The Turin Horse

El animal interior

 

Mi sabiduría salvaje quedó preñada en montañas solitarias;

sobre ásperos  peñascos parió su nueva, última cría.

 Ahora corre enloquecida por el duro desierto y busca y busca blando césped –

¡mi vieja sabiduría salvaje! (1)

 

Como ya sucedía en Sátántangó (1994), Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) y El hombre de Londres (A London férfi, 2007), en The Turin Horse (2011) parece ocurrir poca cosa. Pero, en realidad, bajo su superficie de narración minimalista late con inusitada intensidad un auténtico universo de acontecimientos que, pese a su insignificancia aparente, están dotados de una trascendencia cuasi cósmica y de una envergadura filosófica bastante inusual en el panorama cultural contemporáneo.

Con su nueva película (que, según ha declarado el propio realizador, es también la última de su filmografía), Tarr llega aún más lejos en sus preceptos artísticos que con las anteriores, las cuales ya mostraban una construcción rigurosamente cinematográfica. Pero para la elaboración de The Turin Horse  Tarr ni siquiera ha necesitado como excusa una base narrativa tan sólida como la que ofrecían las novelas de László Krasznahorkai o Georges Simenon. Ahora el cineasta -con la ayuda en el guión del propio Krasznahorkai- se inspira libremente en un pequeño (pero incuestionablemente significativo) acontecimiento de la vida del filósofo Friedrich Nietzsche. Durante una estancia en Turín, Nietzsche observó como un cochero maltrataba con un látigo a su propio caballo porque este no quería moverse y reaccionó lanzándose al cuello del animal para protegerlo. Tras esto el filósofo cayó víctima de un colapso mental que le llevó a ingresar en una clínica psiquiátrica donde pasó los últimos días de su vida (2).

A partir de esta premisa Tarr elabora un filme de dos horas y media de duración en el que la figura del filósofo (3) permanece totalmente ausente. Su espíritu, sin embargo, se manifiesta en todo momento: el desapego (hacia el hombre y la vida) que se apoderó de Nietzsche tras contemplar semejante suceso impregna la obra de Tarr, quien elucubra de forma muy sui géneris acerca del posible destino que aguardó al rudo y violento cochero tras azotar a su caballo. La conclusión del filme respecto a esto es decididamente misteriosa pero una intensa sensación se desprende del conjunto del relato: aquel día el ser humano y el mundo murieron un poco más pues, como dejó escrito el filósofo, «las mentes más profundas de todos los tiempos han sentido compasión por los animales».

Con The Turin Horse el artista húngaro no parece apartarse un ápice de su particular estilo narrativo y formal, el cual alcanzó un punto de inflexión definitivo -tras la intensa búsqueda llevada a cabo por el cineasta en sus trabajos precedentes- en Sátántangó, probablemente la más «famosa» de sus obras. Ahora Tarr eleva a sus más altas cotas de depuración las características más acusadas y relevantes de su cine. La anécdota narrativa se ve reducida a su expresión más nimia y la banda sonora está compuesta por un solo tema musical repetido insistentemente a lo largo del relato -casi al modo de una letanía- que exalta todavía más el sentimiento trágico de la existencia de los personajes.

Por otro lado, la dilatación del tempo narrativo se vuelve especialmente significativa gracias a la división de la película en largos planos-secuencia que desarrollan todas y cada una de las diversas situaciones que plantea el relato, prescindiendo por completo de las habituales elipsis narrativas. Estos planos-secuencia, lejos de resultar un mero capricho, demuestran la firmeza e integridad artística de su creador, entre cuyas intenciones más transparentes se encuentra la de transmitir al receptor de sus obras, mediante este tipo de planificación y ritmo, el carácter trágico y monótono de las existencias de unos personajes para los cuales el paso del tiempo adquiere una pesadez y gravedad muy acusadas. El trabajo con la fotografía en blanco y negro y la iluminación (a cargo, como en El hombre de Londres, del también realizador Fred Kelemen) es, sencillamente, impecable. Con sus elecciones plásticas y aún prescindiendo del supuesto mayor realismo inmediato que proporcionaría el uso del color, Kelemen tiene el talento necesario para lograr ofrecer un retrato extraordinariamente verosímil y auténtico de los personajes del filme y de sus circunstancias en un registro que, por momentos, se acerca a lo puramente documental (por ejemplo: el asombroso y ya icónico plano (4) que muestra el desplazamiento de ida y vuelta de la hija del protagonista a un pozo para recoger agua, mientras el viento arremete contra su cuerpo con gran agresividad).

El reparto de The Turin Horse, formado por actores con unas características físicas muy concretas, se revela fundamental ya que en ellos, y dejando de lado las prestancias interpretativas más estándar, el cineasta busca encontrar y alumbrar, mediante un sutil trabajo de caracterización, a personajes muy singulares y específicos. Cabe destacar la apariencia física del protagonista, Ohlsdorfer (János Derzsi), su aspecto severo y  la vehemencia de su rostro que, en algunos planos, se ve magnificada por la contundente caída de uno de los párpados del actor. La suya es una creación memorable, tanto como puedan serlo las performances de Max Schreck como vampiro en Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich W. Murnau, , 1922) o de Orson Welles como el capitán Hank Quinlan en Sed de mal (Touch of Evil, 1958). A estos elementos cabe sumar la concentración narrativa del relato en un único y muy reducido espacio vital (la cabaña en la que viven Ohlsdorfer y su hija y el establo adyacente) y la presencia constante -a nivel visual y también a nivel sonoro-, fantasmagórica y amenazante, de un arrollador viento, casi un huracán cósmico que erosiona constantemente el erial que rodea en todas las direcciones ese humilde hogar y que, con su azote, somete casi por completo las existencias de los personajes. Realmente, a excepción de la magistral El viento (The Wind, Victor Sjöström, 1928), cuesta encontrar otro ejemplo en la historia del cine en el que este elemento telúrico cobre tanta importancia visual y sonora para expresar con su sola presencia una parte importante del trasfondo de la narración (en el caso que nos ocupa: la violenta lucha que, desde sus orígenes, el ser humano ha mantenido con la naturaleza y con las diversas formas que tiene esta de manifestarse (5)).

Los protagonistas del filme, Ohlsdorfer y su hija, sobreviven a duras penas con lo esencial: agua que extraen de un pozo, patatas que la hija cocina invariablemente hervidas y, de vez en cuando, un trago de aguardiente para calentarse. Su única propiedad de importancia es un caballo que les sirve, fundamentalmente, como animal de tiro para transportar cosas a los lugares más próximos a la vivienda. Un buen día este caballo deja de comer sin que se sepa a ciencia cierta si el comportamiento del animal surge como reacción al maltrato recibido por parte de su amo justo antes de empezar el relato -información que recibe el espectador en el prólogo del filme- o si es debido a causas de otra índole, como por ejemplo el instintivo presentimiento, por parte del caballo, de que un acontecimiento que acarreará graves consecuencias para el entorno está a punto de ocurrir.

La ambigüedad narrativa que consigue Tarr con esta decisión y con otras posteriores (por  ejemplo: en una secuencia del filme, una gitana que pretende beber agua del pozo de Ohlsdorfer maldice a este  por su poca predisposición a ofrecer alivio a su sed y en la escena siguiente el mismo pozo ya se encuentra completamente seco) acerca su propuesta a los cauces de algunas obras previas que han conseguido fusionar con éxito el drama existencial y el relato fantástico, haciendo de la sugestión y de la ambivalencia sus principales bazas poéticas. Es el caso de La mujer pantera (Cat People, 1942) y Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) de Jacques Tourneur, La última ola (The Last Wave, Peter Weir, 1977) o Sacrificio (Offret, 1986), de Andrei Tarkovsky, obras que, como The Turin Horse,  permiten al espectador cierta libertad a la hora de interpretar los acontecimientos que tienen lugar ante sus ojos.

En The Turin Horse, esa capacidad para sugerir cosas mediante la imagen y no a través de las palabras alcanza su punto álgido gracias a la rutina que Tarr da a ciertas acciones de los personajes. Debido a su carácter monótono y casi ritual, son especialmente significativos los instantes en que padre e hija se sientan a la mesa para comer siendo su alimento, una y otra vez, las patatas hervidas anteriormente citadas. Nietzsche consideraba que el ser humano era un paso intermedio necesario entre el estado de animal y el de superhombre. Tarr, por su parte, no parece creer en la posibilidad de este último pero sí en las similitudes esenciales que se dan entre hombre y animal, como expresa a través de la repetición en su filme de dicha situación. La primera vez que esta tiene lugar ante la cámara, el espectador contempla con toda su crudeza el auténtico nivel de pobreza de las vidas de Ohlsdorfer y de su hija: ambos se sientan a la mesa, uno enfrente del otro y, mientras el primero come con un auténtica ansiedad que le lleva a quemarse las manos una y otra vez con la piel de la patata que sus dedos se afanan en despellejar, la chica se lo toma con más calma y parsimonia aunque la dieta de ambos consista siempre en un único tubérculo por comida. En posteriores ocasiones a lo largo del filme, la situación en cuestión ya empieza a adquirir, a ojos del espectador, un incuestionable y desdichado carácter ritual.

Pero es con el contundente plano que cierra la obra en el que los personajes intentan ingerir, ya sin éxito, las citadas patatas, ahora crudas, cuando Tarr demuestra que su cine es plenamente coherente y que la (poco convencional) progresión dramática de personajes y situaciones es lo que insufla vida a sus dramas. Si al principio del filme el caballo enferma perdiendo las ganas de comer y Ohlsdorfer y su hija intentan que el animal no se abandone hasta la muerte repitiéndole una y otra vez la misma frase, el final del filme cierra un círculo trágico: ahora son los protagonistas los que enferman y no pueden comer y el padre repite a su hija la mismas palabras que ambos decían al caballo: «Tienes que comer». El superhombre nietzscheano no aparece por ningún resquicio en The Turin Horse pero, con las elocuentes imágenes que dan sentido a su obra, Tarr demuestra que hombre y animal están condenados a compartir un mismo y miserable destino.

El tercio final de The Turin Horse, con sus enigmáticos acontecimientos, parece trasladar a imágenes ciertos pensamientos que Nietzsche reflejó en Así habló Zaratustra: “La tierra, dijo él, tiene una piel; y esa piel tiene enfermedades. Una de ellas se llama, por ejemplo: ‘hombre’”. El cine de Béla Tarr, al igual que la filosofía de Friedrich Nietzsche, tiene bastante de esotérico, razón por la que generalmente ambos provocan a sus respectivas audiencias tantas adhesiones incondicionales como profundos bostezos pues ambos demandan al espectador unos conocimientos culturales previos sin los cuales este puede quedar sumido en un profundo desconcierto y desorientación. En el filme de Tarr tienen lugar muchas más cosas aparte de la muerte de un caballo por inanición (como algún espectador malicioso ha sugerido), pero es imposible aprehenderlas sin poner un cierto interés por nuestra parte pues, en gran medida, son acontecimientos de naturaleza filosófica y su posible interpretación solo nos es revelada prestando la máxima atención a los planos del cineasta, a las posiciones de cámara que este escoge para filmar los espacios y al movimiento o estatismo de los actores dentro del mismo.

En The Turin Horse existen varios planos tremendamente fascinantes que «tan solo» muestran a Ohlsdorfer o a su hija sentados en una silla y contemplando ensimismados, a través de una ventana, durante largo rato, el furibundo paso del viento por el exterior de la casa. Si algo queda claro en esos planos es que estos seres humanos, profundamente ignorantes, reaccionan a las manifestaciones incomprensibles de la naturaleza  -aquéllas que logran empequeñecer hasta casi lo inasible la existencia de cualquier ser vivo- de modo similar a cualquier animal. Aunque sea un gran tópico cultural decirlo, la frase de Nietzsche que mejor puede expresar el contenido de estos planos es la siguiente: «Si miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada». Es esa atracción, ese impulso incomprensible, el que fuerza a los personajes del filme a contemplar un acontecimiento meteorológico fascinante pero puramente destructivo con el entorno y del que ellos mismos tan solo permanecen a salvo gracias a las cuatro paredes de su más bien frágil refugio.

La sabiduría artística de Tarr en este filme es tan salvaje como la reflejada por Nietzsche en el poético fragmento de Así habló Zaratustra que abre este texto y, al igual que aquélla, también parece haber sido preñada en montañas solitarias, dando a luz en ásperos peñascos a una obra rotunda y única, de gran rigor conceptual, condenada irremediablemente a ser rechazada por un gran número de espectadores que sentirán una profunda aversión hacia las imágenes nada placenteras del realizador, hacia la idiosincrasia cultural propia de este filme (muy lejana a la de un modelo global que se pliega a los patrones más reconocibles de la cinematografía norteamericana) y hacia su poesía cinematográfica radical, que no rinde cuentas a nada ni a nadie.

 

 

(1) El concepto de «sabiduría salvaje» adquiere gran importancia en ciertos pasajes de Así habló Zaratustra. El fragmento citado pertenece a la segunda parte del libro, concretamente al capítulo titulado «El niño del espejo».

(2) El acontecimiento en cuestión, aunque célebre, no tiene por qué considerarse la causa real del hundimiento de Nietzsche, asunto para el que no parece existir un veredicto definitivo y que forma parte de la más pura especulación. Para más información al respecto se puede visitar el siguiente enlace.

(3) Nietzsche sólo se manifiesta de forma explícita en el filme, según como se mire, a través del personaje de Bernhard (Mihály Kormos), el cual se refugia del viento en la cabaña del protagonista y, al calor de un trago de aguardiente, espeta todo un monólogo apocalíptico ante su interlocutor, el más bien ignorante y poco filosófico Ohlsdorfer. De todos modos, personalmente me inclino más bien por pensar que Bernhard es un trasunto del propio Tarr.

(4) La pintora eslovaca Monica Kovac ha realizado recientemente un cuadro a partir de esta imagen del filme.

(5) A este respecto, resulta curiosa la importancia que adquieren en el filme, especialmente en su tramo final, la presencia (o desaparición) no solo del viento (Aire), sino también de los otros tres elementos fundamentales que forman el Universo: la Tierra, el Agua y el Fuego. La función dramática de estos Cuatro Elementos permite en cierto modo una lectura «mágica» del clímax que da por concluido el relato, la cual dudo que se aleje del abanico de posibles interpretaciones (dramáticas, filosóficas, ahora también mágicas) que Tarr busca suscitar en el espectador.

 

 © Óscar Navales