Viejo calavera

El universo se encuentra en Bolivia

 

1:1. En el principio Dios creó los cielos y la tierra.
1:2. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
1:3. Y Dios dijo: haya luz, y hubo luz.
1:4. Y Dios vio que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas.

1:5… Y tanto a los cielos y a la tierra, a la luz y a las tinieblas como a todo lo que hubo después, las montañas y los valles, los ríos y los mares, las ciudades y los caminos que llegan y salen de ellas Dios les puso por nombre Bolivia. Y Dios vio que Bolivia era buena, pues conseguía reunir su creación, o la esencia de esta, en un espacio muy justo, justito, ni muy grande ni muy chico, como si Él, Dios y no otro, hubiera sido en efecto el único creador.

Y en medio de todo, de los cielos y la tierra, de la luz y las tinieblas, de Bolivia, situó Dios al hombre y le puso por nombre Elder Mamani. Y Dios vio que Elder era bueno puesto que era capaz de interactuar en toda regla con su (la) creación, entre el cielo y la tierra, obrando en la luz y escabulléndose en las tinieblas.

Viejo calavera, de Kiro Russo

Así veo yo la propuesta de Kiro Russo en Viejo calavera (2016), que se proyectó en la sala Zumzeig con el auspicio de la Casa Amèrica de Catalunya a principios de septiembre. Y Russo no es que sea Dios, o sí lo es, en la medida en que cualquier creador es un dios respecto a lo que crea. Pero si Russo es o no Dios hecho carne es irrelevante. Lo que sí me interesa es su creación, que sí tiene mucho de omnímoda, de universal.

Viejo calavera navega por las multiformes aguas del océano cinematográfico contemporáneo, sin descuidar los orígenes y el periodo de madurez de ese mismo océano. Su configuración visual se desgrana en estampas de estética variopinta, desde los ejercicios de mecánica visual de Dziga Vértov, pasando por el advenimiento de la iluminación en el cine negro hasta la desmitificación del género en los ejemplos más recientes, de Beau travail (Claire Denis, 1999) a Black Coal, Thin ice (Bari ri yan huo, Diao Yinan, 2014).

Para que nos entendamos reparemos en algunos ejemplos de la película de Russo. Dentro de la mina en la que trabaja Elder –o en la que juega a trabajar como un obrero más del noble proletariado internacional– tiene lugar una secuencia que no deja lugar a dudas. En una sucesión de imágenes, suavizada quizás desatinadamente por unas disolvencias nada proletarias, vemos las máquinas que procesan el material que se extrae de la mina; lo clasifican, lo trituran, lo agrupan y lo conducen al exterior, lo mismo decir que lo llevan a la luz. Esas máquinas podrían tener un sentido meramente diegético pero no es así. Lo único que vemos son las máquinas trabajar sin parar, con su pum pum y su tan tan, redituando el trabajo de los mineros y de la mina misma, en una cadena de imágenes llevadas al exterior; lo que viene a ser la luz del proyector.

El hombre de la cámara, de Dziga Vertov

Esa sucesión de máquinas trabajando a todo taco la puede uno encontrar en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, Dziga Vértov, 1929). Sí, un caso machacado, pero no por ello deja de ser una parte primaria, amén de primordial, en la historia del cine. Viejo calavera vuelve a los orígenes cinematográficos –o al menos a los orígenes críticos–, en los que el mundo que se ve en la pantalla es el mundo real, lleno de obreros y de infraestructura creada por y para ellos en el imaginario de los primeros soviets, y en el que la cámara y el hombre detrás de ella funcionan dentro de esa misma relación cíclica. Los mineros alimentan a las máquinas y las máquinas dan empleo a los mineros, y la cámara de Russo a su vez se vale de ambos, mineros y máquinas muy reales por lo demás, que se ponen en movimiento cuando una voz profunda y desde la oscuridad, más allá de la cámara y las luces (¿la voz de Dios?), pronuncia la palabra “acción”.

Y ni siquiera esto. Si se puede afirmar que en la obra de Vértov esa exigencia a la acción es un imperativo que justamente no puede existir, cuando lo cierto es que la sola presencia de la cámara ya perturba el comportamiento natural del actor-proletario, en Viejo calavera la representación de cada minero no está excluida del propio esquema de producción de la mina. Como lo comentó el crítico invitado a la proyección, Daniel Gálvez, los tiempos de grabación se llevaban a cabo durante los recesos de trabajo en el socavón. Una vez detenida la cámara, los mineros debían volver a su labor.

Viejo calavera, de Kiro Russo

Esto quiere decir que el proceso de producción de la película no estaba del todo desligado económica ni políticamente de aquel que se estaba capturando en imagen, por muy ficticia que fuera en el fondo la línea argumental que se estaba siguiendo. Así, los mineros salen de un espacio de trabajo para entrar en otro, en el que se representan a sí mismos salvo en los matices de rigor. Y aunque se podría aducir que hubo una sobreexplotación del minero-actor, no sin malicia que no viene a cuento, la grabación de Viejo calavera se convierte en un ejercicio casi lúdico dentro del entorno de trabajo, llevado a cabo en el periodo reglamentario de receso laboral. Y un chascarrillo: en el esquema de producción contemporáneo, a esto se le conoce como coaching empresarial.

Intencionada o inintencionadamente, Russo ha conseguido imprimir el espíritu productivo de su era en su película, capturando las condiciones de trabajo –y vida en general– del proletariado boliviano. Pero más allá del manifiesto político y económico que pueda haber, lo que queda claro es la intención estética de agarrar motivos visuales de muchas tendencias cinematográficas que se han hecho canon a lo largo de la Historia.

Otro ejemplo de esta intencionalidad se aprecia en la fotografía imperante en Viejo calavera y sus encuadres precisos. Una luz que lo ve todo a todo color y rodeada por una cerrada oscuridad en el primer plano que observamos, cuando Elder comete su primer robo, así como en muchos otros en los que se explota la implacabilidad de la noche silvestre de la sierra boliviana, contrarrestada tan solo por alguna vela o por una linterna en las secuencias reiterativas de la mina, recuerdan los potentes y tersos claroscuros de la más grande obra de Orson Welles: Sed de mal (Touch of Evil, 1958). Esta es una comparación arriesgada, pero con ella quiero indicar que Russo y su fotógrafo, Pablo Paniagua, han echado un juicioso vistazo al cine negro de la década de los cincuenta. Eso desde luego no hace a Viejo calavera una película pretenciosamente neo-noir, sino una obra que se preocupa –y mucho–, por la luz y el cuadro; algo por lo que además estoy muy agradecido.

Sed de mal, de Orson Welles

Y para ser justos deberíamos estarlo todos, si hemos de reconocer que somos seres capaces de gusto, así sea malo. La luz es el ingrediente especial, por no decir esencial, de cualquier pieza cinematográfica. Sin ella sencillamente no hay película, es cierto, pero por otro lado sin un trabajo especial en ella o desde ella, es como comerse una patata sin sal. La luz fue lo que separó al cine de la literatura, pues una fotografía mediocre y una puesta de cámara nada particular nos deja únicamente con el relato. Por el contrario, una iluminación brillante dentro de un buen encuadre nos hace conscientes de que estamos ante una imagen predeterminada, nada gratuita sino poseedora de un espíritu propio pensado de antemano, y esta reevaluación estética de la imagen cinematográfica, que puede verse también como una ratificación, aparece justamente con el cine negro.

Si bien esta preocupación por la luz viene desde las primeras piezas expresionistas alemanas de antes de 1920, no es hasta la entrada del llamado film noir en la década de los cuarenta que se consigue la madurez técnica y estética en el dominio de la iluminación y su utilización para crear ambientes propiamente cinematográficos. Y esta intención se hace patente en las viñetas tornasoladas de Viejo calavera, enmarcadas por la oscuridad del cuadro cinematográfico. Elder podría ser un simple delincuente que se ve abocado a trabajar honradamente tras la muerte de su padre, y tendríamos así una historia de interés humano tan anodina que carecería de toda comparación, puesto que sus semejantes han sido fácilmente olvidadas. En vez de eso tenemos a un tipejo en ocasiones monstruoso que se desenvuelve como una alimaña impenitente entre rojos, amarillos y azules (la secuencia de la discoteca hacia el principio de la película), o entre contraluces inquietantes (su deambular en los socavones de la mina), hasta que la luz más natural (la luz del día en la secuencia final) nos pone ante un joven gandul que necesita crecer en un mundo difícil.

Pero la característica más significativa de Viejo calavera a la hora de proyectarse como una obra estéticamente plural, compendiosa y en definitiva universal –aunque más valdría tenerla por universalista en tanto que tiende a hacer una exposición del universo cinematográfico–, es su cualidad hermafrodita así como su condición asexual, y pido excusas por estos improperios. Pero sí, Viejo calavera lo es todo y a la vez no es nada en cuanto al género. Es una película de interés humano (lo que desde hace mucho yo no sé quién bautizó como género drama), es una película de aprendizaje (lo que los anglosajones llaman coming-of-age), una película panfletaria y una película latinoamericana. Y a la vez no es nada de esto; lo que en un balneario de la Costa Azul suelen encimarle cada año el mote de un certain regard.

Viejo calavera, de Kiro Russo

Viejo calavera narra un conflicto personal y familiar dentro de un contexto de tensión social al que se le podría dar un enfoque regional. Elder Mamani es sacado a empellones de la delincuencia juvenil para que siente cabeza, una vez su padre ha fallecido en un accidente trabajando como minero. El encargado de conducirlo por el buen camino no es otro que su padrino, Francisco, quien lo introduce en el mundo de la mina. Allí Elder se encuentra con la lucha de los mineros por reivindicar su derecho al trabajo y a unas condiciones laborales dignas en Bolivia.

No quiero imaginarme ni por un segundo qué habría sido de este cuento contado por los hermanos Dardenne. Pero, afortunado de mí, el baile de Elder en la discoteca, al son de la música más modernilla que jamás se ha oído en el último rincón de la civilización, me apaciguó de inmediato. Esta no iba a ser otra película de auténtico dolor humano impregnado de color local. Y no lo fue precisamente al evitar los códigos del género, cuando no del todo clichés, que si bien contribuyen a darle verosimilitud emocional a una historia, la someten a una clasificación que termina por condicionar la lectura que se tenga de esta, la cual muchas veces termina siendo predecible. Piénsese si en La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), por poner un ejemplo, en vez de sonar una y otra vez el tema compuesto por John Williams, se hubieran oído los acordes sintéticos y heterodoxos, aunque igual de lastimeros, de Wendy Carlos.

Viejo Calavera, de Kiro Russo

Viejo calavera traiciona lo que se espera de ella, lo mismo decir que diluye los prejuicios estéticos que uno pueda tener al respecto. El baile de Elder en la discoteca no es una danza típica boliviana, ni siquiera una trapatiesta que estuviera en sintonía con la categoría socioeconómica de todo el entorno a todas luces popular. Y la pieza musical electrónica que acompaña el baile suena a otra cosa, a otros lugares y ciertamente a otras películas. Esta disonancia es la misma que uno aprecia en Beau travail  durante el baile frenético que Denis Lavant le dedica a The rhythm of the night en un más allá nada heroico ni soldadesco, o las vueltas y vueltas que da Liao Fan al concluir Black Coal, Thin Ice, contraviniendo por completo las lecciones de baile de salón a las que ha ido a parar. Son obras que han empezado a desmitificar el género, acuñado a fuego en las diferentes edades de oro del cine mundial, desde una luz incuestionablemente contemporánea; obras en las que una historia de soldados no tiene por qué tener coros graves y solemnes, en el caso de la película de Denis, o que una aventura de tinte detectivesco deba estar sumida en la circunspección de los bares de policías, en referencia a la obra de Yinan. Respecto a la obra de Russo, una historia que se desarrolla en Bolivia y que tiene por protagonista a un sector del proletariado, no tiene por qué estar ambientada bajo las normas del folklore boliviano. Después de todo, no porque el argumento tenga lugar en Holanda hay que poner unos molinos de viento por aquí y un campo de tulipanes por allá.

2:3. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había creado y hecho. Y al día séptimo lo nombró cine, pues en él se aprecian los otros seis días que le tomó realizar su creación. Y en el día octavo, porque siempre hay un día octavo, Kiro Russo filmó Viejo calavera en el corazón de la sierra boliviana, en la que aparece reunido en todo su esplendor el día séptimo, nombrado por Dios cine. El ejercicio de Russo es importante, y destacable, en su calidad universalista, y por qué no también admitirlo, universal. Su película se alimenta de las películas, y esta capacidad omnívora propone nuevas visiones al replantear esquemas y tendencias, muchos de ellos rescatados del propio peso de la Historia e iluminados por la luz de un tiempo diferente, en este caso el nuestro. Y no hay que confundir esta intención con un reciclaje de tópicos, mucho menos un reencauche, porque no se trata de ver en Viejo calavera algo enteramente nuevo cuando sí algo único. Kiro Russo al contemplar a sus antecesores ha conseguido dotar a su película del espíritu del universo, no del artista sino del arte, porque así como el hombre es la imagen y semejanza de Dios, Viejo calavera es la imagen y semejanza del cine.

 
 

© Julián Cajas, octubre de 2017