‘El abrazo de la serpiente’: carta (sin Oscar) a Ciro Guerra

¡Sí a la Guerra!

 

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Faltan algunos minutos para la media noche del 29 de febrero y en algún lugar de la tierra no suena la fanfarria deleznable ni sale el cauchero de turno a dar las consabidas felicitaciones (aunque sí lo haya hecho, solo que en nombre de la consolación lastimera) a un paisano que al parecer tenía la misión de conseguir el ídolo para su pueblo. La prensa local, de natural mediocre, vocifera el no de la no consecución del ídolo, uno más en esa larguísima lista de noes grabados en la piedra de la historia, pero al igual que el cauchero de turno, no dan la consabida felicitación pero sí la consolación lastimera en la infinita ingenuidad que esconde la conjunción adversativa del ‘pero’: no pero sí, sí pero no, y sigue así, sin llegar jamás siquiera a rasguñar una afirmación patente o la negación castrante. Y el no se hace aún mayor, más grave, en la redondez fáctica de la no consecución del ídolo cuando el cauchero de turno y la prensa local y, ¿por qué no decirlo?, el propio pueblo ven que el pobre paisano –pobre ya no por la no consecución sino por la derrota somera– no pudo levantar el ídolo del Podium Celeberribum férreamente custodiado por los senos de la Toti, esa otra paisana, sin duda no tan pobre. El espectáculo no fue lo que debió ser en algún lugar de la tierra por muchas razones, no solo porque el ídolo no fuera sostenido durante un segundo por ese par de costeños en medio de los aplausos de la mano blanca y el blanco destello de los flashes en ese rincón californiano en el que el sol nunca se pone. Como si Indiana Jones hubiera sido despedazado por las trampas escondidas en la gruta antes de levantar el ídolo aborigen, la historia del paisano acabó antes de tiempo ante los ojos desilusionados de su pueblo, seguramente entre los obstáculos de la alfombra roja y los asientos del teatro Dolby. Pero –porque yo también hago el uso de la conjunción– que me haya librado de ver semejante pornografía local, étnica y bananera, me permite decir lo siguiente:

Estimado Ciro, me alegro de que hayas escapado de la maldición del ídolo, pues de lo contrario habrías tenido que cometer suicidio o peor, ser encontrado años después ensartado en una estaca, de cabo a rabo, en medio de la selva del Guainía, como el célebre póster de Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980). Y no lo digo por estereotipar a las comunidades indígenas de los afluentes amazónicos, poco dadas al canibalismo además, porque yo mismo, siendo hombre, blanco y casi que protestante, me hubiera encargado de empalarte. Y bien merecido lo tendrías por haber envilecido el blanco y el negro en un miserable cambalache por el oro. ¿Que lo hacías como un homenaje a los pueblos que capturaste con tu cámara dices? Te equivocas, porque los habrías convertido en simples chullachaquis. Las gentes del monte habrían quedado atrapadas por siempre en la brillante perennidad del ídolo; sus nombres habrían sido confundidos con el nombre del ídolo; los demás pueblos de la tierra ya no los hubieran visto a ellos más que al ídolo. Habrías actuado como el cazador en busca de una cabeza que colgar en su pared, solo que tú no eres un asesino; eso déjaselo a Spielberg –con quien te tomaste una foto– que lo hace tan bien.

¿Acaso querías un premio, Ciro? Si me dices que no, estarás mintiendo, pues de lo contrario no te habrías tomado la molestia de anudarte la perilla del pescuezo ni arrastrar al señor Bolívar con esa extraña combinación de plumas y sastre. ¿Acaso lo ibas a presentar ante los Reyes Católicos? Y aunque ya te habían dado uno en ese balneario de la Costa Azul –en donde, por cierto, ese otro paisano, Víctor (Gaviria), había ya presentado en sociedad al talentoso e inevitablemente desaparecido Ramón Correa hace más de veinte años [cuyo diario inspiró gran parte del guión de Rodrigo D: No futuro (1990)]–, tenías que ir todavía a por el más brillante. Pero como yo no soy Dédalo ni tú mi pequeño Ícaro, te voy a dar el único premio que vale realmente la pena recibir, puesto que lo sigues buscando: el mío.

Yo te concedo a través de estas palabras mi premio, Ciro, por haberte consagrado como una persona que hace cine. No un mercachifle ni mucho menos un propagandista de medio pelo, sino un artista cuyo medio de expresión es el cine. Esta es tu tercera película y me has demostrado que eres un director integral, con un estilo, con una voz definidas. Ya desde La Sombra del Caminante (2004), cuando te vi por primera vez en el canal estatal dedicado a la cultura siendo yo todavía un adolescente, supe que había algo auténtico en tus imágenes, y que ese algo no era auténtica basura folklorista. Todo lo contrario. Fuiste el primero en hacer un uso responsable y consecuente de la alegoría y de la sinécdoque, de la retórica y de la dialéctica. Supiste convertir a la película en lo que es: un universo autónomo de su emplazamiento productivo. En otras palabras, te convertiste en un argumentista apátrida y en un fotógrafo sin pretensiones; un Cineasta del mundo y para el mundo. A lo mejor porque eres costeño, pudiste alejarte de ese agujero negro que está a 2.600 metros más cerca de las estrellas, así tu ópera prima recorre sus calles con tanta destreza. Ver una película tuya es como ver una película de cualquier Cineasta, o mejor aún, ver una película de cualquier buen Cineasta. Por eso verte a ti, Ciro, es simplemente ver a Ciro Guerra, así como ver a Andrei Tarkovsky es ver a Andrei Tarkovsky y ver a Pier Paolo Pasolini es ver a Pier Paolo Pasolini. Alguien me preguntará escandalizado si son legítimas estas equiparaciones. Yo le responderé que no porque simplemente no lo son, así como el roble sirve para hacer el armazón de un piano y el ébano para hacer sus teclas.

El editor me dice que el ídolo, o la nominación a este, sirvió para divulgar tu obra. Eso es completamente cierto, pero es una verdad lamentable. Fue gracias al ídolo que me vi haciendo una fila gigantesca frente a los cines Verdi de Barcelona para poder verte, en un lugar en el que jamás imaginé hacerlo. Pero si no te hubieran siquiera nominado, ¿te habría podido ver? En otro artículo en esta revista ya había revelado, como un chiquillo, la emoción que me produjo conseguir una película innominada –y por ende innominable– en un cinecito casi clandestino, después de varios años de espera. ¿Debería entonces esperar unos años más para verte, Ciro? ¿Es eso justo con un admirador? ¿O acaso soy yo un célebre y pomposo crítico de un gran medio, que puede ver lo que quiere de primera mano? ¡No, señor! A duras penas me puedo llamar un pirata que raspa la olla del tesoro y ni siquiera la delincuencia me habría asegurado poder encontrarte. Yo pregunto a un cielo tempestuoso y terco: ¿en dónde están los artistas anónimos, todos esos que no lograron contar con la gracia del ídolo? ¿Acaso se les debe condenar a la mazmorra del archivo? ¿No se le está concediendo demasiado poder al ídolo al dejarle clasificar qué se proyecta y qué no? Por supuesto, a los premios no se les debe dar tanta importancia y, aún así, ¿por qué se la dan? Te diré el porqué: por vanidad.

Y no digo que no debas poseerla, todo ser humano la tiene con o sin derecho, pero el ídolo funciona con esa magia negra que esconde el espejo de la bruja de Blancanieves, ese que nos avienta a la cara de pronto que no somos los mejores. Su voz es una afrenta no solo a nuestra vanidad artística, sino también al aura de nuestra obra. Cuestionarse si El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015) era mejor es tan mendaz como preguntarse si Raffaello es mejor que Michelangelo; si debemos leer a Stendhal o a Flaubert. Ahora bien, la voz del ídolo habla de cualquier cosa menos de la obra (como yo en este momento bajo su perversa influencia, pero yo no estoy aquí para hablarte de tu propio filme, y el que quiera saber de los referentes cinematográficos encontrados en Herzog, Coppola y Kubrick, de la river movie, de la sensibilidad del motif acuático, de la polifonía universal contenida en las mil voces de la selva que todo lo devora, que se lea las críticas o, mejor, que se vea la película), y toda consideración al respecto estaría fundada sobre criterios antiestéticos. Hoy todavía estaría leyendo sobre las nuevas promesas productivas para las depauperadas comunidades del Vaupés mientras el llanto de Manduca es acallado por la infalible respuesta de la pólvora y el plomo o, peor, por la fanfarria deleznable.

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Pero no cabe duda de que te han dado a ganar algo y puede que no te vuelva a ver, querido Ciro, porque te vas para Hollywood y en Hollywood la gente cambia –como los expresionistas alemanes, que dejaron de aguantar hambre pero desaparecieron por completo–, aunque allá sí podrás tener la ocasión de departir de vez en cuando con la Toti, quizá como contraprestación por la nominación, con la que tendrás que cargar por el resto de tu vida. Pero si te vuelvo a ver, querrá decir que fuiste capaz de luchar por tu integridad a pesar de las jugosas dádivas y los recursos imperecederos o, más loable aún, tuviste la suficiente virtud para usarlos a tu favor y a lo mejor terminas pareciéndote a Hitchcock, que no dejó de serlo jamás. Entonces serás más grande que el mismísimo ídolo, así te lo den una y mil veces y podré encontrarte únicamente a ti, cuando me plazca y donde me plazca. Para entonces habrás comprendido que los premios son solo para los animales que saben hacer trucos.

 

© Julián Cajas, marzo de 2016