El cine de Lucrecia Martel

Constelaciones dramáticas

 

 
Metamorfosis de la mirada, movimientos del mundo

De origen argentino, uno de los países con la cinematografía más fuerte y estable de Latinoamérica junto con México y Brasil, y coproducidos por países como Francia, Italia y España, los tres largometrajes de Lucrecia Martel —La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008)— han conquistado un importante circuito de festivales alrededor del mundo y la han convertido en una de las cineastas más referenciadas del cine latinoamericano contemporáneo. Martel forma parte de la llamada segunda ola del Nuevo Cine Argentino (1). En un mirada general, los filmes de este grupo son identificados principalmente con temáticas urbanas en relación a la descomposición y segregación social en Buenos Aires —Rapado (Martín Rejtman, 1992), Pizza, birra, faso (Bruno Satagnaro, Adrián Caetano, 1998)—. Sin embargo, la filmografía de Martel se ha desarrollado en Salta, su provincia natal, ubicada al norte de Argentina.

Lucrecia_MartelEl cine que propone esta nueva generación de cineastas, que eclosiona a mediados de los noventa con Martín Rejtman, Bruno Satagnaro, Adrián Caetano, Esteban Sapir, Pablo Trapero y Lisandro Alonso, entre otros, busca modos alternativos de producción, explorando nuevas formas de relación entre cine y política. Estas habían sido abordadas exclusivamente desde una perspectiva militante y de denuncia durante las décadas de los sesenta y setenta y es esta nueva ola la que explora miradas alternativas a aquella visión más nostálgica del cine de la posdictadura de los ochenta. Como ha comentado Martel en numerosas entrevistas, crear la percepción de la realidad en cuanto constructo señala un potencial de transformación de la realidad misma, o en palabras del teórico checo Lubomír Dolezel, el arte no se concibe como arma ideológica, sino como elemento iluminador en torno a la ideología (2). Por tanto, el cine de Martel no solo se ocupa temáticamente de las relaciones sociales de desigualdad en Argentina, haciendo un retrato decadente de la clase media-alta y exponiendo sus múltiples abusos. Su cine, principalmente, desestabiliza la percepción para abrir una nueva mirada sobre el mundo.

 

Atmósferas de la suspensión

Clarice Lispector. 1960. Brasil. Una mujer empieza a despertarse pesada de embriaguez en una noche de verano. Hinchada de vino, entre el sopor y un leve brillo de la luna, recuerda unos delicados roces entre copas: un hombre arrimándole los pies bajo la mesa frente a su marido, una mosca en su escote redondo posándose sobre su piel desnuda. “Qué malicia”, piensa para sí misma. La mujer no logra reincorporarse, reposa inmóvil sobre el borde de la cama con los ojos nublados en aquella habitación toda de carne. Se regocija allí tendida, en la “pequeña maldad de quien tiene un cuerpo” (3), sonriendo tímidamente ante los destellos de la embriaguez, ante los frágiles momentos del cuerpo soberano, febril, al torrente de su propia plenitud. La poética de Lucrecia Martel resuena en las líneas de la narrativa de Lispector, en ese deseo exacerbado, a la vez contenido, que se hace presencia como motor inmovilizador. El deseo como potencia de una suspensión generalizada que sumerge a los cuerpos —la carne— en su propia gravidez, ahogándolos en los límites de sus propios contornos.

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Bajo el estanque sumergido el cuerpo de Momi, uno de los personajes centrales de La ciénaga cuyo motor es una obsesiva y tiránica veneración por su criada indígena Isabel.

La ciénaga abre con una abrumadora atmósfera sonora de amenaza de tormenta y, en consonancia, aparece la imagen opaca y gris del cielo salteño, bajo el cual hay amontonados unos pimientos con la intención fallida de ser secados. Y como un eco, aparecen los cuerpos ajados que, fragmentados y fofos, descansan con gafas de sol, junto a una piscina con rasgos de estanque. Una mujer sirve unas copas mientras el resto se reacomoda en una lenta coreografía. Los movimientos perezosos marcan la parsimonia como contrapunto visual del incesante chocar de los hielos que tiemblan en el interior de las copas desvaneciéndose en el líquido. En el dormitorio, una muchacha intenta acariciar a otra que yace en la penumbra mientras esta la evita entre gestos adormilados. Afuera, la mujer va recogiendo las copas bajo el cielo ya hinchado de nubes, mientras camina torpe entre los cuerpos inmóviles. La caída es inminente. El cuerpo sobre el cristal rompe contra el piso en un estruendo agudo que apenas suscita reacción.

Lo que parece trazar el cine de Martel es la apertura hacia una sensibilidad enrarecida, hacia los sentidos exaltados. Es el cuestionamiento de una determinada percepción. Metáforas de la siesta, imaginarios del letargo, poéticas de la suspensión. Su cine nos permite habitar espacios íntimos a los que no hemos sido invitados. Una cámara “infantil” —según explica la misma directora—, curiosa y ubicua, lucha en cada plano por aproximarse a situaciones evasivas, ajenas y crípticas; y en sintonía, la estructuración de sus relatos pareciese tan deshilvanada que se nos hace escurridiza. En el cine de Martel la tensión se acumula, pero nunca se resuelve. Somos, en cambio, envueltos en atmósferas cargadas de sentido, espacios inestables y sombríos: el exterior salvaje y amenazante con jornadas de cacería peligrosas y lluvias fuertes, el interior ambiguo y angustiante con gestos incestuosos, insultos en voz baja, miradas de deseo y repugnancia. Pequeños accidentes. Un cine de vértigo, desorientación y angustia.

 

Dramaturgias de la incertidumbre

A través de su trilogía de Salta lo que Martel busca retratar es la atmósfera y circunstancias que rodearon eventos dramáticos: sean los cantos infantiles proyectados tenebrosamente por el ventilador en el patio, que será escenario de la muerte de un niño; el tranquilo flotar de unas adolescentes antes de que se revele la más alta traición de la amistad; o el descubrimiento de una fuente bajo tierra en el tranquilo jardín de una mujer que teme ser descubierta como responsable de un terrible accidente. No es necesario enfocarse en el evento —la muerte del niño, el acoso sexual, la evasión de un crimen—, ni en lo que este pueda generar a posteriori. Estamos siempre al acecho, en medio de una reconstrucción de atmósferas y sensaciones compartidas, como si un niño o un anciano estuviese contando un cuento: con paciencia, detallada y distendidamente, acumulando fragmentos de ideas y sensaciones para crear una especie de constelación dramática en donde la fricción de los segmentos es lo que finalmente otorga sentido al conjunto.

Así, aunque la dramaturgia se torna difusa en medio de las situaciones que afloran ante nuestros ojos como las burbujas en la piscina turbia de La ciénaga, con pequeños conflictos apenas sugeridos, tocados tangencialmente, entrecruzados, muchas veces evadidos, desdramatizados; seguimos dejándonos llevar por las percepciones con cierta desorientación. Las secuencias, sin embargo, están compuestas a partir de simetrías, de alusiones, de repeticiones, de claves y pistas que nos predicen lo que pasará o que nos dan pistas de lo sucedido: José evita la desnudez del cuerpo de su hermana reclinándose sobre su espalda cuando esta entra a vestirse en el dormitorio tras insinuarle la suya orinando contiguo a la ducha mientras ella toma un baño, introduciendo violentamente sus pies en la bañera. En medio de la tormenta, Luciano deja de respirar en un juego inocente mientras sus hermanas le piden angustiadas que vuelva a respirar. Incluso en una de las secuencias iniciales del film, el niño es brutalmente asesinado en otro juego infantil y yace como muerto en el mismo jardín donde finalmente resbalará de la escalera.

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Luciano mira a su madre a través de una escuadra transparente que quiebra la imagen. Al fondo, minutos antes de la fatal caída, el patio se inunda en la tormenta.

Es así como sus películas, en términos de la dramaturgia clásica, se definirían en un largo planteamiento que termina en un clímax, un punto sin retorno, que desecha —¿acaso deshace?— el drama para habitar la incertidumbre. Cualquier efecto, cualquier secuela es ocultada, el devenir es evadido. Cualquier posibilidad de confrontación se suspende en el vacío.

Lo que orbita en las películas de Martel es un cuidadoso trabajo de montaje para generar el roce de fragmentos, creando así capas que generan nodos de sentido. Al modo en que una cámara amateur registraría un evento de la vida familiar, capturando indistintamente los rostros y gestos entre trozos de tiempo aparentemente aleatorios, cargados sin embargo de emoción y sentido. La poética de Lucrecia Martel propone desde la fragmentación y la suspensión del drama una dinámica particular de la percepción: un mundo bajo otras lógicas desde el cine.

 

© Carolina Sourdis, Andrés Pedraza. Enero, 2016

 

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(1) La primera ola del Nuevo Cine Argentino arranca en 1957 con cineastas como Leonardo Favio y Fernando Birri y con títulos como Crónica de un niño solo (1965) y Tire Dié (1960), dirigidos por Favio y Birri respectivamente, y que son hoy clásicos de la cinematográfica latinoamericana.

(2) La teoría de Dolezel sobre los mundos posibles plantea el estudio de la literatura a partir de la autonomía de los mundos ficticios. En la línea del teórico Enrich Auerbach, Dolezel estudia las nociones de verdad literaria, naturaleza de la ficción y la relación entre ficción y realidad. Ver: GARRIDO, Antonio: Comp: Teorías de la ficción literaria, Ed. Arcolibros, Madrid, 1997.

(3) LISPECTOR, Clarice: “Devaneo y embriaguez de una muchacha”, Lazos de Familia. 1960.