Diario del Xcèntric 2017 (4): Anne Rees-Mogg
Novelas inacabadas
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Tras escribir un texto tan inflamado como el que precede a esta cuarta entrada de mi diario, sentí que tenía que reevaluarme como cronista de cine experimental. Ni que fuera durante algunos minutos, o a lo largo de un día. Supongo que me preocupa la recepción, y más concretamente el que quienes se acerquen a estos textos puedan sospechar que mis impresiones son más bien acríticas, que de lo que se trata es de hacer proselitismo del Xcèntric. Pienso en el compañero Ignasi Franch, que hace algunas semanas se excusaba en una conversación conmigo por el “tono gélido” de su estupenda e inquisitiva crítica de Amor Tóxico (Norberto Ramos del Val, 2016) —película cuyo guión he escrito a cuatro manos con Pablo Vázquez— en el semanario bimensual y medio online La Directa. Ya habíamos comentado alguna vez que, así como su escritura sobre cine tiende a lo analítico, a desmenuzar y ponderar las películas, yo tiendo a irme por las ramas, divagar, acabar hablando sobre mí. Intento que exista un equilibrio en mis textos, que tengan un cierto valor para quien quiera saber algo sobre la película de la que hablo, pero es inevitable no terminar nunca de saberlo. Pero es que, volviendo al caso particular de Lacrima Christi (Teo Hernández, 1978-79), ¿es posible escribir desde otro lugar que no sea el entusiasmo sobre una película cuya forma cinematográfica, me atrevería a decir, es también el entusiasmo? Sobre todo, por supuesto, si la película te ha gustado, algo que no tiene por qué ocurrir. Sirvan, en fin, estas líneas para dejar constancia de mi intención de que estos textos no terminen siendo opacos, meros espejos de mí y de mis filias, sino que se comuniquen de alguna manera con el lector, tanto con los que hayan visto las películas como con los que no.
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En las películas de Anne Rees-Mogg (1924-1984), la banda de sonido funciona a menudo como la voz de la conciencia de la cineasta y profesora inglesa, una voz autoirónica que comenta sus intenciones y las cosas que le gustaría evitar. En un momento de Grandfather’s Footsteps (1983), por ejemplo, dice que la narración en off debería prescindir de ese tono pseudopoético que caracteriza algunas películas experimentales. En sus filmes oiremos, por contra, pequeñas conversaciones, alguna frase inacabada, reflexiones sobre el tema del filme o textos provenientes de cartas, sonidos que reflejan, ponen sobre la pantalla, el proceso de construcción de la película. También sus imágenes ponen al descubierto el tiempo y el espacio en el que se hizo el filme, que no tiene por qué coincidir con los otros tiempos y los otros espacios que la cineasta quiere evocar. Al final de Sentimental Journey (1977) vemos un plano que es como una foto de familia —varias de estas cosas las cuentan también los textos sobre la cineasta publicados en Lumière— de algunos de los estudiantes que participaron en el rodaje de la película, y poco después Rees-Mogg empezará a decir sus nombres y qué hicieron exactamente en el rodaje, un poco como unos créditos/agradecimientos filmados, y hay algo intrínsecamente bello, valioso, en esa forma generosa de registrar los nombres y los rostros de las personas con las que compartiste algunos meses o años de tu vida, rodando alguna que otra película experimental. Y recordar o imaginar también los colores del aura de cada una de esas personas, aunque la mayoría de esos colores no aparezcan en el filme ni tengamos claro siquiera si existe el aura y qué es exactamente. Creo que lo que más me quedó de la proyección dedicada a Anne Rees-Mogg fueron la ligereza y el cariño que transmiten unas películas que, además de valer por sí mismas, apelan al aspecto lúdico del proceso de filmar y ensamblar imágenes, como en las sencillas ilustraciones animadas que componen Welcome/Adieu (1983), el corto con el que se inició la sesión, o la guía de recursos del cine experimental contenida en Sentimental Journey, que nos recuerda, por ejemplo, que el montaje y la superposición hacen posible visitar dos o más lugares al mismo tiempo, así como el lugar fílmico resultante de la suma de esos lugares. Cosa obvia, de acuerdo, ¿pero acaso por obvia no deja de ser una posibilidad excitante?
Cuando Grandfather’s Footsteps está por terminar, Rees-Mogg dice que, para ella, el cine es una forma de arqueología, de llenar huecos y encontrar cosas, que es algo que también podría decirse, supongo, de la escritura autobiográfica y de cierta forma de crear, y también de nuestros paseos por las ciudades y por los bosques, conversando o pensando o perdiéndonos en el intento de proveernos de sentido. También yo, antes de tener claro qué escribiría sobre estas películas, deambulé por la red, descubriendo que un sobrino de la cineasta es hoy en día un personaje bastante popular en el Reino Unido: a Jacob Rees-Mogg se le tiene por uno de los miembros más dicharacheros del Partido Conservador británico, además de por ser un entusiasta defensor del Brexit. El cómico británico Alexei Sayle recuerda, entre nostálgico y contrariado, que una vez, cuando era alumno de Anne en la Chelsea School of Art, a finales de los setenta, le hizo una visita a su profesora y esta le pidió que tuviera a Jacob en brazos un momento. “Anne murió en 1984, fue la primera amiga que perdí, y pienso en ella cada vez que veo a Jacob en la televisión. Es extraño recordar a alguien a quien amaste a través de alguien cuya ideología política detestas”, explica. A su vez, me pregunto si el bebé cuyo rostro vemos fugazmente en Sentimental Journey, en unas fotografías, podría ser el mismo Jacob. Esa película evoca la demolición de una casa ubicada en el número 63 de Hilldrop Crescent, en Londres, en la que había vivido la cineasta, e Internet, de nuevo, me permite seguir tirando del hilo de los recuerdos. Esta vez es un blog extraño, porque reproduce páginas de un supuesto libro, A walking shadow, del que no hallo más referencias. Puede que se trate de un libro que pudo ser o que todavía está en proceso de ser. Su autora, alguien llamado Amanda Victoria Sewell, transcribe páginas de un diario que debió escribirse en algún momento de la década de los setenta, antes de que la casa fuera derribada. Y dice: “Me va a resultar difícil decirle a Anne que me voy. Ha sido una casera maravillosa —amable y generosa— y adoro este estudio con su chimenea de 1880, sus persianas, sus cálidas butacas y su suelo de pino pulido. Empecé unas series de poemas tituladas Calendonian Road Tales, y una novela llamada Mappa Mundi (que nunca terminé) y, mientras he vivido aquí, me he ido leyendo todo lo que escribieron Jean Rhys e Iris Murdoch”.
Del visionado de Sentimental Journey recuerdo fugazmente la fachada de esa casa; recuerdo la farragosa orden judicial o carta que explica por qué debe ser demolida; recuerdo un plano en el que, desde el interior de la vivienda alguien rompe una cristalera con una herramienta, y luego, las ruinas. Pero, ya fuera de la sala, de alguna forma, los testimonios de Alexei Sayle y Amanda Victoria Sewell me restituyen, en cierto modo, algo de la vida en aquel lugar, esa vida que se perdió en el tiempo. Hay una novela que nunca se terminó de escribir y que, a su vez, es o podría ser un mapamundi. Hay otra que puede que exista alguna vez o puede que no, y su título alude a nuestra condición de sombras en tránsito.
© Toni Junyent, febrero de 2017
* Este artículo es el cuarto capítulo del “Diario del Xcèntric 2017”. El primero, dedicado a Manon de Boer y José Val del Omar, se puede leer aquí. El segundo, dedicado a Patrick Bokanowski y Chick Strand, se puede leer en este enlace. Y el tercero, dedicado a Teo Hernández, se puede consultar aquí.