El ánima (del cine) en el vertedero o el cine animado nos habla de la basura

La basura sublime

 

“¿Existiría también –prosiguió Parménides-, una idea en sí de lo justo, de lo hermoso, de lo honesto y de las demás cosas parecidas?… Y en lo que se refiere a estas otras cosas que pudieran parecer bajas –dijo Parménides a Sócrates-, como por ejemplo, pelo, fango, basura, e incluso lo más vil e innoble, ¿te hallas en la misma perplejidad?”. “Nada de eso”, replicó Sócrates… “Es que todavía eres joven, Sócrates –dijo Parménides- y la filosofía no ha tomado aún posesión de ti. Vendrá el tiempo, si no me equivoco, en que la filosofía te tendrá más firme en sus garras y entonces no despreciarás ni las cosas más humildes”. (Platón, Parménides, 130b)

 

1. El cine anuncia el futuro

No se equivocaba el viejo Parménides, el autor del gran poema filosófico dedicado al Uno. Sócrates acabó dedicándose ciertamente a cosas “que pudieran parecer bajas”, como pudiera ser el persuadir efebos con su labia mayéutica o la ingesta de venenos. La filosofía igualmente, ya desde San Agustín a Pascal, se las ve con las menudencias del interior y, más modernamente, desde Sade y Nietzsche, con las del exterior. El pensamiento acerca de la basura se ve inserto en la tradición al tiempo que la propia basura concreta se acumula en la superficie, desarrollándose hasta casi alcanzar los límites del pensamiento. La proliferación basura es tal que casi desarrolla su propio espíritu, su alma (pidiendo, como Blanchot, perdón por usar la palabra). Que la cosa tal, la basura, existe, es una obviedad. Que ella se exprese, no lo es tanto. Pero, como dice el pensador materialista Gustavo Bueno, “la basura absoluta es propiamente, en cuanto absoluta, una apariencia, un fenómeno con fundamento in re” (1). Más allá del latín, tan del gusto académico, lo que Bueno nos dice es que la basura es una entidad autónoma, pero un ente cuya esencia fenoménica es aparente, inabarcable: como el dios neoplatónico, cuyo centro estaba en todas partes y su periferia en ninguna. Si se nos permite otra anotación filosófica, recordaremos pertinentemente la noción de “lo sublime”, procedente de la estética kantiana, que se define como “lo absolutamente grande” (2). Tiene dos formas distintas, a saber, lo sublime dinámico (lo absolutamente grande debido a su fuerza y potencia, pongamos el caso de una tormenta) y lo sublime matemático (lo absolutamente grande debido a su inconmensurabilidad como, por ejemplo, el cielo sobre nosotros): lo interesante de la basura sublime es que cabe bajo ambas acepciones. Dinámica y matemáticamente, la basura se nos aparece como la representación, no ya del Uno de Parménides (que también), sino del Númeno de Kant. Si Wittgenstein podía aseverar que la bomba atómica era el Buda del siglo XX, nosotros bien podríamos decir que La Basura Sublime, o el PVC, lo es del XXI.

¿Y qué tiene que ver con el cine todo este montón de basura (filosófica)? Pues bien, la relación es clara. La basura, en la historia del arte, también tiene una tradición valetudinaria, pero aquí nos circunscribiremos al arte, digamos, visual. Ello podría comenzar, muy suciamente, con el archifamoso aparato de micción que Duchamp colocara en una exposición artística en el París de las vanguardias, firmando Mutt. El primer ready-made es, en puridad, una basura o, al menos, un medio por el que ella se desplaza, exhibido. Una basura aparente hecha obra de arte. El mundo del arte se desencanta y pierde su aura desde entonces: el medio artístico se convierte en un vertedero, una máquina productora de basura. El ejemplo prístino es el también archifamoso (vamos, que la basura parece no pasar desapercibida para los críticos e historiadores del arte) enlatado de mierda propia del artista italiano Piero Manzoni, llevado a término en la época de las segundas vanguardias, eso conocido en la historia del arte como “el retorno de lo real”. Lo real vuelve, y lo hace como basura en lata o como Pop. El último ejemplo, muy cercano, es la performance que hace una limpiadora de la Tate Modern de Londres cuando arroja, con nocturnidad y alevosía, una obra del artista Gustav Metzger a la basura (3). La obra era justamente eso: una bolsa de plástico con restos de periódicos usados, ropa vieja, aparatos caducos, etc. Basura arrojada sobre sí misma.

El cine no es ajeno a este devenir, y no es incorrecto considerar gran parte de la producción cinematográfica un montón de basura. No es culpa suya: como arte netamente tecnológico, nace ya en el vertedero. Pero la cuestión no es considerar si el cine es una completa bazofia (como Adorno), un arte residual que viene a morir, con continuidad, en un mundo sin misterio. Lo que aquí interesa es cómo el cine, sí, el arte del siglo XX (y del XXI, solo que con prefijos), sea o no un arte basura, enfrenta el tema “concreto” de la basura. Y, para ello, para que la basura hable de la basura, dirigimos nuestra mirada a la producción que creemos más actual de la industria de “Jolibú” (el Gran Vertedero). Porque “el cine es el arte del presente. Pero lo interesante es que anuncia el futuro. Y sigue al pasado”, diría el Godard Niño Grande. Y su trasunto Pequeño, el niño Lucien de Film Socialisme (2010): “Sí, nos dejáis la Libertad y La Fraternidad: y lo que nosotros queremos es hablar de la mierda”. La auténtica cuestión, el verdadero problema (ecológico, político, estético).

“Reconozcamos la basura”, nos anima Bueno. En los estudios sociológicos parece desde luego habérsele hecho caso: ahí tenemos a Fernández-Porta y Fernández-Mallo con sus análisis del “Trash Deluxe”, la poesía como excrecencia y el comercio y las emociones basura, a Vicente Verdú y su programático capitalismo de ficción (donde la representación, el simulacro y lo falso son eventos residuales pero son lo esencial del sistema) y a José Luis Pardo, uno de los autores más lucidos en la Academia que, con su texto Nunca fue tan hermosa la basura (4) ha abierto una puerta para una fenomenología del espacio basura, siguiendo las líneas de pensamiento del arquitecto holandés Rem Koolhaas. Todos ellos iluminarán el estudio de los filmes.

El mundo del cine se asemeja al mundo de las mercancías del mercado que analizaba Marx: “Una inmensa acumulación de basuras”. Pardo define la basura de dos maneras: “Es lo que no tiene lugar, lo que no está en su sitio y, por tanto, lo que hay que trasladar a otro sitio con la esperanza de que allí pueda desaparecer como basura, reactivarse, reciclarse, extinguirse: lo que busca otro lugar para poder progresar” y “lo que tiene un destino, un porvenir, una identidad secreta y oculta, y que tiene que hacer un viaje para descubrirla”. Ambas son “bellas” descripciones de lo que, en apariencia, es execrable. Pero es que, con la basura, todo es apariencia, como con el cine. O al menos con el cine basura.

 

0. El espacio basura: el mundo que no podía parar

La fábrica de sueños de Jolibú es la industria de la basura audiovisual. A lo largo de su historia ha ido fagocitando tendencias periféricas y alternativas, introduciéndolas en su Gran Forma. Toda subversión, toda agresión, parecía ser asimilada (dejando a un lado la vertiente experimental, centrada en la anulación del tiempo y el espacio narrativos, que hoy representa el otro cine más allá de la industria o el autor). El cine, dentro del “paradigma basura” (5), era el arte por excelencia. Hoy en día, en el contexto de la pantalla global y la revolución digital, Jolibú parece decantarse por las nuevas tecnologías y el cine de animación como aspectos novedosos. Por lo demás, como espectáculo que es, se reproduce a sí mismo, usando a los individuos como medios (productores y reproductores). Si se me permite una viñeta que ilustrará perfectamente la cuestión, es como en “El hombre que no podía parar”(6), del genial artista Chester Brown: el hombre tiene un universo paralelo en su interior, presidido por un pene con forma de Ronald Reagan y otros seres grotescos salidos de la mente enferma de Brown, que ha encontrado un agujero negro en su cielo por el que expulsar todos sus residuos, que a esas alturas de ese universo, se han convertido en un serio problema para la supervivencia. El agujero negro en cuestión es el ano de El Hombre Que No Podía Parar. Ese universo paralelo es Jolibú y su inercia mercantil; el hombre es un realizador cualquiera en la industria, el hombre también soy yo.

Koolhaas da una definición de la basura que nos sirve mismamente para el cine: “Producto construido: el residuo que la humanidad deja sobre el planeta” (7). Como productora de imágenes basura, la industria ha conseguido, con la animación 3D, romper todas las ligaduras que podían unirle miserablemente a la representación, que le hacían doblegarse al realismo. Hasta hace poco, el cine de animación era considerado inferior: cine para niños. Pero algo ha cambiado, o mejor, dos cosas lo han hecho: las propias animaciones se han hecho adultas y el público se ha infantilizado. De tal convergencia resultan la primera nominación al Oscar a Mejor Película de un filme de “dibujos animados” para La bella y la bestia (Beauty and the Beast, Gary Trousdale, 1991), lo que ya es habitual hoy día, casos de Wall-E (Wall-E, Andrew Stanton, 2008), Up (Up, Pete Doctor y Bob Peterson, 2009) y Toy Story 3 (Toy Store 3, Lee Unkrich, 2010), pero también la victoria de El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, Hayao Miyazaki, 2001) y la apertura de nada más y nada menos que el festival de Cannes con la mencionada Up.

Esta disneyzación del cine es reflejo de los tiempos: no en vano, podemos considerar, con Jordi Costa, el cine de animación como un “espejo deformante de la realidad”, si acaso extremo y exagerado, pero también cierto y riguroso (de la misma sociedad que lo produce, claro está). También, dice Costa, el cine de animación es un “vívido espejismo, una total expresión de la subjetividad” (8 ), lo cual es completamente cierto. La animación permite el sueño del que Godard creía capaz a Hitchcock, aquello de tener el control del universo. Pues ha de crearlo. El problema es que, en la industria de Jolibú, en la producción de películas basura, no hay sujetos: o, mejor dicho, están muy precisamente “sujetos”, y no hay expresión (el caso de Don Hertzfedt es paradigmático: sus trabajos son sistemáticamente rechazados). La animación, en su vertiente digital e infográfica, logra definitivamente la desaparición de los autores. Ya solo hay un Autor: el Ordenador (y trescientos “sujetos” a Él). Último paso en la automatización de la cadena de producción de películas. Como dice Koolhaas, el crítico del “espacio basura” y fundador del término: “El espacio basura es político: depende de la eliminación centralizada de la capacidad crítica en nombre de la comodidad y el placer” (9). La crítica, en este escenario henchido de residuos, cumple una función muy clara: barrer. Mueve la porquería de un sitio a otro, la transporta. Quizá ventile algunos lugares, pero siempre al precio de dejar irrespirables otros. “Se percibe, entonces, la incomodidad que afecta a la tarea crítica del intelectual como productor de residuos no reciclables” (10).

 

+ 1. El oscuro vall-e

El cine de animación es, pues, el cine típico del espacio y el paradigma basuras: Ignasi Guardans dirigiendo la industria (11). No es extraño que el tema de la basura le sea cercano: la basura, como decíamos al principio, es casi autoconsciente. Uno de los primeros ejemplos de esa animación adulta que expresa el zeitgeist coprofílico lo podemos encontrar en Shrek (Shrek, Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001), en su primera escena: el ogro verde está sentado en una letrina situada en las lindes de su finca, cuyo intento de apropiación será la causa de la discordia. Shrek, al tiempo que hace sus necesidades, lee un cuento infantil tradicional. Al acabar, se limpia con el cuento y lo tira por el retrete. El monstruo, ahora el protagonista del cuento, quiere proteger su espacio de la invasión (el problema de la acumulación de mercancías y basuras, aquí los personajes de cuentos) al tiempo que produce residuos “mezclados con un cuento tradicional”. El espacio basura ocupa en definitiva también los lugares inhóspitos, allí donde antes no quería ir. La ironía del contenido casa perfectamente con las formas redondas y los colores vivos: cine familiar para niños grandes y pequeños, para su “comodidad y placer”. Imágenes luminosas y casi alucinatorias y algunas dosis de reflexión: el producto acabado se parece a lo que el ogro tira por el sumidero. “La regurgitación es la nueva creatividad; en lugar de la creación, veneramos, apreciamos y abrazamos la manipulación” (12). Con las imágenes generadas por ordenador ya no hay ontología baziniana. Se ha disuelto el problema de la representación: son imágenes “producidas”. Es, de nuevo, el retorno de lo real, pero como “efecto”.

El sumidero de Shrek y el de El Hombre Que No Podía Parar tienen su arquetipo en el retrete de La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974): si en aquella lo que de él salía era sangre (representando los miedos profundos, el Ello Sin Nombre de la conciencia sin el control del Yo, ni las represiones del SuperYo, en la interpretación de Slavoj Zizek), en estas ya solo sale (y entra), Lo Mismo: la basura moviéndose de lugar, en su viaje hacia su destino, progresando.

El cine también progresa y se mueve (de ahí las historias del cine que se nos cuentan, porque hay otras histoire(s) que no progresan, que no son el ciclo de la basura, que se cierran sobre sí mismas): saliendo de la basura, la rata sibarita protagonista de Ratatouille (Ratatouille, Brad Bird, 2007) se introduce en el mundo humano. Ser contra natura, la subversión de su protagonismo es similar a la del ogro que ha de salvar a la princesa. Invertir el tópico y dirigirse hacia lo previamente obsceno. En una palabra, ocupar más espacio (13). La rata, en sus peripecias, acabará por suplantar al humano, ocupando su cuerpo y su lugar en una suerte de “El roedor Mabuse”, pero sin sitio para el terror. En esta pequeña maravilla de película, finalmente, los seres procedentes de la basura acabarán por prepararnos la cena: y El Crítico se rendirá a sus pies, ¡abandonando su trabajo! Ya no hay diferencia alguna. Todos habitamos el mismo vertedero.

Dos filmes (quizá habría que abandonar tales términos como “filme” o “película” o “cinta” y hablar aquí de “discos duros” o, más sencillamente, “contenedores” de unos y ceros) ponen en imágenes las dos formas de lo sublime basurero. En Lluvia de albóndigas (Cloudy With a Chance of Meatballs, Philip Lord y Chris Miller, 2009), un contenedor infantiloide pero con algún momento entrañable, un joven inventor (aquí, por lo tanto, ninguna subversión en la trama) produce una máquina-satélite de comida que hace que lluevan los más copiosos menús, produciendo el alborozo y la mayor cohesión social. El alcalde se rinde a sus pies, consigue a la chica y todo el mundo es feliz engullendo comida basura que cae del cielo, en un Edén gocho y consumista que es uno de los más exactos retratos del sueño americano que se hayan visto jamás (lo cual es solo posible gracias al Ordenador, desde luego, eso de que lluevan pizzas, espaguetis boloñesa y donuts de crema de arándanos). El clímax se alcanza cuando la máquina se rompe, generando una tormenta perfecta de comestibles. La basura, podemos ver, ha invadido la atmósfera, se ha convertido en nuestro cielo. En una historia en apariencia infantil, se nos presentan imágenes de un cenit –aterrador- del viaje de la basura. Imágenes de la basura sublime, que solo un cine que “produce” sus propias imágenes puede lograr.

El ejemplo de lo sublime dinámico basurero lo encontramos en la que seguramente sea una de las mejores películas de animación de la historia, la genial Wall-E. En ella viajamos a una Tierra futura sin restos de humanidad y que es la imagen de la basura absoluta irrepresentable. Un robot, diseñado para recoger basura haciendo cubos en su interior y acumulándolos, es el habitante señero del planeta, y el protagonista de una primera mitad del contenedor inolvidable: sin palabras, solo por medio de imágenes autogeneradas, deslumbrantes y luminosas en sus reflejos increíbles, en sus luces extraordinarias, nos muestra al robot en su mecánica rutina, recopilando basura, y coleccionándola, en una paráfrasis, general, de cada uno de sus espectadores. La aparición de lo humano (convertido en una masa informe que circula depositada en recipientes rodantes) conforma lo falso en la película, la reinserción de la vida natural después de descomunal basurero, por el hallazgo de un ser vegetal.

También esa falsedad se repite en el último hito de la historia del cine animado y sus basuras, la magnífica Toy Story 3. Aquí, los héroes (unos juguetes conscientes de su propia falsedad debida a la producción en serie y a su finitud: el descubrimiento que hace Buzz Lightyear en el primer título de la saga es una explicación nítida de la indeterminación heideggeriana) terminan por caer al fondo de la parte más oscura y sádica del vertedero, aquella en la que las basuras no son apiladas sino destruidas por el fuego, y transformadas en otra cosa. El reciclaje de los residuos es evidentemente un proceso, consecutivo a su producción y consumición (14). Por un momento, Woody y sus amigos creen llegado el fin del que son conscientes: ser arrojados a la basura (o al desván o al olvido), como Steve Mcqueen y Ali MacGraw al final de La huída (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972), una alegoría del fin (moderno) de los personajes clásicos. Por un momento. Los héroes de plástico saldrán del apuro y conseguirán una nueva familia basura, una casa basura, unos niños basura.

Otros filmes, al margen de los contenedores de ficción animada, se han acercado al tema de la basura. La ficción sobre la estolidez en Idiocracia (Idiocracy, Mike Judge, 2006) que dibuja un futuro basura con un presidente actor porno (una visión similar a la de La broma infinita de David Foster Wallace, pero más grotesca, llevada a cabo por el director de la mítica serie Beavies y Butthead) y un problema ambiental. La basura es entonces la humanidad idiota, que puede incluso finiquitar por hacer el amor con los desperdicios, follarse la basura en plena idiocia, como en la desopilante Trash Humpers (Harmony Korine, 2009), posiblemente la mejor cinta basura de todos los tiempos. Por otro lado, en el viejo continente y plegado a la realidad, el documental Into Eternity (Michael Madsen, 2010) investiga el vertedero radiactivo de futura construcción en Finlandia: el equivalente de las Pirámides de Egipto de nuestra civilización, nuestra dádiva futura, es un dantesco basurero. O también en Gomorra, desde luego más claramente en la novela que en la dramatización de Matteo Garrone, donde vemos cómo la gestión de la basura radiactiva es un negocio para la Camorra italiana, que hace del sur de Italia y de las playas de Somalia un lodazal venenoso. Imágenes, no tan sublimes sino auténticas, que nos devuelven a un mundo real, de una basura en progreso, que habita el mundo y que, quizás, como hacía la vergüenza con Josef K. al final de El proceso, nos sobreviva. Y el mundo será, en apariencia, igual al que vemos en estas imágenes digitales. Entretanto, podemos decir, con Carl Jung: “Pertenece al desarrollo instintivo del hombre el que comience en la esfera cloacal y tenga que atravesar ese oscuro vall-e” (15).

 

 

(1) BUENO, Gustavo: Telebasura y democracia, Ediciones B, 2002, pág. 34.

(2) KANT, Immanuel: Crítica del juicio, Ed. Espasa Calpe, 2004, pág. 187.

(3) http://www.elmundo.es/elmundo/2004/08/27/cultura/1093603576.html: la obra de Metzger en cuestión es del año 1960 y lleva el título de Nueva creación de la primera presentación pública de arte autodestructivo.

(4) PARDO, José Luis: Nunca fue tan hermosa la basura, Ed. Círculo de Lectores .

(5) KOOLHAAS, Rem: Espacio basura, Ed. Gustavo Gil, 2007.

(6) BROWN, Chester: Ed, el payaso feliz, Ed. La Cúpula, 2006, págs. 32-33.

(7) KOOLHAAS, Rem: op. Cit, pág. 6.

(8 ) COSTA, Jordi: Películas clave del cine de animación, Ed. Robinbook, 2010, pág. 15.

(9) Véase nota 5, pág. 3.

(10) Véase nota 4.

(11) Cahiers du Cinéma. España, nº. 29, Diciembre, 2009. Ignasi Guardans, el entonces director general del ICAA en una entrevista titulada con sus propias palabras: “Queremos que se haga más cine para niños”.

(12) Véase nota 5, pág. 15.

(13) “Más y más, más es más”, reza el principio de sobreabundancia del paradigma basura. Peter Sloterdijk, En el mundo interior del capital, Ed. Siruela, 2007.

(14) “Restaurar, recolocar, reagrupar, reformar, renovar, revisar, recuperar, rediseñar, reformar, rehacer, respetar: los verbos que empiezan por ‘re’ producen “espacio basura”. “El espacio basura será nuestra tumba”, Koolhaas citado en Fernando Castro Flórez, Una “verdad” pública, Ed. Universidad Autónoma de Madrid, 2009

(15) JUNG, Carl: Sobre el amor, Ed. Trotta, 2010, pág. 30 (el guión es mío). En el vall-e, la basura se caracteriza por la sobreacumulación y la saturación: “Bien, creo que a estas alturas está claro que estoy proponiendo concebir el no lugar como un eufemismo de lugar-basura (y, por tanto, como un síntoma de que hemos empezado a ser tolerantes con los hoteles-basura, con los restaurantes-basura, con los camareros-basura, los platos-basura. los cocineros-basura y las mesas-basura, con los empleos-basura, las empresas-basura, las tiendas-basura, los muebles-basura, las casas-basura, las familias-basura, los matrimonios-basura, los programas-basura, los libros-basura, los discos-basura, los cuadros-basura, las enfermedades-basura, los medicamentos-basura, las universidades-basura, las carreras-basura, los profesores-basura, los Estados-basura, los políticos-basura y los ciudadanos basura)”. En PARDO, José Luis, (véase nota 4, pág. 174). A lo que, en la circunscripción a nuestro ámbito, habría que añadir: las salas-basura, las butacas-basura, las taquillas-basura, las películas-basura, los textos-basura-sobre-películas-basura, etc. Y, como dice hoy mismo el defenestrado (por la televisión-basura) Iñaki Gabilondo: “La basura es basura aunque la adereces”, El País, 3-3-2011, última página.