Recordando a José Luis García Berlanga

La caída del imperio austrohúngaro

 

Berlanga, memoria de una época

El último representante del Imperio austrohúngaro, Luis García Berlanga, nos dejó recientemente. Fue el más aventajado director español, que hizo de la falta de todo una necesidad para decir algo. Y, a día de hoy, su cine se puede leer como un psicoanálisis tragicómico de la locura colectiva por la que ha pasado nuestra sociedad. Imaginemos, por ejemplo, la siguiente escena: un niño junto a sus padres (parecen humildes) es invitado a un salón de gente acomodada. En la mesa de la estancia reluce una fuente navideña, decorada con todo esplendor. El chaval, como niño y como pobre, nunca ha visto tantas cosas bonitas y buenas juntas, y coge tímidamente un polvorón de la fuente. La señora de la casa le ve y le recrimina, con cierta ironía, sus modales: “¿Acaso no te han enseñado a pedir las cosas?”. La madre del chaval, muerta de vergüenza, le pide perdón a la señora y esta le responde que no es grave, pues, al fin y al cabo, se trata de niños… Aunque, eso sí, a estos “hay que ir educándolos”. La reprimenda sirve de “lección” a la madre y esta asume su rol de sierva volviendo a pedir perdón a la señora, mientras el padre le da un cachete en la colleja al chaval y le zarandea. He aquí una escena que podría resumir el cine de Berlanga, donde suelen pagar justos por pecadores. Ante la situación mezquina generada por los poderosos, serán los débiles los que siempre recibirán los golpes. La hostia al niño, la prepotencia del jefe para con su trabajador, la violencia del sistema contra el individuo, la burocracia frente al sentido común, la injusticia como norma. Ese es su universo.

Cuando ves una de sus películas y compruebas que alguno de nuestros progenitores ríe con el dolor ajeno como algo normal, compruebas la brecha. “Es una de Berlanga”, luego hay que pasárselo bien, deben de estar pensando. Y uno también se lo “pasa”, pero sobre todo se pregunta si estamos viendo la misma película. Porque si algo ha hecho el cineasta valenciano es engañarnos dulcemente, hacernos tragar la espina untada en miel. La de una época y un cine que, como resumió Juan Antonio Bardem en las Conversaciones de Salamanca, se reducía a “lo políticamente ineficaz, a lo socialmente falso, a lo intelectualmente ínfimo y a lo estéticamente nulo e industrialmente raquítico”. La consecuencia lógica de una sociedad dañada en su línea de flotación: la educación y la consciencia. Por lo tanto, ¿qué se podía hacer?

En esta desolación se generó un tipo de cine de escasas referencias visuales, poco preocupado por su esencia fotográfica y completamente ajeno a las corrientes político-culturales que estaban aconteciendo, y en el que, excepciones aparte (1), todo se sostuvo bajo los cánones de la dramaturgia. Un modelo, el de nuestra industria, que se fue amoldando a través de esas faltas, a través de la censura, y en base a unas pocas fuentes externas de inspiración -si acaso el limitado número de películas norteamericanas que llegaban y los filmes enmarcados en el neorrealismo italiano. Esta última corriente fue, precisamente, la que más influyó en los Bardem, Berlanga y José María Forqué. Entre ellos, el valenciano -que despotricaría de la posterior nouvelle vague por el excesivo peso que en esta cobraba el director como autor de una película- fue responsable de una serie de obras esperpénticas irrepetibles, construidas bajo el tamiz de las “falsas comedias”. Su caso es un verdadero oasis (uno de los pocos) en el desierto de nuestro cine. Un fenómeno único y sorprendente.

 

La relevancia de Rafael Azcona

El binomio Berlanga-Rafael Azcona era un equipo tan bueno como el binomio Azcona-Saura. Y es que el célebre guionista inventó algunas de las películas más poderosas de nuestro cine y, con su aportación, replanteó la obra del cineasta valenciano. Su talento era ya patente en libretos anteriores –El pisito (Marco Ferreri y Isidoro M. Ferry, 1959) y El cochecito (Marco Ferreri, 1960)-, pero sería Plácido (1961) su gran triunfo. Un descubrimiento que llega poco a poco para el espectador que contempla el filme: primero las risas, luego la fascinación por los actores, después el ritmo y el tempo, y finalmente el drama. Berlanga ya había decorado su universo, pero el esperpento azconiano lo nutrió de más detalles, de diálogos incisivos y de dobles lecturas. Surgió entonces un análisis mordaz del país, con Francisco Franco y sin él, y una percepción humana oscura, egoísta y monstruosa, un “no tenemos remedio”, y una reflexión sobre la incomunicación (nadie escucha a nadie y menos al más débil) urdida bajo la vestimenta de una comedia grotesca –Plácido– que no podía sino funcionar en manos del director valenciano.

Aquella película y el resto de la obra de Azcona hasta entonces merecieron un certero análisis de un joven Víctor Erice y de Santiago San Miguel en la revista Nuestro cine (2). Allí se hacía hincapié en el rol de los personajes en El pisito, El cochecito y Plácido; filmes en donde se desarrollaba una crítica hacia el egoísmo y la insolidaridad que genera una cierta moral cotidiana de andar por el mundo, una actitud en la que la crueldad común se considera normal cuando no lo es. Aun así, aquellas no eran películas militantes sino trabajos ambiguos que podían dar lugar a equívocos. Pues, al centrarse en la caricatura de la anormalidad de la sociedad, algunos espectadores bien podían creer que estaban solo ante parodias amables del mundo peculiar que les rodeaba y no ante verdaderos alegatos contra la injusticia, contra lo anómalo de su existencia, contra el mal. No creo, en este sentido, en las malas intenciones de Berlanga o de Azcona (la suya era casi la única vía de expresión posible) sino más bien en el hecho de que sus historias destapaban el “sálvese quien pueda” cotidiano en la España de la época. Hasta el punto de que ellos lograron dar con la fórmula para reflejar lo que éramos (o lo que aún somos): el disparate. Deformando la realidad abrieron, pues, nuestra herida sin morir en la operación. Al menos en nuestro país, ya que en el extranjero muchos de aquellos títulos fueron vistos desde el exotismo, sin apreciarse su valor transgresor.

Algo un tanto injusto y más si consideramos que, aun partiendo de nuestra sociedad, varias de las obras más importantes de Berlanga fueron concebidas bajo tres conceptos universales: la pobreza-mezquindad social, la muerte y el sexo. Tres conceptos presentes en Plácido, El verdugo (1963), Tamaño natural (1974) y ¡Vivan los novios! (1970). Exceptuando este último trabajo (de contexto muy patrio, con relaciones sexuales reprimidas y destape), todos estos filmes conforman el epicentro de su cine y son, a mi entender, de largo recorrido internacional. La característica que los hace demoledores, y de calado fuera de nuestras fronteras, es el hecho de haber sido realizados en dictadura, con una proyección y doble sentido sin igual, generando un enfoque único frente a otras producciones con temáticas parecidas creadas en estados de derecho, como serían Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), El techo (Il tetto, 1956) -ambas de Vittorio de Sica- o Mamma Roma (Pier Paolo Pasolini, 1962). Estos títulos italianos surgieron en una Europa que vivía el desarrollo del estado del bienestar y en la que los desequilibrios sociales se trataban en el cine desde la tragedia. Un camino bien distinto al tomado por Berlanga que contaría lo que ocurría bajo la vestimenta de la comedia -tampoco lo podía enfocar de otra manera. Una singularidad a la que cabría sumar el peculiar tratamiento que el cineasta valenciano daría a otro concepto primordial en su obra: la incomunicación. Lejos del perfil intelectual de un Michelangelo Antonioni, Berlanga describiría el fenómeno a partir del más mundano y egoísta “primero yo y luego los demás”, en una construcción formal donde no existe la dialéctica ya que, literalmente, todos hablan y nadie escucha.

El verdugo, coproducción italiana, es la consecuencia de Plácido y también un guión mucho más atrevido. Y es que el director valenciano, en su recorrido oscuro por nuestros males, no podía pasar por alto la pena de muerte del régimen (la “no moral” de un estado inmoral). Un régimen que, dicho sea de paso, había ejecutado por garrote vil al comunista Julián Grimau y a los anarquistas Francisco Granados Gata y Joaquín Delgado Martínez pocos meses antes del estreno de dicho filme. Con el apoyo del guionista italiano Ennio Flaiano y la impagable labor de Azcona, Berlanga rodó uno de los mejores textos del cine español y su obra más oscura -también una de las más censuradas y la mejor acogida en el extranjero (3). Un filme donde Nino Manfredi encarna a José Luis Rodríguez, un individuo que se encuentra bajo el peso de la injusta y rígida estructura social; un ser condenado por todos los imperativos sociales a hacer algo de lo que reniega. Un personaje, en definitiva, engañado por todos que será incapaz de cambiar el curso de su vida y que se verá obligado a tragarse el nefasto destino que le han perpetrado en un país adecuado para ello.

El resultado fílmico de sus peripecias no será una crítica hacia los verdugos, ni un reflejo de ellos -de eso ya se encargaría Basilio Martín Patino-, sino la mayor y más descarnada crítica a una sociedad mezquina, a aquella que te dice “asume la realidad y traga que eres pobre”. Rodríguez será, a su vez, una figura clave en el desarrollo del humor negro en la obra de Berlanga-Azcona. Un hombre castrado, a la deriva, perdido en una grotesca y malvada sociedad de oscuros funcionarios, curas, viejecitas, suegros, suegras, boticarios, caseros, pobres, parejas púdicas, guardias civiles, sastres, empleados de sucursales… Seres que, con sus mediocres e infelices vidas (victimas del mismo sistema), aplican todo su egoísmo hacia él, reduciendo su vida al siguiente axioma: “si nosotros no somos felices en este país, tú tampoco”. La constatación, en síntesis, de que España era un espacio común para joder al prójimo.

 

El culo de una hembra, pelos de coños, bicicletas sodomitas

Cuando la libre sexualidad se coarta, renace la perversión. Sobrevivía este deseo en medio del blanco y negro de los sesenta, escondido por el propio Berlanga, o como anzuelo para la censura. El más bello objeto de deseo, la mujer -su desnudo, un culo, un pecho, un fetiche-, emerge en las obras posteriores de la década de los setenta. Dos títulos, ya en color, abren el festín: ¡Vivan los novios! y Tamaño natural (1974). En esta nueva etapa, la revelación más importante de Berlanga y Azcona fue la percepción masculina de lo erótico, con toques de perversión, fetichismo y posesión. En Tamaño natural, el binomio lleva a cabo una película visionaria y, a mi juicio, muy poco valorada. Avecinamos algo tremendo: la llegada de la vida moderna en un filme que defiende la soledad y tiene una visión dolorosa del inconsciente masculino -como dato curioso, comenzaban a llegar las primeras revistas porno a nuestro país y los juguetes para adultos. Michel Piccoli soluciona su insatisfacción sexual con un canto a la misoginia, cambiando a su esposa por una muñeca de plástico, por la mujer “perfecta”, la que no envejece, la siempre dispuesta… Iniciando así un periplo berlanguiano que le llevaría hasta el final del camino en París Tombuctú (1999).

Tamaño natural es una película paradigma; el único drama en la filmografía del cineasta valenciano que aquí nos recuerda más que nunca a Buñuel. Surrealista, perverso, cáustico… El filme deja ver el lado oscuro de las relaciones y los deseos, y es extremadamente moderno y provocador. Acercándose a una cierta contemporaneidad europea, Berlanga se aleja de las formas de su cine: abandona el plano secuencia y se centra, por primera y única vez en su trayectoria, en el mundo interno de la persona, dejando fuera el retrato ambiental y las anomalías sociales. En vez de verse arrastrado por los acontecimientos, Piccoli toma decisiones propias para cambiar su devenir vital y es un personaje que logra ser amo de su destino. Un destino surrealista, quizás, pero el que él ha elegido. Algo no frecuente en el resto de la obra del responsable de Plácido.

El valor del filme mucho más allá de lo local es incuestionable y eso es algo que, para mi sorpresa, pude comprobar en el Kims Video, célebre videoclub situado en el Soho de Nueva York, donde hallé una copia en DVD de Tamaño natural. En este fascinante y laberíntico lugar -abierto las 24 horas y donde se encuentra casi todo el cine del planeta- tuve la ocasión de hablar con el dependiente, que me confesó que aquella era una de sus películas favoritas y la que motivó su interés por la obra de Berlanga, donde nunca encontró un título que igualara tan grata impresión. Y es que, entre otras cosas, se trata de un filme que realiza un recorrido introspectivo, que bien puede recordar al del Carlos Saura más comprendido en el extranjero; el de películas que muestran las devastadoras consecuencias de la no-educación franquista en el individuo como Peppermint Frappé (1967) o La prima Angélica (1974). Un cine donde el ritmo nos permite la contemplación y existe un mayor peso de la imagen, de los detalles, de los momentos absolutos -la poética: ver bailar inocentemente a los niños Porque te vas en el salón de casa en Cría cuervos (1976) es una cristalización de nuestros recuerdos infantiles- y de los perfiles de los personajes. Un cine con más capas.

Desde entonces, el fetiche estará presente en la obra de Berlanga de una u otra manera. Para muestra, la mujer raptada y atada, y la colección de pelos de coño del marqués de Leguineche en La escopeta nacional (1978), y el culo de Fedra Lorente, la bicicleta sodomita y los pechos de Concha Velasco en Paris Tombuctú. Dos casos en los que, a diferencia de Buñuel, el cineasta valenciano confirmó que no jugaba con la metáfora sino con lo explícito, con lo pornográfico. Así, mientras que el fetichismo buñueliano era un juego más cruel, más intelectual, el berlanguiano era más juguetón. Ambos tenían, eso sí, buenos referentes: el Marqués de Sade para Buñuel, la novela Historia de O de Pauline Réage para Berlanga.

 

El plano secuencia, la dirección de actores y los otros cines

La dirección de actores del director valenciano era en sí misma un signo de autoría, tal y como el mismo autor reconoció en 1994: “El hecho de que casi todas mis películas sean corales es una costumbre, sin ninguna razón estilística o mensajística. Creo que se trata de una limitación… Igual lo que hago es poner dos mil personas delante de la cámara para que no se me note que no sé dirigir. Quizá también porque soy pirotécnico, valenciano y eso ayuda”. Sentido del humor no le faltaba, pero es importante detenerse en la confección de sus planos secuencia. Berlanga creaba un baile coral, donde el primer plano mantenía el discurso primordial del guión, mientras que el segundo lo complementaba y el tercero lo ampliaba con el acting (actuación improvisada por los propios intérpretes). Un ejemplo de ello es la escena del casamiento del pobre moribundo en la casa de los burgueses en Plácido donde, además del hecho de la boda, encontramos el diálogo de Agustín González y José Luís López Vázquez sobre la sinusitis, mientras que Casen y su familia esperan en la entrada de la puerta, preocupados por la letra del motocarro y cenar. Todos esos personajes, jugando con el movimiento de cámara, van rotando sus posiciones de primer plano a segundo o tercero y viceversa. Un compendio de habilidad y dinamismo que hace que la escena tenga un movimiento continuo, gracias a la actuación de los personajes. Ellos son los que dirigen la cámara con sus movimientos tras las pautas del director. La imagen nunca está en reposo, respira la vida que le dotan los personajes. Hablamos de ritmo interior en el plano, no en el montaje. Y es que con el director valenciano la herencia teatral es indispensable, y el guión es un texto abierto que se enriquece con los actores, con un juego de improvisación.

Se trata, pues, de un cine teatral y lingüístico, muy a la par de otro cine también de la época y también a contracorriente: el de Billy Wilder. Este sí, el mayor representante del Imperio austrohúngaro que pagó su clasicismo con una producción mínima a partir de los setenta, hasta el punto de realizar en 28 años apenas un par de películas. La comedia de Wilder, también dramatúrgica, expresa los males del hombre moderno (no expresa los males de un país, como hacía la obra de Berlanga) utilizando un humor frío, elegante e inteligente, frente al pirotécnico, listo y mediterráneo del valenciano. Habría que preguntarse si con mayor originalidad o no. Al fin y al cabo, el cineasta austriaco podía utilizar el drama, podía utilizar todos los recursos, como lo hizo en muchas de sus películas. Berlanga, en cambio, debía vestirlo todo de falsa comedia: no le permitían hacerlo de otro modo. Quizás se le esperó después, ya muerto el dictador, una película en la línea de Tamaño natural. Esta, sin embargo, nunca llegó.

Si pensamos en otros directores de la época, el trabajo de Federico Fellini también nos podría valer para detectar influencias en Berlanga. Existen sin embargo puntos equidistantes entre ambos realizadores. Uno de ellos sería el escaso empleo de planos secuencia por parte del cineasta italiano. Este tendía más bien al travelling lateral, a una panorámica que se dirigía con las miradas de los personajes -que rompían ocasionalmente la cuarta pared- o con los movimientos de los actores (o figurantes) en segundo plano. Método que podemos observar en el banquete de Trimalción en Satiricón (Satyricon, 1969) y en la bienvenida al balneario con la música de Richard Wagner en la sublime Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963). Sea como fuere, ambos autores estaban unidos, en primer lugar, por una buena amistad. No en vano, nuestro hombre le dedicó unas sentidas palabras -en el diario ABC– al cineasta italiano cuando este falleció en 1993. En ellas comentaba la inevitable y enorme influencia de Fellini en el cine y en su propia obra. Apreciaba el valenciano que sus películas fueran comparadas con las de Federico, aunque desmentía abiertamente tal apreciación ya que, según él, lo felliniano solo era posible en el propio director italiano. Si acaso Berlanga se definía, solo, como amarcordniano.

Este término nos delimita un espacio vital donde la intervención de los intérpretes es esencial. Por mucho que el recorrido de Fellini sea más extenso, sobre todo en su capacidad lírica y visual, el valenciano comparte con aquel idéntico cariño por la dirección de actores en búsqueda del dinamismo y la vitalidad en la comedia. Algo patente en algunas de sus escenas que guardan similitudes con la del almuerzo familiar de Amarcord (1973). Los cortes de Berlanga son, sin embargo, menos patentes, ya que este solía acumular intérpretes en sus planos secuencia y hacía que todos hablasen, que todos actuasen, que unos se pisaran con los otros y, sobre todo, que todo ello nos dejara confundidos, sumidos en el disparate. Para conseguir tal efecto, es relevante hablar de una gran generación de actores. Una serie de profesionales comprometidos con una concepción del cine como obra coral, estando dispuestos a asumir roles secundarios en pro del objetivo final del filme que, no por ello, dejaba de ser una indudable pieza “de autor”.

 

Pros y contras

Aun así, el cine de Berlanga se ve disminuido frente al de los grandes autores y la razón de ello podría hallarse en su dificultad para exportar su visión del mundo al exterior. La naturaleza lingüística de su obra, el excesivo peso de la dramaturgia y la prioridad en esta de lo hablado sobre lo visual, no ayudan demasiado. Sin duda, la traducción de sus películas no favorecía su total comprensión en otras lenguas y por ello, a excepción de la citada Tamaño natural, pocas lograron traspasar las fronteras.

Bien es cierto que, por otro lado, la situación del país tampoco mejoró su capacidad de exportación. No solo industrialmente, sino también artísticamente, el franquismo fue una enorme losa cultural. Esto nos abre otra veta, más complicada; la que implica adentrarnos en las raíces de los problemas de nuestro cine, principalmente estructurales y educativos. Una historia muy larga que llevaría todo un estudio. Desde una perspectiva cercana, referida a los directores españoles más reconocidos, es posible articular un pequeño diagnóstico. Tomemos la palabra a Víctor Erice, que advierte de la falta de tradición cinematográfica en España (nuestro cineasta de referencia, Luis Buñuel, realizó toda su obra en el exilio), sumémosle a este hecho la inexistencia de un cuerpo teórico que permita unir a nuestros creadores audiovisuales -que emergen desconectados, como islas- y añadamos la ceguera cultural por parte de los estamentos. Ya tenemos una idea parcial de lo ocurrido y de lo que, en parte, aún ocurre.

No es una cuestión de falta de industria, es un replanteamiento y estudio del cine como lenguaje y como arte, y sobre todo de educación  (4):  acercar el cine a la escuela y primarlo por delante de su presentación como mero entretenimiento. Erice advertía, en una entrevista publicada en 2002 en El Cultural de El Mundo, de esas faltas y de la progresiva muerte del cine (no solo en España) como arte popular desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Seguirán existiendo excepciones, principalmente producidas por las televisiones, pero el cine español que viene (que ya está aquí) estará enmarcado en las nuevas tendencias del audiovisual y se proyectará en nuevos espacios. Ahí es donde, probablemente, surgirán los mayores talentos de nuestro cine.

Talentos que, eso sí, deberán tener en cuenta el legado de Berlanga. La suya es una obra que debe reposar y que se debe revisar. Para mí, nunca debió existir el contexto donde se nutrió, pero así es la Historia. Sobre él, siempre nos quedará esta frase de Franco: “Berlanga no es un comunista, es mucho peor, es un mal español”. No hay mejor halago que este.

 

(1) Pienso en la de José Val del Omar (Granada 1904 – Madrid 1982), que posee una de las obras más interesantes del panorama audiovisual español durante el franquismo. En este sentido, recomendamos el artículo de Gonzalo de Pedro en El cultural digital, donde se hace referencia a la exposición de Val del Omar que se pudo ver en el Reina Sofía de Madrid.

(2) El artículo se titula Rafael Azconay fue publicado en el número 4 de la revista, en 1961. En él se plantean los aciertos y peligros abiertos por la obra del guionista. Sobre El cochecito, El pisito y Plácido, recogemos el siguiente apunte: “Toda la actuación de los personajes de estas películas no viene a ser más que la definición práctica de dos constantes: la insolidaridad y el egoísmo, aplicables a una moral de relación”.

(3) La película recibió el Premio de la Crítica en el Festival de Venecia de 1963 y también en el Festival de Cine de Moscú.

(4)La educación cinematográfica es materia de estudio del teórico francés Alain Bergala, del que recomiendo la lectura de La Hipótesis del cine: pequeño tratado sobre la transmisión del cine en la escuela y fuera de ella; Ed. Laertes, 2007.