones. Hasta cierto punto, el negocio y la creatividad son indisociables, y la conquista de lo uno por la otra, o de la una por el otro, dependerá tanto del proyecto como de las personas que se decidan a formar parte de él.

José Luis Guerin

Otro espectro, sin embargo, somos quienes recibimos este legado y nos dedicamos a admirar los resultados. En el primer apartado de El espectador emancipado, Jacques Rancière se pregunta por la esencia verdadera del teatro, y por lo que caracteriza intrínsecamente a esta disciplina. A este respecto, escribe: “Hace falta un teatro sin espectadores, en el que los concurrentes aprendan en lugar de ser seducidos por imágenes, en el cual se conviertan en participantes activos en lugar de ser voyeurs pasivos” (Rancière: 2008, 11). Rancière reivindica, desde el punto de vista del oyente, que este se desplace desde la posición del individuo fascinado por las apariencias al investigador que indaga en las causas. El autor lo especifica así: “Para agudizar el sentido de evaluación de las razones, el espectador debe ser sustraído de la posición de observador que examina con calma el espectáculo que se le propone” (Rancière: 2008, 11). Si bien este prisma antepone la recepción racional a la emocional, es un punto de vista que también viene determinado por la predisposición del espectador, con independencia del bagaje cultural que atesore.

Es menester matizar lo siguiente: hay quienes disfrutan del mundo del cine y hay quienes disfrutan del cine. No se trata, en este caso, de categorizar ni de separar por grupos de personas, pues las citadas son dos perspectivas perfectamente compatibles, y los dualismos simplifican sobremanera. Pese a todo, es notorio que una tentación impera impositivamente sobre la otra. Por “mundo del cine” se entiende todo aquello externo a su ejecución, el paratexto, a saber, los elementos que posibilitan y amplían la expresión, pero no esta misma per se. Los premios, las campañas publicitarias, los festivales, las listas y los parámetros de calidad de las críticas -véanse las estrellitas- son engranajes favorables a una sana difusión del cine, a un reconocimiento, tanto social como individual, dirigido a quien se implica en tan preciada, costosa y ardua actividad. Sin embargo, de lo que se lamenta uno es de la total preponderancia de dichos elementos en la sociedad, hasta el punto de que opacan cualquier alternativa posible. El cine, sin espectadores que lo descifren, es un salto hacia ninguna parte, un grito ahogado. Umberto Eco, en Obra abierta, escribe en relación con la experiencia estética del espectador: “Hay películas, como las primeras de Alain Resnais, que arrancan al público con saludable violencia de los hábitos fatalmente conservadores de los esquemas habituales. El arte que le da al espectador la persuasión de un universo del cual no es súcubo tiene un valor positivo que supera el de la experiencia estética” (Eco: 1962, 28). Es pertinente redirigir la pregunta de la ontología del cine hacia su recepción o, dígase de otro modo, plantearse si el problema que atañe a la irreversibilidad del avance tecnológico en el medio no se corresponde, cuanto menos parcialmente, a la visión personal que posamos sobre él.

Jacques Rancière y Umberto Eco

Más allá de la fetichización de la técnica o de las reivindicaciones de los autoproclamados como “salvadores del celuloide” -piénsese en Christopher Nolan-, en el ecosistema contemporáneo, si una película no se alza con un galardón ya no merece ni mencionarse siquiera, y queda tristemente sepultada bajo los estragos del tiempo, o confundida en un magma audiovisual mientras espera ser rescatada por un alma curiosa. El auge de lo inmediato y, por descontado, el desaforado progreso tecnológico han contribuido a ensalzar una dinámica de lo no perdurable, y esta ha apaciguado el espíritu de fascinación que debería anidar en cada espectador para que lo canalizase según su parecer. ¿Cuántas personas que aplauden el otorgamiento del Oscar a su película anual predilecta se han dejado seducir por ella? ¿Hasta qué punto la han pensado o la han relacionado con algún otro fenómeno? ¿Ha sido capaz el admirador de extirparla de la euforia competitiva que transpiran las galas, o de pensarla desde un lugar no institucional?

No hablamos desde un plano puramente analítico, sino que pretendemos apelar a una inclinación activa del espectador. Las películas deben entrar en nosotros y, para ello, necesitamos abrirles las puertas, en pos de que nos evoquen una emoción y nos estimulen una imaginación ya demasiado desgastada por el consumismo y la prevalencia de los criterios cuantificables. La severa «quinielización» del cine ha bloqueado el enamoramiento que podamos sentir por él, y ha reducido nuestras lentes a una consideración meramente superficial. Después de los «aplausómetros» de los certámenes o tras el bordado de los vestidos que se exhiben, parece no primar nada más. La obra se diluye bajo el estímulo llamativo e instantáneo, y se celebra como la mejor experiencia imaginable para, al cabo de una semana, recurrir al mismo cliché que designe a otro film posterior y ocupe su lugar. El espectador es esclavo del ruido y siervo, en ocasiones voluntario, de la tiranía de una actualidad que no le habilita un refugio necesario. Uno es asaltado por el estrépito de las palomitas hasta en la película más contemplativa, en la sala más modesta y a la hora más insospechada, pues el miedo al silencio es creciente y carcome lo colectivo desde dentro.

«Los delincuentes»

La liturgia ha dado paso a un individualismo acentuado que extingue toda disidencia. Si en el pasado, como sugieren quienes me han precedido, las películas servían para que nos escuchásemos a nosotros mismos, ahora están destinadas a ensordecernos, porque están laminadas por muchas cápsulas. El cine ya no une, sino que desune. Ya no abstrae, sino que colapsa. Si los caminos que dibuja un filme estuvieron algún día abocados al descubrimiento, ahora la norma imperante se basa en que reproduzcan lo que uno ya es, pues nuestro período está marcado por una fuerte retracción hacia lo propio. El espectador se encierra en lo que cree que ya sabe, y la película deviene un estampado de sus convicciones. O, al menos, así quiere percibirla en primera instancia. Sin embargo, esto puede -y debe- cambiar, todavía con los debates en boga sobre el soporte, las ventanas de explotación y la crisis de la exhibición en las salas.

Aunque el contexto descrito invite al pesimismo, el cine no está exento de talento, ni sus circuitos tampoco están paralizados. Es momento entonces de replantearnos nuestros hábitos, de reclamar el disenso y de mantener la mente abierta. En el frondoso bosque de homogeneidad y atomización que se enraíza a nuestro alrededor, aparecen dos películas inusuales como Los delincuentes (2023), de Rodrigo Moreno, e Inside the Yellow Cocoon Shell (Bên trong vo kén vàng. 2023), de Pham Thien An. Se trata de dos piezas de tres horas que en todo momento aspiran a ser otras, a trascenderse a sí mismas y a no anclarse a ninguna directriz preconcebida. La premisa de Los delincuentes es describir una trama de atracos que poco a poco disuelva sus nexos dramáticos y se consagre a lo transitorio. El relato carcelario deriva, sin que nos demos cuenta, en una sonrojante historia romántica a tres bandas donde se reivindica la raíz literaria como bastión de resistencia ante las continuidades abúlicas del capitalismo.

«Inside the Yellow Cocoon Shell»

Por otro lado, Inside the Yellow Cocoon Shell posee el carácter de epifanía y de mutación. Es la historia de un joven irritado ante el materialismo que le circunda que, para remediar su disgusto, emprende una odisea personal que le permite conectar de forma más profunda con las almas que deambulan a su alrededor. El cine, en estos ejemplos, recupera para sí mismo su vocación más desinhibida e imaginativa, y también su derecho a mudar de piel cada vez que lo requiera. Como espectadores, estas obras nos exigen una atención contemplativa, ya que reclaman la recuperación de un tiempo improductivo centrado en la dualidad extrañamiento-reconocimiento. Una de las cosas más hermosas relativas a estas películas es que todo aquello que aparece, ya sea el testimonio de un veterano de guerra o un primer encuentro romántico bajo los árboles, se produce bajo una forma muy distinta a la ordinaria. La magia está, a su vez, en que lo ordinario sigue presente, sea una ventana o un lago. Desde la intuición y la delicadeza, estos cineastas logran, contra todo pronóstico, mantener abierta e indistinguible la grieta entre lo mundano y lo fantástico, lo real y lo fabulístico. Una incursión en el bosque invita a regresar a un estadio primigenio e incluso infantil de la fascinación, el relato del exsoldado acaba tomando el aspecto visual de un cuadro de Caravaggio, o los haces de luz de los automóviles devienen destellos de entes incorpóreos aguardando a ser capturados.

Desde una óptica artística o artesanal, el cine, si ansía seguir emancipándose y emancipándonos, debe infiltrarse en las vibraciones del espíritu, hacerse poesía para después volver a ser cine, rebelarse contra sí mismo para adquirir de nuevo el estatuto de película. Moreno y Thien participan en esa empresa, que llega a buen puerto gracias a un trabajo de destilación, personalidad y pasión. El cine tendría que sacudir la zona de confort en la que nuestra mirada está arraigada, deshilachar las raíces emocionales e identitarias de cada uno y proyectarlas sobre cualquier otro lugar. Las imágenes deben seguir su curso, pero el acto creativo que las acoja y las reelabore debe encomendarse a férreos propósitos e incluso ir contra ellas para finalmente restituirlas y devolverles su valor primordial. Los gestos que esculpen las películas no son resultado de los automatismos, sino de la concentración y la resistencia. Solo así será posible seguir confiando en la expresión cinematográfica como un vivo porvenir que resucite el ánimo e imante el intelecto.

 

© Arnau Martín, enero de 2024