El hijo de Saúl

Una cámara en Auschwitz

 

¿Qué hacer cinematográficamente con una violencia colectiva o subjetiva que amenaza con un cortocircuito de toda representación?
Jean-Louis Comolli

 

En verano de 1944 las deportaciones de judíos húngaros a Auschwitz-Birkenau aumentaron considerablemente. Para agilizar el tránsito, los alemanes construyeron una prolongación de la vía de tren que conectaba la estación directamente con el interior del campo. La foto que prosigue a este párrafo está tomada en esa vía, entre mayo y junio de ese año, y forma parte del álbum que Lilly Jacob encontró en el campo de Dora-Mittelbau tras la liberación. Las imágenes que lo componen fueron tomadas por las SS supuestamente para elaborar algún tipo de archivo interno. En ellas aparecen prisioneros que aguardan junto a los vagones, que son separados y conducidos a las cámaras de gas, que forman con su ropaje a rayas o que amontonan las pertenencias de los recién llegados. La ingente afluencia de deportados llegó a colapsar las cámaras de gas, y muchos fueron quemados vivos en los crematorios o en fosas al aire libre. Llegaron a morir más de veinte mil personas en un solo día. En las fotografías, no obstante, el exterminio no tiene imagen.

Trenes_Auschwitz

Ese mismo año, el Comité Internacional de la Cruz Roja visitó Theresienstadt. Los nazis adecentaron el campo disminuyendo su ingente población (esto es, enviándola a su muerte en Auschwitz) y creando falsos establecimientos, desde tiendas a jardines de infancia. La visita fue minuciosamente planificada para dar imagen de normalidad y, tras el éxito logrado, surgió la idea de amplificar la mentira mediante un filme propagandístico —con título grotesco: The Führer Gives a City to the Jews (Der Führer schenkt den Juden eine Stadt, 1944)—. Se encargó su realización al actor y director judío Kurt Gerron bajo la promesa de mantenerlo con vida. Tras el rodaje, Gerron y su familia, así como la mayoría de actores del filme —muchos de ellos niños— fueron exterminados en Auschwitz. En el metraje que ha sobrevivido aparecen escenas de vida familiar, hombres y mujeres trabajando en talleres, un relajado partido de fútbol y demás escenificaciones de una vida que realmente no tenía lugar en ese Theresienstadt. Aquí el exterminio tampoco tiene imagen.

Para Jean-Luc Nancy, “la efectividad de los campos habrá consistido, ante todo, en un aplastamiento de la representación misma”(1). Los propios campos pueden entenderse como un mecanismo que anula la posibilidad representativa, que impone la desaparición absoluta en un dispositivo de exterminio que permanece oculto, cuyos entresijos son tan abyectos como inimaginables. Así se refleja en las palabras enterradas del sonderkommando Salmen Lewental (2) (“ningún ser humano puede imaginarse los acontecimientos tan exactamente como se produjeron”) y ese era precisamente su objetivo: rebasar toda posibilidad de comprensión humana. Según recuerda Simon Wiesenthal (3), superviviente y el más conocido de los cazanazis, los soldados se burlaban con cinismo de los prisioneros: “aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos”.

Son of Saul

La propia “maquinaria de desimaginación(4) de los campos provocaba, por un lado, que fuera imposible comunicar o transmitir la experiencia en su totalidad —el horror inimaginable—, y por otro amenazaba con ser demasiado abyecta y descabellada para ser creída —el horror imposible—. Por eso Jean-Luc Godard clamaba que el cine faltó a su deber por no filmar los campos, por no asegurar una imagen del exterminio nazi. Las imágenes que vinieron a llenar el vacío estaban marcadas por esa ausencia, y supieron utilizarla para confrontarla a la palabra viva, las miradas de los supervivientes y los lugares donde sucumbieron los que ya no están. Reflejar el testimonio, como escribió Jacques Rancière, de “un ha habido que excede el pensamiento” (5). Convocar a través de los vivos las historias de los muertos, por inimaginables que parezcan. Tal y como señalaba Georges Didi-Huberman, era necesario imaginar pese a todo.

En su Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955), una de las obras fundadoras del cine de la Shoá, Alain Resnais ya planteaba la reflexión fundamental que permanecerá en casi todo el cine que trabaja el horror desde una perspectiva documental: ¿cómo dar imagen a lo abyecto? ¿Cómo aludir a la esencia del horror desde una imagen incompleta? La respuesta la encontró en los intervalos, en el montaje, y en la asunción de esa ausencia que la imagen conlleva. En cierto punto, mientras la cámara nos muestra las literas de Auschwitz filmadas en un color que contrasta con el blanco y negro de los archivos fotográficos, creando esa tensión imposible entre el archivo incompleto y el presente vacío, el relato coescrito por Jean Cayrol y Chris Marker hace patente su propia imposibilidad: “ninguna descripción, ninguna imagen puede revelar su verdadera dimensión: la de un terror ininterrumpido”.

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Como si tratara de negar esa imposibilidad y acercarse (paradójicamente, desde la imagen misma) a esa idea de un terror ininterrumpido, László Nemes plantea en El hijo de Saúl (Saul fia, 2015) una experiencia fílmica que aborda el horror de Auschwitz desde los mecanismos de la ficción con una exhaustiva precisión documental. La historia se ambienta en octubre de 1944, en los meses posteriores a la marea húngara, y pone en escena sucesos y personajes reales —las fotografías desde la cámara de gas tomadas ese mismo año para enviarlas a la Resistencia, el prisionero que entierra sus testimonios para la incierta posteridad— con las licencias y dispositivos que permite la ficción, centrándose en la historia de Saúl, uno de los miembros del sonderkommando. Es precisamente la focalización, el ángulo desde el que se construye la película, lo que la hace tan particular: tomando la experiencia concentracionaria de un sonderkommando como núcleo del filme, Nemes propone dos líneas argumentales que se envuelven: la de Saúl que se empeña en enterrar dignamente a un niño que sobrevive —parece un milagro, pero hay algunos casos documentados— a la cámara de gas, pero al que un médico de las SS remata con sus propias manos, y la del desesperado intento de fuga —documentado también— de los sonderkommando en ese mismo año.

Antes de mostrar su primera imagen, el filme de Nemes proporciona una aclaración sobre los sonderkommando. En su ficcionalización de la experiencia concentracionaria, el director húngaro parte de los testimonios de diversos miembros de esta escuadra especial, a la que se reservaban las tareas directamente relacionadas con el exterminio de sus congéneres. Para Primo Levi, concebir estas unidades de trabajo fue “el delito más demoníaco del nacionalsocialismo”, un “refinamiento de perfidia y odio: tenían que ser los judíos quienes metiesen en los hornos a los judíos” (6). A pesar de ser poco conocidos aún hoy, los sonderkommando eran la clave del campo de exterminio, los encargados de ejecutar la masacre diaria en sus tareas más abyectas: guiar a los prisioneros a la cámara de gas, sacar sus cadáveres, revisar sus cuerpos en busca de oro, cepillar cabelleras, limpiar fluidos, trasladar los cuerpos al crematorio o, en el peor de los casos, echarlos en una fosa al aire libre donde los hacían arder. Todo ello siendo, a su vez, prisioneros, siempre conscientes de que su propia ejecución era un horizonte inminente e inevitable.

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Al centrar su historia en un prisionero de esta escuadra, Nemes explora la figura central del exterminio nazi, la que acompañaba y posibilitaba cada una de las fases de la aniquilación. Para Giorgio Agamben, el sonderkommando es la “figura extrema” (7) de lo que Primo Levi denominó la zona gris, esto es, un nuevo espacio ético donde se difuminan las fronteras entre víctima y verdugo. El sonderkommando es víctima, prisionero, pero también verdugo en la medida en que ejecuta cada una de las acciones que componen el minucioso e incesante proceso de exterminio del campo.

Ante una experiencia de horror absoluto y descarnado como esa, Didi-Huberman se pregunta qué significa resistir. Para el filósofo francés, la sublevación “era una manera digna de suicidarse, de anticipar la eliminación prometida” (8). En esa dirección opera la ficción de Nemes, bifurcándose en la desesperada escapatoria de los sonderkommando y la obstinada cruzada de Saúl por enterrar al que considera su hijo. Cuando el propósito del protagonista hace peligrar la huida, sus compañeros le increpan: “vas a conseguir que nos maten”. Él responde con languidez: “ya estamos muertos”. Saúl ha abandonado hace mucho, pero, volviendo a la crucial pregunta de Didi-Huberman, cuando se trata de resistir ante una maquinaria de muerte, de la que eres un desafortunado engranaje, tan deshumanizadora y profanadora, en la que los cadáveres no son más que deshechos informes que ocultar o reutilizar industrialmente, volver a lo elemental y dar sepultura a un niño es el mayor y más abnegado acto de resistencia que Saúl puede acometer. Que el chico vuelva a la tierra muerto pero todavía humano, aun habiendo perdido toda esperanza para uno mismo, es para el protagonista una manera de encontrar su propia “supervivencia moral en el rescate de un cadáver”, tal y como explica el propio Nemes en el pressbook del filme. Aunque, en contraste con la rebelión de los sonderkommando, el de Saúl parece un propósito suicida y delirante, la odisea que emprende para dar sepultura a ese cuerpo petrificado ya por la Gorgona se dibuja como una necesidad íntima de reconciliación moral con una humanidad agotada. “En Auschwitz no había lugar para la muerte —reflexionaba Jean Amery (9) —. Los hombres morían por doquier, pero la figura de la Muerte había desaparecido”.

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El realismo al que aspira El hijo de Saúl se completa con un tratamiento muy definido del espacio visual y sonoro para concebir una experiencia fílmica concentracionaria. Lo que Resnais convocó mediante el archivo fotográfico, Claude Lanzmann desde el fuera de campo y la exploración de las ruinas y Steven Spielberg y Roberto Benigni abordaron, con pretendido humanismo, desde una puesta en escena abyecta, Nemes lo arrastra con minuciosa documentación hacia dentro del campo, pero en un imperante fuera de foco. Un foco crítico que principalmente mantiene en ese fino espacio de nitidez el rostro del poeta (y aquí actor) Géza Röhrig, Saúl, principal catalizador entre lo que ocurre en el filme y el espectador. La cámara se mantiene casi siempre a una distancia mínima de él, siguiendo sus movimientos con agitación, filmando con un solo objetivo de 40mm en un asfixiante formato 1-1,33 que dota al filme de un hermetismo particular, manifestando la tensión entre un campo limitado y un fuera de campo que abruma. Lo que no vemos, o vemos fugazmente, siempre desde la perspectiva de Saúl, el tratamiento sonoro lo amplifica con una cacofonía que imagina el sonido cotidiano de un campo de exterminio, el incesante crujir de esa maquinaria de muerte. En este sentido, la Shoá no supone simplemente un escenario para una historia trágica o épica; no hay catarsis posible en el filme de Nemes. Al contrario, la historia que se propone tiene un sentido muy determinado relacionado con los dilemas éticos que desde 1945 se han desgranado en torno a la cesura que Auschwitz supuso en la civilización occidental, y su puesta en escena aspira a diseñar toda una experiencia fílmica que trabaja desde la ficción para reconstruir, con sus herramientas, un espacio fílmico que posibilite una experiencia humana respecto al horror nazi. Ante todo, como reconoce el propio Nemes, El hijo de Saúl es “simplemente la historia de un hombre atrapado en una situación espantosa, limitado en el espacio y en el tiempo”. De ahí la rigidez formal con la que se afronta el filme, en planos secuencia que recorren un espacio orgánico e interconectado en el que Saúl —y la cámara con él— se ve constantemente agredido, inmerso en ese “terror ininterrumpido” que escribía Cayrol.

Es paradójico que la voluntad realista de Nemes descanse en una propuesta visual que, en sus propias palabras, debe “reducir el alcance de lo visible” para relatar “la experiencia visceral de estar en un campo de concentración. El cine puede hacerlo. Si estrechas el campo de visión y muestras solo el retrato de un hombre del que no te separas, eso te permite expresar y darle forma a la experiencia del campo de concentración: las limitaciones de lo que puedes ver y hacer, los acontecimientos impredecibles, tu propio tiempo, que también es impredecible, tus limitaciones en tanto ser humano… Esto era lo que quería representar” (10). La cámara de Nemes penetra en la cámara de gas, como penetra Saúl para recoger los cuerpos recién aniquilados, pero es una cámara que en vez de filmar, mira, padece y mantiene en fuera de foco lo que es demasiado insoportable para sostener la mirada. Una cámara consciente de su propio mirar.

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Las potencias del arte de lo irrepresentable descansan, como bien ha explicado Rancière, en la tensión entre lo mostrado y lo oculto, entre la equivalencia y su imposibilidad. En una entrevista reciente, Nemes reconocía que el filme “tiene lugar mucho más en la imaginación que en la pantalla” (11). Como Lanzmann, Nemes aspira a trascender la pantalla para penetrar, a través de sus imágenes y lo que falta (o palpita ofuscado) en ellas, en el terreno de la imaginación ante el horror. Así, la película no se detiene a mostrar el horror, sino que se lanza a experimentarlo a través de la cámara, y a dotarlo de sentido a través de una ficción que, como ha sabido desgranar Didi-Huberman en su maravilloso texto sobre el filme (12), acude a referencias míticas y populares para construir un relato ético sobre la deshumanización de Auschwitz que podría adquirir la categoría de “cuento documental”. La delimitación de esta distancia respecto a lo filmado, de cómo y hasta qué punto mostrarlo, se erige como cuestión crucial de un filme empeñado en buscar el último reducto de lo humano en plenas fauces del horror, arrastrando al espectador a un viaje por las tinieblas tan doloroso como necesario.

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© Bruno Hachero, enero 2016

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(1) NANCY, Jean-Luc (2006). La representación prohibida. Madrid: Amorrortu, p. 33.
(2) Citado en AGAMBEN, Giorgio (2002). Lo que queda de Auschwitz. Valencia: Pre-Textos, p. 5.
(3) Citado en LEVI, Primo (1989). Los hundidos y los salvados. Barcelona: Muchnik, p. 11.
(4) DIDI-HUBERMAN, Georges (2004). Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Barcelona: Paidós, p. 38.
(5) RANCIÈRE, Jacques (2011). El destino de las imágenes. Pontevedra: Politopías, p. 116.
(6)LEVI. op. cit., p. 51-53.
(7) AGAMBEN. op. cit, p. 24.
(8) DIDI-HUBERMAN, op. cit., p. 21.
(9) AMERY, Jean (2013). Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Valencia: Pre-Textos, p. 74.
(10) Declaraciones recogidas en PENA, Jaime (2016). “Entrevista a László Nemes. Viaje al corazón de la muerte”. En: Caimán, cuadernos de cine, nº45 (96), p. 7.
(11)DONADIO, Rachel (2015). “In ‘Son of Saul’, Laszlo Nemes Expands the Language of Holocaust Films”. En: The New York Times, 14-dec-2015. Recuperado de: http://www.nytimes.com/2015/12/15/movies/in-son-of-saul-laszlo-nemes-expands-the-language-of-holocaust-films.html?_r=
(12)DIDI-HUBERMAN, Georges (2016). “Salir de la oscuridad”. En: Caimán, cuadernos de cine, nº45(96), p. 15-28..