Declaración de guerra

Bailar hacia delante

 

Al final de su monumental cómic autobiográfico La ascensión del gran mal (L’Ascension du Haut Mal, 1997-2003), David B. reconoce que lo más importante que obtuvo al dedicarse durante seis años a plasmar en viñetas los recuerdos de una infancia marcada por la epilepsia de su hermano fue poder comunicarse con él de una forma que habría sido imposible de otra manera. A través del dibujo, encontró la fuerza. Con Declaración de guerra (La guerre est declarée, 2011), Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm tienen una hermosa forma testimonial de contarle a su hijo Gabriel, que también sale en la película, cómo libraron la batalla contra el tumor rabdoide que se le detectó en el cerebro a los dieciocho meses de vida y, al mismo tiempo, el mejor regalo de agradecimiento posible para el cirujano y todos los médicos que lucharon por su curación (1). Cine como registro y como don. Y solidificación de una experiencia vestida de ficción, relatada con la delicadeza y fluidez de un trío polifónico de narradores como un cuento, como esas “formas astutas y sólidas de afirmar algo en el terremoto constante de nuestra realidad” (2) que sirven para perpetuar memorias familiares. Las batallas de nuestros padres.

Es difícil, muy difícil, dar con películas rebosantes de tanta fuerza y viveza. Si David B. recuperó la (extremadamente compleja) sencillez de sus dibujos infantiles para encontrar el impulso que le permitiera contar sus ensombrecidos recuerdos, Donzelli, como cineasta extraordinaria, explota todos los recursos del lenguaje cinematográfico para insuflar vigor y potencia a una historia indudablemente dramática. Porque no dejamos de hablar de la odisea de una pareja enfrentada al cáncer de su bebé. Sí, nitroglicerina para la manipulación emocional. Pero manejada y contada de forma tan transparente que las emociones que brotan en el espectador nunca resultan forzadas. No hay violencia. Ningún gesto está orientado a encauzar nuestras lágrimas. El desafío no era pequeño; el logro es enorme.

Como decía antes, esta es la ficcionalización de una experiencia real. Donzelli y Elkaïm fueron pareja y tuvieron un hijo con tumor cerebral. Ellos escriben e interpretan a Roméo y Juliette; se conocen en una fiesta, se enamoran de sus grains de beauté y corren por la ciudad con Delerue de fondo. No tardará en llegar el pequeño Adam, que llora demasiado. Los primeros minutos de película son vertiginosos y fragmentados. La velocidad cogida por Donzelli en su debut en la dirección, La reine des pommes (2009), se deja notar en guiños alegres a la Nouvelle Vague, cuyas silvestres Caméflex vendrían a ser sustituidas aquí por la cámara de fotos Canon 5D de la que Sébastien Buchmann ha sabido extraer maravillas.

Cuando llegan los primeros problemas con el bebé, aparece la pediatra interpretada por Béatrice de Staël (urge levantar un monumento a Donzelli aunque solo sea por descubrirnos a esta mujer de tempo cómico prodigioso -¡qué dos gags, los suyos!-). Pero pronto el caso de Adam quedará fuera de su alcance. Es en ese momento, con el más ligero y sobrecogedor movimiento de cámara sobre un rostro (un movimiento que, con tristeza, había olvidado que alguna vez se pudo hacer con tanta inocencia), cuando la doctora Prat se da cuenta de lo que va mal. A partir de un gesto, la película entra en otra dimensión. La guerra se ha declarado. Jacqueline Taïeb no tardará en cantar que “En 1338 il y a eu la guerre/Celle qu’on a appelé la guerre de cent ans”.

Como todas las guerras, la de Roméo y Juliette se descompone en batallas: llegar a tiempo para coger el tren que va a Marsella y a la consulta de neurología, asumir la enfermedad, transmitir la mala noticia entre familiares y amigos, superar con éxito la operación, asumir la fragilidad, evitar con alguna fiesta que la tragedia haga metástasis en el resto de vida de la pareja, vender su piso y mudarse al edifico contiguo al hospital donde viven los padres con hijos en tratamiento, asumir la muerte. Algunas se ganan, otras no (una elipsis pincela el aislamiento y desunión final de la pareja), pero el impulso por salir hacia delante no se detiene. Y la banda sonora, elegida por Elkaïm, acompaña siempre, delineando set-pieces musicales, algunas cantadas (momento Biolay) y otras sin palabras.

Resulta importante señalar que el interés de Donzelli está en el combate, no en la enfermedad. Eso queda para las imágenes microscópicas del enemigo colosal; esos tejidos palpitantes con su carga de autodestrucción. La película es más sobre Roméo y Juliette que otra cosa. ¿Qué ocurre cuando la pena y el miedo asfixian todas las demás parcelas de la vida? Ellos tienen la suerte de contar con un apoyo muy imperturbable por parte de familiares y amigos, pero como su historia de amor tiene lugar directamente en las trincheras, a la retaguardia tampoco se le presta mucha atención. Ese es otro de los retos (¿cuántos son ya? ¿es Declaración de guerra una de las películas con más saltos sin red de la Historia?) que asume la autora. Podría ser acusada de ahogar con su necesidad de exposición un proyecto tan delicado y necesitado de equilibrio, pero es que consigue que hasta la carrera histérica de una madre por los pasillos del hospital sea un momento vibrante y no un cliché.

Ahí entra también la naturalidad de las interpretaciones, una ramificación más del buen gusto que emana de todos los detalles de la película. Compararlas con acercamientos hollywoodienses de prestigio al mismo campo semántico, como El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, George Miller, 1992), permite palpar con certeza la diferencia entre la esclerosis (con perdón) de una forma de contar y la agilidad de los pasos de un baile que solo se puede dar al calor de la batalla. En ese instante cuando las campanas doblan (cinco veces) por ti.

(1) Lo imagina muy bien Moisés Granda en su texto de Lumière
(2) FRESÁN, Rodrigo: “Apuntes para una teoría del cuento” en La velocidad de las cosas. Mondadori, Barcelona, 2002, pág. 186.

 

© Daniel de Partearroyo