Festival de Sevilla: SEFF 2017

Cartografías de lo humano

 

Esta edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla será recordada por romper una lanza a favor de los márgenes propios a los certámenes de clase A. Así, películas como La fábrica de nada (A fábrica de nada, Pedro Pinho) —el Giraldillo de oro de este año—, Western (Valeska Grisebach) —el Gran Premio del Jurado—, o Zama (Lucrecia Martel) —la Mención Especial del Jurado— pudieron verse antes en Cannes y en Venecia, solo que esos festivales las relegaron a secciones paralelas como la Quincena de Realizadores, Una Cierta Mirada y hasta a un dudoso puesto fuera de competición en el caso de Martel y el festival italiano. Con su inclusión en la sección oficial y en el palmarés, Sevilla se consolida como un festival de festivales que puede y debe colocar cada cinta en el sitio que le corresponde. El otoño permite vislumbrar el panorama anual del cine europeo contemporáneo desde territorios más firmes y con el buen juicio que da una cierta distancia de la agorafobia propia de los otros certámenes, y si bien en Sevilla se pierde tal vez la sensación de estar descubriendo, se potencia la idea de estar confirmando, algo que tanto en el mundo de los festivales como en el de la crítica cada vez es más excepción que regla. 

Transit tan solo acudió a Sevilla en sus primeros tres días de celebración, con lo que son varios los títulos que se nos escaparon. Nos perdimos algunas de las películas más apetecibles de la sección oficial como Barbara (Mathieu Amalric), A ciambra (Jonas Carpignano), Ramiro (Manuel Mozos) o, sobre todo, Un sol interior (Un beau soleil intérieur, Claire Denis), pero no solo eso: si Sevilla se ha consolidado también dentro del panorama de certámenes es por su habitualmente impoluta selección de cintas dentro de sus secciones Las Nuevas Olas y Resistencias. Este año, además, el ciclo dedicado a los cineastas portugueses Margarida Cordeiro y António Reis, comisariado por Manuel Asín, se ha erigido casi por unanimidad como uno de los acontecimientos más relevantes dentro de la cosecha festivalera anual en el país. Desgraciadamente, un festival es casi siempre una tarea inabarcable, tanto por motivos de programación como de tiempo, pero una vez dicho esto, he aquí un breve acercamiento a esas otras obras que sí pudimos disfrutar en el certamen andaluz.

 

Inauguración Sección Oficial

El cine español de 2017 parece haberse reencontrado con la tradición y se está descubriendo como una vuelta hacia lo cotidiano y lo costumbrista. Casos como Verónica (Paco Plaza), Estiu 1993 (Carla Simón), La llamada (Javier Ambrossi y Javier Calvo) o Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón) destacan por ese tono pintoresco que retrata la realidad desde la búsqueda de un retrato nacional certero anclado en los detalles. Algo similar puede decirse de la película encargada de inaugurar el Festival de Cine de Sevilla: si por algo destaca Tierra Firme (Anchor and Hope, Carlos Marques-Marcet) es precisamente por ese cuidado a la hora de establecer la forma de moverse y comunicarse de sus tres protagonistas. El mérito no es poco: la fluidez y el timing de los diálogos a seis manos entre Oona Chaplin (tal vez una de las actrices españolas más creíbles del momento), David Verdaguer y Natalia Tena está cuidado al extremo, hasta el punto de fusión en que uno no sabe cuándo comienzan y acaban sus líneas.

Tierra firme, de Carlos Marques-Marcet

Situada en un barco en los canales de Londres, Tierra firme narra la relación a tres entre una pareja de lesbianas y el amigo de una de ellas, dispuesto a facilitar su semen para que sean madres. Dividida en cuatro capítulos con sus correspondientes títulos, Marques-Marcet propone una estructura de comedia romántica en la que en realidad la comedia y el romance no acaban de explotar. La realidad impide el desarrollo del género y la cinta se descubre entonces como una donde importan más los temas subyacentes que los que están a flote en la superficie: desde esa descripción de una generación que critica las falsas ansias de rebelión de la anterior pero nunca deja de formar parte del sistema, hasta el egoísmo de unos personajes tan centrados en la improvisación como en las expectativas, Tierra firme sorprende con acusaciones veladas a unos protagonistas a los que, en principio, trata con cariño. Esa es tal vez la gran duda que queda una vez uno ha asistido a la película y que ya quedaba sugerida con 10.000 KM (2014), la anterior cinta del director: ¿Hasta qué punto Marques-Marcet es consciente de que su retrato de la juventud actual es tan crítico y cínico? ¿Está el discurso implícito en la cinta o es algo que sobrevuela más su lectura que su escritura? En cualquier caso, Tierra firme funciona estupendamente como ventana: lo que uno y otra quieran atisbar al otro lado en el horizonte, supongo que es pura hermenéutica.

 

Inauguración Las Nuevas Olas

La otra inauguración del SEFF, esta vez de la sección Las Nuevas Olas, tuvo lugar con Algo muy gordo (Carlo Padial), otro ejemplo de un cine español que opta por la realidad como método de desanclar el relato. Hace unos años José Manuel López aseguraba en el magnífico libro La risa oblicua que “en la stand up, el comediante se enfrenta a la audiencia a cuerpo desnudo desde un escenario vacío, convirtiéndose a sí mismo en “texto” cómico pues son su presencia, su voz y su gestualidad los que detonan y hacen avanzar la historia.” Hoy esa situación se ve agravada por la posición de “unos cómicos que buscan de nuevo la presencia. Cuerpos (…) que ya no solucionan conflictos sino que los provocan, pues han dejado de ser aquellos moralistas que velaban o restituían el orden establecido para convertirse en auténticos cuerpos morales que lo desestabilizan o, directamente, lo derruyen.” Algo muy gordo vendría a ser una ilustración práctica de una serie de conceptos definitorios de aquello que vino a llamarse el posthumor, pero especialmente de esta idea del comediante como desequilibrador.

Algo muy gordo, de Carlo Padial

Padial introduce a Berto Romero en un mundo de chromas verdes y trajes de capturas de movimientos que sitúan la cinta, que está montada como un falso documental, en un no-lugar donde son los cómicos los que se convierten en el escenario. Si en la comedia o en la sitcom normalmente atendemos a una serie de historias y conflictos morales que sus protagonistas han de resolver, en Algo muy gordo el conflicto es la existencia del propio filme y, sobre todo, las diversas formas de enfrentarse al mismo. Nunca veremos la película rodada del mismo modo que nunca nos acaba de quedar claro si esta sería un artefacto comercial o uno de esos ejemplos del posthumor anteriormente citados. Es en ese rizar el rizo donde encontramos algunos de sus momentos más interesantes. Por ejemplo, cuando Padial acaba abandonando su propia película a la manera de Miguel Gomes y la cinta se convierte en una especie de obra asamblearia donde todo el mundo da su opinión acerca de la visión del autor, atisbamos una idea magnífica que sugiere que, en realidad, el director nunca había llegado a tener claro qué tipo de película se encontraba haciendo. Es en esas secuencias de caos donde Algo más gordo brilla con más intensidad y recuerda a la excelente Taller Capuchoc (Carlo Padial, 2014): en sus garabateos al borde de la frontera. Hay de hecho todo un discurso fuera de la propia película que se antoja tan interesante como la misma: desde la nota de prensa inicial que aseguraba que Algo muy gordo era una película sobre Berto volviendo a la EGB (trama de la cinta dentro de la cinta) hasta esos carteles promocionales que juegan con la idea de que estamos ante la nueva película de uno de los protagonistas de Ocho apellidos catalanes, la última película de Padial es un paratexto todavía más sugerente que su texto.

 

Giraldillo de Oro

La fábrica de nada, la ganadora de esta edición del SEFF’17 es, en muchos aspectos, irreprochable. Ya desde esos títulos de crédito que indican que estamos ante “Una película de João Matos, Leonor Noivo, Luisa Homem, Pedro Pinho y Tiago Hespanha” para luego pasar a afirmar que la misma está “Realizada por Pedro Pinho”, se marca de manera contundente que toda la trama de colectividad tiene su propio reflejo en los mecanismos de producción de la cinta. La fábrica de nada son tres horas de estar junto a un grupo de obreros que se resisten a abandonar la fábrica en la que trabajan pese a que la maquinaria haya sido robada y las autoridades quieran convencerlos de llegar a un acuerdo de despido. La unión entre los mismos así como sus disputas forman el esqueleto de la película, pero lo que realmente es definitorio del filme son esos espacios muertos en los que los obreros no están haciendo nada pero a través de eso mismo están, en realidad, haciendo todo.

La fábrica de nada, de Pedro Pinho

Más allá de las apasionantes conversaciones acerca del capitalismo y las distintas formas de afrontarlo, lo que realmente resulta distintivo en esta película realizada por Pinho es la dificultad a la hora de situarla en un mapa cinematográfico en concreto. Estamos ante una cinta que se vale de los recursos del cine documental para acercarse a la realidad de la fábrica, pero también de una que no tiene reparos en subrayar las herramientas del cine de ficción con el mismo objetivo. Estamos ante un pequeño retrato personal (la cinta solo nos permite acceder a una de las historias cotidianas de uno de los integrantes del reparto) que cuenta más por lo que esconde que por lo que enseña; pero, también, La fábrica de nada se descubre igualmente como todo un discurso metacinematográfico explícito en la que el único personaje ajeno a la fábrica es, a su vez, el que va organizando, siempre sin que veamos la cámara, los contenidos del plano…. Pese a sus múltiples facetas, Pinho consigue lo imposible: esbozar un todo consecuente donde ninguna de las partes está por encima de las otras. Algo así como lo que ocurre dentro de la propia trama de la cinta.

 

Gran Premio del jurado

Cuando el Jurado del SEFF’17 otorgó su Gran Premio especial a Western, aseguró que “a partir de una historia aparentemente marginal y «local», la directora crea un retrato social metafórico preciso y tenso, que trasciende poderosamente lo real para adquirir una gran magnitud sociopolítica”. Estamos en una posición diametralmente opuesta a aquella de La fábrica de nada: en Western también asistimos a las relaciones entre un grupo de obreros (en este caso alemanes y en Bulgaria), pero en este caso el protagonismo se lo lleva un excelente Meinhard Neumann por encima del resto del grupo y lo que prima en la cinta no es tanto la relación que se establece entre el colectivo de trabajadores como aquella que se forma entre Neumann y los aldeanos del pueblo en el que se instalan. Un cigarro, un caballo o una bandera se conforman, efectivamente, como metáforas, pero si Grisebach consigue de algún modo llegar a esa “magnitud sociopolítica” de la que hablaba el jurado, es precisamente por fijarse más en los pormenores que en los conjuntos.

Western, de Valeska Grisebach

De manera absolutamente sutil, sin tratar de hacer pasar sus imágenes por simbolismos de la Europa actual (estamos ante un acercamiento empírico que nunca intenta aportar verdades universales), Grisebach ofreció una de las películas más precisas y preciosas de todo el certamen con el valor añadido de que sus imágenes nunca intentan reconstruir esa idea de gran belleza a la que el cine europeo nos tiene acostumbrados. En Western hay problemas de comunicación, disputas, instantes que bordean el terror, bailes descompasados pero también una oda a la empatía que nace del modo en que la directora se enfrenta a la puesta en escena. Sin rasgos explicativos ni subrayados, poco a poco vamos imbuyéndonos de ese contexto ininteligible –tanto respecto a los aldeanos como a su propio protagonista— para finalmente darnos cuenta de que, aunque no seamos capaces de describir con palabras que es lo que ha hecho la experiencia única, estamos seguros de haberla vivido. Del mismo modo que ocurría en Sehnsucht (2005), la anterior película de Grisebach, las relaciones humanas que se establecen a lo largo del relato tienen aristas y son complejas, pero la forma de abordarlas es sencilla en su tonalidad. No se dan lecciones morales pero tampoco se tiene miedo a retratar las cosas como son, sin nostalgia de lo vivido ni de lo que está por venir. Definitivamente, Western es una de las mejores películas que pasaron por Sevilla y seguramente también una de las mejores cintas del año.

 

Mención Especial del Jurado

Resulta curioso que los dos premios especiales del jurado en esta edición del SEFF’17 hayan recaído en sendas directoras que llevaban un tiempo alejadas de la dirección. Si Grisebach no realizaba una película desde 2005, Lucrecia Martel llevaba también alejada del largometraje desde que en 2008 estrenó La mujer sin cabeza. Al igual que ocurría con la alemana, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la vuelta de la argentina se ha hecho por la puerta grande: Zama es tal vez la película más inabarcable del año. Recientemente, a la pregunta de “¿Por qué hacer una película adaptando la obra de Antonio di Benedetto”, Martel respondía que “Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo” y algo parecido podemos asegurar nosotros como espectadores: todo lo que hay en Zama suena, decididamente, a algo nuevo. No se trata de que Martel haya encontrado la imagen imposible propia de la búsqueda herzogiana (aunque algo de ello hay en la película), sino que ha dado con una propuesta de puesta en escena que no se parece a nada más que a ella misma. Del mismo modo que la novela está dedicada “a las víctimas de la espera”, en la Zama de Martel esas víctimas se extienden hacia el patio de butacas: sería una gran pérdida tener que esperar otros nueve años para que la directora continúe con su filmografía.

Zama, de Lucrecia Martel

Dividida en tres tiempos que nunca son encorchetados dentro de la película, Zama es un viaje a la mente febril de su protagonista (un Daniel Jiménez Cacho en el papel de su vida). A través de su espera en territorio sudamericano y en el siglo XVIII, con la esperanza de que el rey acepte su petición de volver a España, los sonidos y las imágenes de Martel nos llevan a una desesperación y un desamparo que nunca es doloroso por lo que muestran sino por lo que ocultan. Al igual que ocurría en sus anteriores películas, Martel realiza una especie de cine de la anticipación, uno donde todo aquello que está en plano, y (especialmente) en la conjunción de esos planos, nos regala pistas sobre lo que podría estar por venir o podría ser significante. La expectativa nunca acaba resolviéndose del todo pero es mágica en esa sugerencia, en esa unión de piezas, diferente siempre en cada espectador. De igual modo que en La niña santa (2004) y esa secuencia final irresoluble en la piscina, o ante una mujer rubia ya teñida de morena en La mujer sin cabeza, en Zama la intuición del espectador siempre está alerta. Martel toca todas las teclas pero la melodía solo puede escucharse con nuestra participación activa. En este sentido, Zama es cine inteligente en la mejor de sus acepciones, sin condescendencia, pero también es cine físico y emocional, uno que incide en la necesidad de apelar a lo sensorial (¡y a lo extrasensorial!) como extensión del pensamiento. Solo así se puede llegar a lo verdadero y, a lo que es más importante, a trazar una cartografía viable de lo humano.

 
 

© Endika Rey, noviembre de 2017