La Sombra del Caminante

La potencia que se cuela de los márgenes

 

1. Un modelo de producción desde los márgenes (1)

En el año 2003, en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, una audiencia reservada exclusivamente a productores, distribuidores, representantes de fondos de ayuda y programadores de festivales del mundo entero, otorga el Premio Cine en Construcción a La Sombra del Caminante (2004), una película colombiana nominada entre otras siete latinoamericanas. Las imágenes iniciales de la película, en blanco y negro de bajo contraste, muestran a un hombre construyendo una estructura indescifrable con tablas de madera rústica y algunas herramientas de carpintería. Los planos cerrados y los sonidos áridos van dando forma al enigma: el hombre construye una extraña silla. Otros planos exteriores nos abren al mundo para distinguir al personaje vestido de negro, con la silla a cuestas y una especie de antifaz, deambulando por las calles de Bogotá. El hombre, un caminante, ofrece un particular servicio de transporte: lleva pasajeros en su espalda por escasos 50 pesos.

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La película es la ópera prima de Ciro Guerra, quien, aún como estudiante de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de Colombia, debuta como director y guionista, con Cristina Gallego como productora, también entonces estudiante del mismo centro. La escuela en donde los jóvenes estudiaban había sido fundada 15 años atrás en Bogotá (Distrito Capital), y aunque era pionera en estudios de cine y uno de los pocos espacios donde había acceso a equipos realización, no tenía una fuerte producción audiovisual, sino más bien se constituía como un lugar de aprendizaje y experimentación. Una vez finalizado el rodaje, con un corte de tres horas, la película es apadrinada por Jaime Osorio, un reconocido productor de la industria colombiana, quien realiza el corte final para exhibición de una hora y media.

En general, para principios de los 2000 no había realmente espacios continuos de producción cinematográfica en Colombia. Hasta ese momento la producción era de siete o menos películas por año (2). En respuesta, se creó en 2003 la primera Ley del Cine, impulsada por el gobierno nacional y algunos cineastas y productores, con la pretensión de “propiciar un desarrollo progresivo, armónico y equitativo de la cinematografía nacional y, en general, promover la actividad cinematográfica en Colombia”. Se funda además el Fondo de Desarrollo Cinematográfico.

Por lo tanto, el ascenso del todavía emergente cine colombiano apenas se inauguraba, apoyado con los fondos estatales y sus garantías de capital económico y simbólico. Así, la frugal manera en que La Sombra del Caminante fue realizada, en contraste con el prestigioso reconocimiento institucional, complejiza la discusión sobre los esquemas de producción y el abordaje de temáticas nacionales urgentes y necesarias en contextos de producción incipientes. En el caso colombiano, una película hecha por estudiantes universitarios –de una universidad pública–, con bajo presupuesto y desde un esquema colaborativo irrumpe como alternativa desde los mismos espacios institucionales, en una época en donde empiezan a materializarse impulsos públicos para apoyar el desarrollo de una industria cinematográfica local. Esta ayuda se perpetuaría con éxito por medio de estímulos, facilidades de financiación para coproducciones y una reglamentación que incluye la captación de recursos no habituales de contribución parafiscal de exhibición. Es así, a grandes rasgos, como se ha cimentado el proyecto institucional, también generando una hegemonía de contenidos y distribución cinematográfica: los estímulos han sido pretendidos y son vistos hoy como necesidad cine qua non para realizar una película en Colombia.

Es evidente que los espacios institucionales y alternativos generan posibilidades y obstáculos que merecen ser considerados para determinar las condiciones de producción de una industria fílmica que necesariamente tendrá repercusiones a nivel estético y formal en las películas. Cristina Gallego señala que la producción de La Sombra del Caminante puede ser considerada casi una antiproducción en la que se resolvían infinidad de problemas día a día (solo se pudo pagar al equipo técnico después de estrenada la película); antiproducción que, pese a las dificultades e inseguridades, permitió un ejercicio narrativo de economías, libre de caprichos y efectos pero lleno de momentos resueltos con creatividad, recursividad y eficiencia. De alguna manera, lo que es interesante plantearse con La Sombra del Caminante y el arco de trayectoria del equipo creador que concluye con una nominación reciente de El abrazo de la serpiente (2015) a los Premios Oscar, es de qué manera lo institucional dialoga con lo marginal y de qué forma y en qué aspecto aquello que se cuela de los márgenes tiene, o debería tener, la potencia de renovar y señalar espacios para pensar y diseñar las políticas culturales.

 

2. Los márgenes de la ficción

La Sombra del Caminante guarda un trazo de filme en construcción que se hace visible a través de las limitaciones técnicas de la película. Más allá de la sencilla y cuidadosa arquitectura de la trama, la caracterización de los personajes o la tremenda actualidad con la que se aborda el conflicto armado colombiano, lo que resuena en esta ópera prima es una especie de ritmo inherente a las imágenes que deja percibir una correspondencia indisoluble entre las condiciones económicas en las que el filme se gestó y las elecciones de orden estético que le dan forma. De alguna manera, aquella limitación que marcó un sistema de producción austero alejado de las lógicas industriales también permitió que se registraran, casi de manera más transparente, los gestos creativos del equipo: el vídeo en escala de grises, los abundantes exteriores, una puesta en escena íntima, con pocos personajes en cuadro; o el movimiento, a veces interrumpido e inestable, de los travellings y las cámaras subjetivas.

Estos rasgos, pues, antes de revelarse como límite, aparecen como claves visuales, tonos de estructura y motivos reincidentes de un universo emotivo y narrativo que se va gestando a medida que corre la película. Los exteriores, a modo de retrato urbano, dibujan unas nubes grises a la altura de los cerros, para abrir los cielos de una Bogotá fría que se quema en el blanco de un sol punzante. Se respira asfalto. Los transeúntes siguen su camino imprimiendo un gesto de extrañeza en el vídeo, ante los personajes y las acciones registradas por aquella cámara, en aquella película –ficción, al fin– que nace en medio de un escenario tan salvajemente real: es el centro de Bogotá, una megaurbe latinoamericana; inabarcable, sobrepoblada, repleta de oficios informales que, tal como los personajes del filme, habitan las calles a sus anchas.

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Del mismo modo en que los travellings de las calles de Nápoles en Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1955) se insertan como contraplano del real sobre el rostro de Ingrid Bergman, en La Sombra del Caminante la narración de la historia opera como una especie de contraplano ficticio. Dos hombres tienen un contacto aparentemente azaroso que, en medio de la necesidad y la fragilidad de sus espíritus, genera fuertes y genuinos lazos de amistad –resuena aquí uno de los ejes argumentales de la más reciente y muy aclamada cinta de Ciro Guerra–. El caminante defiende a Mañe de los matones del barrio, le talla una pierna de madera robusta para afinar un paso más firme; Mañe, por su parte, gestiona tareas administrativas que su amigo no puede realizar porque no sabe leer y, por lo tanto, le enseña. Así, van surgiendo entre los personajes espacios de mutuo descubrimiento y zonas de desencuentro que, al final, acaban arrojando a cada hombre por su camino.

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Pero lo más interesante de este acercamiento es que acontece como un hilo de ficción, que entreteje y a la vez desenvuelve fragmentos de otro real que se cuela por todas partes. Otro real que es, antes de nada, un equipo de estudiantes intentando hacer una película. Efectivamente la van haciendo con una Sony PD100, van inventándose Bogotá con el vídeo, registrando a los policías haciendo de policías, incluso probando fugazmente la sátira y el humor en momentos de escenificación, tal vez frágiles, con personajes más dirigidos que se asemejan a otras poéticas ya exploradas en el cine colombiano (3). El elemento real que se percibe muy vivo a lo largo del filme es una mirada que vibra entre las imágenes, un atardecer que se adivina rojo o rosado sobre la Plaza de Bolívar mientras las calles van quedando vacías en la noche; son aquellos personajes imaginarios desvaneciéndose en el horizonte nocturno.

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3. La potencia que se cuela de los márgenes

La potencia de los márgenes está, pues, en esos fragmentos de realidad que aparecen incontrolables en los hilos de la ficción y en aquellos frágiles momentos de escenificación que se desvanecen ante la evidencia del registro, haciendo resonar las sabias lecciones del neorrealismo italiano, muy claramente presente como referente en La Sombra del Caminante. Estas fuerzas, al permanecer visibles en el filme, denotan a cada momento una presencia creadora que lucha constantemente para crear un modelado del mundo que se registra en bruto como imagen fílmica (4). Sin embargo, estos márgenes pueden acabar replegándose ante la llegada del dominio técnico, la coproducción y la holgura económica, para inscribir a los creadores cinematográficos en la industria y generar taquilla, afinando un pulso en aras de la limpieza técnica y una calidad universalizable. Idealmente, sería el momento para la gestación de otros cines y otras miradas emergentes –bien sea de manera dialéctica, acaso por ensayo y error– que desde sus posibilidades también pudiesen reinventar lo cercano con lo que se tiene a mano.

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© Carolina Sourdis y Andrés Pedraza, abril de 2016

 

 

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(1) Agradecemos especialmente a Cristina Gallego, productora del filme, y a Emanuel Rojas, su director de fotografía, que compartieron con nosotros sus experiencias del rodaje.

(2) Son recordadas como películas de ficción de ese periodo La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 2000), Soplo de vida (Luis Ospina, 2000), Los niños invisibles (Lisandro Duque, 2001), Bolívar soy yo (Jorge Alí Triana, 2002), todas producidas dentro del circuito industrial y comercial y firmadas por directores con trayectoria.

(3) La secuencia en la que Mañe acude a la oficina de trabajo y se topa con una cínica y amable secretaria, que solo se preocupa por cobrarle el dinero para iniciar los trámites, recuerda a una secuencia memorable de La gente de la Universal (Felipe Aljure, 1993) en donde dos de sus protagonistas, desesperadas, intentan realizar un trámite en el banco.

(4) La presencia de esta dualidad, explorada por el Nuevo Cine Latinoamericano, podría rastrearse en el cine colombiano en películas muy disímiles como Chircales (Marta Rodríguez, Jorge Silva, 1970), Rodrigo D. (Víctor Gaviria, 1981) y en producciones más recientes como En lo escondido (Nicolás Rincón Guille, 2007), El vuelco del cangrejo (Oscar Ruiz Navia, 2009) o Porfirio (Alejandro Landes, 2011).