El uso de una ilusión

Cinefilia infantil, relaciones de objeto y estudios videográficos sobre cine

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En su libro Realidad y juego, publicado en 1971, el psicoanalista británico D. W. Winnicott escribió sobre su proyecto: “Yo afirmo que existe un estado intermedio entre la incapacidad del bebé para reconocer y aceptar la realidad, y su creciente capacidad para ello. Estudio, pues, la sustancia de la ilusión, la que es permitida al niño y la que en la vida adulta es inherente al arte y la religión […]. Podemos compartir un respeto por una [y otras] experiencia[s] ilusoria[s], y si queremos nos es posible reunirlas y formar un grupo basado en la semejanza de nuestras experiencias ilusorias” (1)↓.

Puesto que los estudiosos del cine formamos uno de estos grupos, las palabras de Winnicott nos parecen un buen punto de partida. Está claro que, en nuestra disciplina, la cinefilia —que es como llamamos a nuestra experiencia ilusoria compartida— ha resurgido como objeto de estudio. Ira Konigsberg ha descrito nuestra experiencia —la experiencia cinéfila— de esta forma: “La pantalla crea una ilusión de realidad que está entre la realidad objetiva y la subjetiva, entre lo que se encuentra fuera y dentro de nosotros, y que se relaciona con nuestro propio estado intermedio entre el despertar y el sueño, entre un apego a la realidad objetiva y al ensueño subjetivo. Estamos ligados a las imágenes de la pantalla de tal manera que experimentamos una regresión a una época temprana de nuestra infancia caracterizada por esa aprehensión de la realidad a medio camino” (2). Este “a medio camino” podría ser mágico. De hecho, tal y como mantiene Peter Wollen, la cinefilia es “el síntoma de un deseo de permanecer dentro de la visión del mundo del niño” (3).

Sin embargo, lo que pretendemos destacar aquí no es tanto la experiencia cinematográfica en cuanto fenómeno transicional —utilizando el concepto de Winnicott—, sino el modo en que nuestra escritura crítica sobre cine puede reflejar de forma más clara, e incluso extender, dicha experiencia. Como cinéfilos estamos familiarizados con esas experiencias estéticas máximamente intensas descritas por Annette Kuhn y otros académicos; sin embargo, es habitual que los estudios y la crítica de cine tiendan a reprimirlas o, por lo menos, a alejarse de ellas, a mantenerlas a raya para favorecer la interpretación y el análisis objetivos y distanciados en un discurso marcado por un apego, firme y total, a la realidad externa. Lo que nosotros queremos proponer es una forma de escritura que no rechace esta experiencia interna y cuyo objetivo sea —tal y como Kuhn lo expresa— conectar con dicha experiencia “a un nivel público, sin dejar de lado nuestras vidas interiores, y por lo tanto nuestras emociones e implicaciones físicas” (4): una escritura académica que refleje nuestra experiencia estética y que, al activar la dinámica entre la realidad interna y la externa, haga partícipe a nuestra propia creatividad. Creemos que los estudios videográficos sobre cine pueden permitir que la cinefilia funcione como esta forma de expresión creativa y académica —un nuevo tipo de escritura cinéfila— porque ahora, podemos escribir usando las mismas herramientas que constituyen nuestro objeto de estudio: imágenes en movimiento y sonidos.

Los videoensayos tienen un potencial especial para enseñarnos algo sobre la relación que mantenemos con nuestros objetos de estudio cinematográficos, pues nos permiten explorar y expresar, de un modo particularmente convincente, cómo usamos estos objetos de manera imaginativa en nuestras vidas interiores y, al mismo tiempo, también pueden ser utilizados para presentar y compartir algo —un saber adquirido— sobre dichos objetos, sin importar cuán sorprendente sea su contenido o cuán inusual su forma. A continuación, en los dos relatos autobiográficos que hemos elaborado, examinamos individualmente —combinando texto y vídeo— nuestras experiencias personales en relación al uso de estos objetos, así como nuestra adopción de métodos videográficos para explorarlos. Para este propósito, hemos decidido centrarnos, sobre todo, en nuestra cinefilia infantil —incitados, quizás, por los sorprendentes giros que han tomado, a lo largo de los últimos años, nuestras conversaciones en torno al videoensayo, e inspirados, también, por la siguiente cita de Serge Daney—:

Conozco pocas expresiones más hermosas que la de Jean Louis Schefer en L’homme ordinaire du cinéma cuando se refiere a “los filmes que han mirado nuestra infancia”. Una cosa es aprender a ver películas de forma profesional —para verificar, de hecho, que son ellas las que nos miran cada vez menos—, y otra es vivir con esas películas que nos miraron crecer y que nos vieron, rehenes precoces de nuestras biografías venideras, ya atrapados en las redes de nuestra historia (5).

 

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Por Christian Keathley

Como muchos cinéfilos de mi generación, yo comencé a interesarme por las películas a una edad muy temprana. En realidad, al principio, los filmes me aterrorizaban profundamente y este miedo duró hasta bien entrada la escuela primaria. No empecé a ir al cine ocasionalmente (como sí hacían mis amigos) hasta la secundaria. Pero, antes incluso de haberse atenuado, ese miedo fue alcanzado —y rápidamente desbancado— por la intensa curiosidad que las películas despertaron en mí. Por ejemplo, recuerdo que un día iba en coche con mi hermana (mucho mayor que yo) y su marido; justo la noche anterior ellos habían visto The French Connection (William Friedkin, 1971). Yo conocía el filme gracias a los anuncios y las reseñas, y tenía montones de preguntas sobre él. Esta película se estrenó en 1971 y yo nací en 1963, por lo tanto no podía tener más de nueve años. Con esta historia no pretendo señalar cuán precoz fui como cinéfilo, sino llamar la atención sobre el hecho de que mi relación con los filmes estuvo marcada —desde muy temprano en mi vida y de forma muy poderosa— por la fantasía y la imaginación.

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A medida que crecí y empecé a ir al cine tan a menudo como me era posible, esta condición fue fomentada por la muy limitada disponibilidad de los filmes. En esos días, antes de la llegada del vídeo casero, la posibilidad de rever las películas ni siquiera era una opción. Yo extendía el placer que estas me proporcionaban mediante la lectura de libros y crítica de cine (Stanley Kauffmann, Pauline Kael, Andrew Sarris, etc.). Así es como comencé a aprender sobre la historia del cine. Me convertí en un devoto seguidor de la teoría del autor. Cuando entré en la facultad de la Universidad de Florida tomé clases de cine y tuve la oportunidad de ver un montón de películas de las que solo había leído; también tuve acceso a los textos de algunos críticos y teóricos a los que solo había visto referenciados vagamente —André Bazin y los críticos pre-Nouvelle Vague de Cahiers du Cinéma— o que incluso eran totalmente nuevos para mí —Peter Wollen, Noël Burch, Victor Perkins—. Además, estuve expuesto a una rica colección de escritos no relacionados con el cine, como los de Roland Barthes y Walter Benjamin. Pero la experiencia intelectual más poderosa que tuve antes de licenciarme fue, quizás, la lectura del ensayo “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: Indicios y método científico”, del historiador Carlo Ginzburg. El impacto emocional/intelectual que supuso leer este ensayo fue, para mí, comparable al de ver una gran película por primera vez. Desde mis años de universidad estaba pues teniendo grandes experiencias estéticas (en forma de películas) y grandes experiencias intelectuales/académicas (en forma de lecturas) que, de manera crucial, yo consideraba similares; y no tardaría en querer encontrar un modo de relacionarlas.

La guía vino de la mano de dos mentores en Florida, Robert Ray y Gregory Ulmer, ambos involucrados en experimentos de escritura. Cuando, años después de licenciarme, volví para obtener un máster, ellos me ayudaron en un importante proyecto: produje Clues, una adaptación en vídeo, de una hora de duración, del ensayo de Ginzburg. Este proyecto tomó como modelo el concepto ‘mystory(6) de Greg Ulmer —un género que relaciona varios reinos discursivos que normalmente se mantienen separados: el profesional, el social/público, y el personal—. Mi vídeo trabajaba a la vez con los tres: una adaptación de la primera parte del ensayo de Ginzburg, la historia del secuestro del bebé de Lindbergh, y la historia personal de mi adopción. Este último punto merece algo más información: desde muy pequeño mis padres me dijeron que yo había sido adoptado, pero hasta mi adolescencia no supe que mis padres biológicos eran, en realidad, el mayor de mis hermanos y su novia del instituto; yo fui criado como el hijo menor de mis abuelos paternos. Hoy sé con certeza que esa verdad la comprendí, aunque solo de forma inconsciente, mucho antes de que me la contasen.

En 1993, fui a la Escuela del Instituto de Arte de Chicago. Mi filme para el Máster en Bellas Artes fue otra adaptación, esta vez del ensayo de Robert Ray “Snapshots”, que versa sobre la crisis de legibilidad asociada a la modernidad urbana del siglo XIX, a la invención de la fotografía, y a la evolución de la historia de detectives. Mi proyecto, de 25 minutos de duración, consistía en un filme de 16mm y dos monitores de vídeo, todo funcionando simultáneamente. En Clues y en Snapshots intenté equilibrar los poderes de la tendencia explicativa y los de la poética: en tanto que adaptaciones de ensayos, tomaban prestada de sus fuentes la extraordinaria fuerza de sus datos e ideas; como trabajos artísticos, empleaban imágenes fijas y en movimiento, ritmo y montaje, efectos de sonido y música, narración con voz en off y texto superpuesto en la pantalla —todo ello por su valor tanto estético como retórico—.

Mientras trabajaba en Clues entré en contacto, por primera vez, con D. W. Winnicott. Fue mi esposa quien me recomendó su libro Realidad y juego. Ella vio no solo lo que yo estaba haciendo, sino también cómo lo estaba haciendo, y pensó que había una conexión entre mi proceso y las ideas de Winnicott —especialmente en lo que concierne al juego— de la que yo debía estar al tanto. No mucho después de leer su libro, Dudley Andrew visitó Chicago para una presentación en el seminario mensual sobre cine. Durante la cena que tuvo lugar tras su charla mantuve una hermosa conversación con él que versó, principalmente, sobre la Nouvelle Vague francesa.

Poco después, como una especie de apéndice no oficial a mi solicitud para el programa de doctorado de Iowa, escribí una carta a Dudley en la que le sugería que debíamos pensar en las relaciones de los directores de la Nouvelle Vague con sus filmes más queridos de forma similar a las relaciones que los niños mantienen con sus objetos transicionales. Se trata de la primera generación de directores que fue incapaz de hacer filmes de forma no autoconsciente, una generación oprimida por la historia del cine y preocupada por las ideas de autoría cinematográfica. Su mezcla de originalidad y pastiche, de innovación y de ideas heredadas se parece a una extraña combinación entre lo propio y lo no propio. Es un proceso de creación primario, pero uno que trabaja creando de aquello que ya existe en el mundo. Además está esa manera de obrar que consiste en reelaborar un objeto sagrado para hacerlo suyo, pero mutilándolo con amor durante dicho proceso. Tal y como Winnicott resumió esta dinámica: “Me parece que la interacción entre originalidad y aceptación de la tradición como base para la invención es solo otro ejemplo más, y uno muy apasionante, de la interacción entre separación y unión” (7).

Después de escribir mi carta a Dudley, dejé de lado esta idea sobre los fenómenos transicionales. También dejé de lado la producción multimedia para concentrarme en el trabajo académico más tradicional. Fui a Iowa para hacer el doctorado y terminé escribiendo una disertación sobre la cinefilia (de la cual no se había escrito demasiado todavía) que terminó, más tarde, convertida en un libro. Entonces, coincidiendo con la salida del libro, Annette Kuhn publicó en Screen su ensayo “Thresholds: Film as Film and the Aesthetic Experience”, que avivó mi interés por los fenómenos transicionales y sus conexiones con la cinefilia. En esa misma época, habiendo completado los requisitos académicos para obtener un puesto fijo, y sintiéndome capaz de expandir mis intereses un poco más, volví al trabajo videográfico, donde sentía de una manera especialmente poderosa la conexión entre esas dos áreas. Este trabajo me ha permitido mantener, e incluso fortalecer, mi relación imaginaria con el cine, una que ha estado conmigo desde la infancia, y que nunca quise abandonar en el discurso oficial.

Tal y como he indicado antes, de niño las películas me producían un intenso terror. El filme que me liberó de este miedo y me hundió en otra intensa (pero mucho más placentera) emoción fue la película de Disney La familia Robinson suiza (Swiss Family Robinson, Ken Annakin, 1960), que debí de haber visto en un reestreno en 1969, cuando tenía seis años. Por lo tanto, para mí este fue un filme transicional. Además, era una historia sobre estar perdido en un viaje, lejos de casa, para terminar descubriendo que ese lugar donde te habías perdido era, al fin y al cabo, tu casa. Aunque, por supuesto, yo no habría entendido eso en aquel momento —por lo menos, no conscientemente—. Y hay otras cosas que no entendí y que me confundían, igual que a cualquier niño de 6 años; y hay también otras cosas que solo entendí a medias, rellenando la otra mitad con una imaginación que creía estar captándolo todo correctamente.

 

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Por Catherine Grant

En 1992, Serge Daney escribió: “Me doy perfecta cuenta de por qué he adoptado al cine: para que él pudiera adoptarme a su vez; para que pudiera enseñarme a tocar con la mirada, incesantemente, a qué distancia de mí comienza el otro” (8). ¡Qué declaración tan excepcional sobre el espectador de cine, la experiencia cinéfila y la intersubjetividad! Si la hubiera leído en 1992, no la hubiese entendido. De hecho, probablemente me hubiera mofado de ella por ser demasiado emocional y cursi para el perfil de académica de las humanidades en el que me había formado. Sin duda, no hubiese sido capaz de conectar el uso que hace Daney de la palabra “adoptado” con mi propia historia de adopción (parcial), de la cual tuve conocimiento apenas una década antes, casi por accidente, de forma traumática e incompleta.

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1992 fue el año en que, en mi primer trabajo como doctorada en literatura, empecé a impartir clases de cine en la universidad de manera seria; de hecho, fue el año en que adopté al cine de forma académica. Pese a que, desde mucho antes, había disfrutado viendo filmes, no sabría decir cuál fue la razón que hizo que, en aquel momento, me enamorase profesionalmente de los estudios de cine. En parte esto se debió, sin duda, al azar: yo heredé (o adopté) una amplia gama de clases impartidas por mi predecesor, y estas incluían un curso de cine sudamericano sobre las dictaduras y los desaparecidos. Pero eso no explica la pasión con la que me entregué a esta tarea, ni el modo en que esto cambió drásticamente mi trayectoria académica —con el cine prácticamente convertido, desde entonces, en el único foco de mi investigación—.

Ahora me doy cuenta de que, por lo menos de modo inconsciente, lo que me atrajo de esos primeros filmes que enseñé fue algo bastante obvio: sus historias, a menudo conmovedoras y melancólicas, sus representaciones de protagonistas en busca de una verdad (que no siempre encuentran) y de un saber (profundamente reprimido) sobre sus parientes desaparecidos. Vi, escribí y enseñé, de forma académica, estos personajes y estas estructuras epistemófilas sin conectarlas conscientemente, ni una sola vez, con mi propio relato autobiográfico marcado por la información oculta sobre los orígenes y el paradero de mi familia. Por ejemplo, para un artículo sobre algunos de estos filmes publicado en 1997 (9), me sentí incitada a confeccionar un torpe epígrafe a partir de las siguientes frases de Analia Penchaszadeh (que no versaban, en absoluto, sobre este tipo de cine, pero evocaban, para mí, algo tan esencial sobre esos filmes que fui incapaz de desecharlas):

No hay simbolismo posible para los desaparecidos. Fueron tomados sin dejar huella. Esto era parte de la estrategia del terror: la angustia permanente que causaba a las familias. Es descrito como vivir con un fantasma; ellos no están muertos, pero tampoco están vivos. […] No hay monumentos, ni símbolo […]; los desaparecidos no tienen significado (10).

Este estado de escisión —en el que yo recreé, en mi trabajo académico, experiencias traumáticas relativamente no procesadas— duró bastante tiempo. Quizás no haya terminado todavía. Pero, por lo menos, en ese momento y durante gran parte de los 90, mi investigación de ese ciclo particular de filmes forjó una especie de símbolo para mi síntoma de desaparecida, un espacio proyectado donde vivían los fantasmas de los que no me había liberado —aunque estos tomasen una forma que me impedía reconocerlos como tales—.

Recuerdo el devastador sentimiento de vergüenza que sentí hace cuatro o cinco años, cuando leí “Ghost Writing: A Meditation on Literary Criticism as Narrative”, el fantástico ensayo de Madelon Sprengnether sobre la repetición y la compulsión en el trabajo crítico. Este evento hizo que me diese cuenta, de repente, de que mi interés en estos filmes extranjeros podría no haberse fundado, en absoluto, en su otredad. Sprengnether escribió:

Los textos que me atraen más en un periodo concreto de mi vida parecen ser aquellos que dan forma y expresión a problemas o asuntos que solo percibo en mí misma de un modo vago. En este sentido, ellos actúan como amplias metáforas o como correlatos objetivos, y mi interés por ellos responde a un intento de hacer aflorar en la conciencia, a través de la narrativa, algunas de las metáforas enterradas de acuerdo a las cuales vivo (11).

¿Cómo pude pasar por alto que, también en mi caso, la mayoría de mis elecciones en la investigación académica respondían a ese mismo foco personal? Tras recuperarme un poco de la herida narcisista inicial provocada por ese momento de anagnorisis tardía, no tardé demasiado en experimentar, de forma mucho más positiva, el forzoso abandono “del sueño de la objetividad [académica] total” que dicha herida trajo como resultado. La propia Sprengnether, seguidora de Winnicott, también lo experimentó así, y escribió lo siguiente: “Aceptar esta condición significa, quizás, ser capaz de jugar del mismo modo —no autoconsciente y creador de mundos— en que lo hacen los niños” (12).

Al admitir esto Sprengnether comprobó que “el mismo acto de escribir se volvía más sencillo” (13); para mí, este reconocimiento coincidió con la adopción de las formas del videoensayo. Laura Mulvey ya había escrito, de manera muy influyente, sobre el modo en que la disponibilidad de materiales digitales ofrecía a los estudios de cine un espacio “para un pensamiento asociativo, para una reflexión sobre resonancias y connotaciones, para la identificación de pistas visuales, para la interpretación de la forma y el estilo cinematográfico y, finalmente, para la ensoñación personal” (14). En mi caso, al trabajar con material cinematográfico digitalizado en mi programa de edición, se abrió un espacio potencial —en el sentido que le da Winnicott—. En ese espacio yo era capaz, conscientemente, de adoptar al cine y de ser adoptada por él —tal y como Serge Daney escribió—. En ese espacio me sentí, por fin, libre; libre para encontrar y tocar esos elementos de la experiencia cinematográfica “que se resisten, que escapan a las redes del discurso crítico y del armazón teórico” (15) —tal y como lo expresaron Paul Willemen y Noel King—; libre para explorar mi cinefilia en modos que producen “la energía y el deseo de escribir” (16) —o, en mi caso, de componer videográficamente objetos subjetivos nuevos al remezclar (subjetivamente) material (objetivamente) existente—.

Tras varios años de prolífica actividad en el campo del videoensayo, disfrutando de las posibilidades que ofrecían sus particulares modos de revelación y no ocultación —tal y como discutí en un artículo de 2014 (17)—, empecé a sentir el deseo de usar esta práctica para trabajar sobre algunas experiencias espectatoriales recurrentes y verbalmente harto inexplicables (o, por lo menos, difíciles de explicar). Comencé a excavar en las conexiones potenciales entre momentos cinematográficos con una carga personal para examinar la teoría de Mikhail Iampolski según la cual, al insertar en un filme la fuente de una figura cinematográfica como subtexto, el intertexto también puede funcionar como un mecanismo generativo (18). Aunque Iampolski no se refería a formas literales de inserción, ¿qué mejor manera puede haber de explorar generativamente esas conexiones fílmicas que remezclándolas usando el montaje audiovisual? Tanto este impulso como mis primeros experimentos en esta dirección son descritos en mi ensayo de 2013 “Déjà-Viewing? Videographic Experiments in Intertextual Film Studies” (19).

En ese texto no me explayé en las razones que hicieron que me embarcase en dicha tarea, aunque sí mencioné —por primera vez en un trabajo publicado— un aspecto de mi historia de adopción. Pero lo que me inspiró, por lo menos en parte, fue el encuentro con los escritos del psicoanalista winnicottiano Christopher Bollas, concretamente su libro La sombra del objeto: Psicoanálisis de lo sabido no pensado, mencionado por Kuhn en su artículo para Screen “Thresholds: Film as Film and the Aesthetic Experience”. Lo sabido no pensado del título de Bollas —un concepto que, para mí, tuvo de inmediato una profunda resonancia, igual que la noción de las metáforas enterradas de acuerdo a las cuales vivimos, de Sprengnether— hace referencia a “elementos de la vida psíquica hasta ahora inarticulados” (20). Ian Hunt describe de manera concisa este concepto refiriéndose a “los modos en que los individuos pueden organizar su vida alrededor de un evento o del patrón de una experiencia traumáticaque, aunque a un nivel profundo es conocida, difícilmente puede ser invocada por el pensamiento consciente” (21). Para Bollas, lo sabido no pensado puede ser intuido, inter alia, en las experiencias de déjà-vu provocadas por “momentos estéticos”, ocasiones durante las cuales “un individuo siente una profunda compenetración subjetiva con un objeto […] y experimenta una extraña fusión con [él,dando como resultado] el recuerdo de algo que es existencialmente sabido, pero que nunca ha podido ser aprehendido cognitivamente” (22). Tal y como Ian Woodward y David Ellison escriben:

Este tipo de experiencia es una especie de hechizo que se apodera de la persona y el objeto, manteniéndolos en simetría y soledad. En esta experiencia de profunda compenetración, la persona siente que congenia con un objeto. Bollas advierte que, frecuentemente, este tipo de experiencia es no verbal pues se da durante la primera infancia [en el contexto de la crianza (por parte de los padres u otros)]; Bollas afirma, también, que dichas experiencias son difíciles de articular incluso para los sujetos adultos porque nos recuerdan, precisamente, esas ocasiones pasadas de integración y de transformación entre sujeto y objeto a partir de las cualidades de los objetos (23).

La sensación de extraño reconocimiento que sentí al comprender que lo sabido no pensado podía desencadenar experiencias estéticas poderosamente psicosomáticas fue lo que me llevó a explorar el camino que terminaría conduciendo a este estudio videográfico. Este vídeo —cuya producción se extendió a lo largo de varios años— no solo trata de relatar la historia (verdadera) de un momento estético (cinematográfico) —uno de los muchos que he experimentado a lo largo de mi vida—, sino que también me proporcionó el espacio y la forma que me permitieron articular —o, por lo menos, reproducir— lo que, durante el proceso de edición, terminé comprendiendo, por vez primera, acerca de esta extraña experiencia de conexión. (Por favor, antes de seguir leyendo, ved el vídeo.)

 

En su fascinante capítulo “The Galleries of the Gaze: The Museum in Rossellini’s Viaggio in Italia and Hitchcock’s Vertigo” (que solo leí tras finalizar esta pieza), Steven Jacobs analiza la primera secuencia del museo —la misma que utilizo yo— de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954) y menciona, de pasada, la “inquietante” (24) música de Enzo Rossellini. Esta música fue mi punto de partida. Al principio me preguntaba si fueron sus cualidades o su técnica específica las que activaron mi curiosa reacción psicosomática durante esa escena cuando vi el film por primera vez (y, después, en repetidas ocasiones). Esto sucedió mucho antes de recordar una posible conexión con una experiencia cinéfila similar que tuve en mi adolescencia, durante el visionado de The Hideaways (Fielder Cook, 1973) —un filme que adaptaba la novela de E. L. Konigsburg’s de 1967 De los archivos revueltos de la señora Basil E. Frankweiler—. Aunque recordaba dicha experiencia, nunca sospeché que había una conexión musical específica entre los dos filmes, conexión que resultó ser ampliada por el similar uso que hacen ambos de la música tradicional y de las canciones folk (que también yo utilicé en mi vídeo). Todo lo que sabía al principio de mi investigación es que debía volver a este filme infantil que solo recordaba vagamente porque sabía que me había producido una reacción mental y física igual de fuerte. Descubrí la conexión musical (y todas las demás) importando material digitalizado de los dos filmes a mi programa de edición y jugando con él una y otra vez, moviéndolo y reorganizándolo, experimentando sin cesar con distintas duraciones y combinaciones. Mi comparación musical videográfica confirmó el uso extrañamente similar que los dos filmes hacen de una particular técnica musical: las escalas modales (en The Hideaways, si no me equivoco, se trata de escalas pentatónicas; en Viaggio in Italia, de escalas de tonos enteros). Estas escalas se resisten con facilidad a una conclusión y, posiblemente como consecuencia de esto, a menudo son usadas en los filmes para figurar incerteza y extrañeza, y para señalizar los flashbacks. Qué curioso: mi experiencia viendo un filme de los 70 me ayudó a hacer un flashback hasta un filme de los 50 que, sin embargo, solo vería 2o años después del primero (y viceversa).

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Pero, más allá del estado de tensa ansiedad sostenido por el trémolo de las cuerdas en ambos filmes, o de la letra profundamente conmovedora —especialmente para una niña abandonada (“Por lo que entiendo, mi amor no me tendrá…”)— de “Pretty Saro”, la canción folk que abre The Hideaways, estas conexiones musicales tan palpables podrían haber funcionado como recuerdos encubridores, o coartadas inconscientes, para mi asociación psíquica de los dos filmes —tal y como Burgin señala, en relación a otros intentos por entender conexiones cinematográficas traumáticas, en su excelente libro The Remembered Film (25)—.Visto ahora, me doy cuenta de que la evocación de un ambiente de misterio y la representación condensada de los procesos de desencriptado y de repentina revelación llevados a cabo por mi vídeo apuntan hacia lo que estaba en juego, para mí, en esta extraña fusión: mi primera experiencia, durante la adolescencia, de una conexión mágica con The Hideaways, concretamente con la experiencia de progresivo descubrimiento de su joven protagonista Claudia (una niña precozmente “universitaria” (26) —tal y como Vincent Canby escribió en su reseña para el New York Times— de aproximadamente mi misma edad). Tras la escena en que Claudia contempla la estatua en el museo, esta desaparece repentinamente del espacio público. La ansiedad resultante alimenta su meticulosa cruzada en pos de la resolución del enigma concerniente a la autoría de esa amada obra de arte, e intenta localizar al único personaje que conoce la respuesta. Finalmente, en las últimas escenas de la película, Mrs. Frankweiler (Ingrid Bergman) —la antigua propietaria de la estatua— decide dejar de ocultar esa información y hace partícipe a Claudia de la solución del enigma, poniendo punto y final a la ansiedad (crecientemente paranoica) de la muchacha, que temía permanecer perpetuamente en ese estado de ignorancia.

En mi cruzada personal por entender las conexiones de los dos filmes —entre cada uno de ellos, y entre ellos y mi sabido no pensado— tuve que trabajar en la producción de un filme detectivesco propio, conmovedor y epistemófilo, remezclado a partir de elementos de las dos películas originales. Pero mi vídeo también plantea una pregunta difícil: ¿hay una relación cinematográfica verdadera entre los dos filmes, entre sus respectivas historias de producción? En el inspirador libro de Rashna Wadia Richards, Cinematic Flashes, la autora defiende que las percepciones e intuiciones subjetivas como estas pueden, en efecto, conducir a la “historiografía cinéfila” (27). Las curiosas similitudes entre los dos filmes son tan llamativas que no pueden ser solo accidentales. Es muy posible que el director de The Hideaways o su compositor (Donald Devor —nombre, y posible pseudónimo, de sonido ciertamente voraz— que parece haber compuesto únicamente la partitura de este filme) optasen por jugar musicalmente con las ineludibles características comunes de dos historias cinematográficas que incluyen museos, estatuas y a Ingrid Bergman en un importante papel. Sin embargo, mi vídeo decide no entrar en ese territorio explicativo donde las cuestiones arriba mencionadas podrían ser contestadas conclusivamente o, por lo menos, formuladas de forma explícita. En cambio, permanece en el reino de lo que Sprengnether llama “una forma de autobiografía refractada” (28) —necesariamente elíptica, sugestiva, psicoanalítica—. Tal y como Judith Butler escribe en su brillante comentario de la obra de Bollas:

La articulabilidad total no debería, en ningún caso, ser considerada la meta del trabajo psicoanalítico, pues esa meta implicaría un dominio lingüístico y egoico sobre el material inconsciente […]. El ‘yo’ no puede acceder, de manera completa y consciente, a aquello que lo ha impulsado, dado que su formación es previa a su constitución como reflexivo auto-consciente (29).

Pese a ello, este largo viaje videográfico a mis archivos revueltos ha sido una experiencia reveladora en muchos sentidos, resultando no solo en una tentativa de dar una solución estéticamente contingente a un duradero enigma personal, sino también —y de forma más importante para mí— en una pieza de crítica de cine sobre una experiencia espectatorial verdaderamente subjetiva y creativa —algo de lo que nunca antes había intentado escribir—. Tal y como propone Victor Burgin en su exploración sobre filmes recordados —un libro con el que aquí estoy en deuda—, finalmente “la cuestión ‘¿Cuál es el origen de este objeto psíquico?’ es menos importante, en la vida y en la teoría, que la cuestión ‘¿Qué uso soy capaz de dar a ese objeto?’” (30).

Traducción y subtítulos: Cristina Álvarez López

 

Texto original © Catherine Grant & Christian Keathley, junio 2014. | Traducción al español © Cristina Álvarez López, agosto 2014.

 

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(*) Esta pieza apareció por primera vez, en inglés y en una versión ligeramente más extensa, en el nº. 0 de Photogenie, bajo el título “The Use of an Illusion: Childhood cinephilia, object relations, and videographic film studies”. Agradecemos tanto a los autores como a los editores de la revista su consentimiento para publicar esta traducción.

(1) WINNICOTT, D. W.: Juego y realidad, Barcelona: Gedisa, 2002.Pág. 13.

(2) KONIGSBERG, Ira: “Transitional Phenomena, Transitional Space: Creativity and Spectatorship in Film”, Psychoanalytic Review 83: 6 (diciembre 1996). Pág. 880.

(3) WOLLEN, Peter: Paris Hollywood: Writings on Film, Londres: Verso, 2002. Pág. 5.

(4) KUHN, Annette: “Thresholds: Film as Film and the Aesthetic Experience”, Screen 46: 4 (invierno 2005). Pág. 402.

(5) DANEY, Serge: “Le travelling de Kapo”, Trafic nº. 4 (otoño 1992). Pág. 8.

(6) ULMER, Gregory: Teletheory: Grammatology in the Age of Video, New York: Routledge, 1989.

(7) WINNICOTT, D. W.: Juego y realidad. Pág. 87.

(8) DANEY, Serge: “Le travelling de Kapo”. Pág. 19.

(9) GRANT, Catherine: “Giving up Ghosts: Eliseo Subiela’s Hombre mirando al sudeste and No te mueras sin decirme a dónde vas”, in Changing Reels: Latin American Cinema against the Odds, ed. Rob Rix and Roberto Rodríguez-Saona, Leeds: Leeds Iberian Papers – Trinity and All Saints/University of Leeds, 1997. Págs. 89-120.

(10) PENCHASZADEH, Analia: “’El Desaparecido’ as a Terror Tactic that Lasts Past State Terrorism”, Youth Sourcebook on Sustainable Development, Winnipeg: IISD, 1995.

(11) SPRENGNETHER, Madelon: “Ghost Writing: A Meditation on Literary Criticism as Narrative”, en Peter L. Rudnytsky (ed.), Transitional Objects and Potential Spaces, New York: Columbia University Press, 1993. Pág. 94.

(12) Ibid. Pág. 97.

(13) Ibid. Pág. 94.

(14) MULVEY, Laura: Death 24x a Second, Londres: Reaktion Books, 2006. Págs. 146-7

(15) WILLEMEN, Paul: Looks and Frictions: Essays in Cultural Studies and Film Theory, Londres: BFI, 1994. Pág. 231.

(16) Ibid. Pág. 235.

(17) GRANT, Catherine:“The shudder of a cinephiliac idea? Videographic film studies practice as material thinking”, ANIKI: Portuguese Journal of the Moving Image, v.1 n.1 2014. Págs. 49-62.

(18) IAMPOLSKI, Mikhail: The Memory of Tiresias: Intertextuality and Film, Berkeley: University of California Press, 1998. Pág. 246.

(19) GRANT, Catherine: “Déjà-Viewing? Videographic Experiments in Intertextual Film Studies”, Mediascape (invierno 2013).

(20) BOLLAS, Cristopher: The Shadow of the Object: Psychoanalysis of the Unthought Known, Londres: Free Association Books, 1987. Pág. 210.

(21) HUNT, Ian: “The Unthought Known”, Frieze Magazine, nº. 68 (junio-agosto 2002).

(22) BOLLAS, Cristopher: The Shadow of the Object: Psychoanalysis of the Unthought Known. Pág. 16.

(23) WOODWARD, Ian & ELLISON, David: “Aesthetic Experience, Transitional Objects and the Third Space; The Fusion of Audience and Aesthetic Objects in the Performing Arts”, Thesis Eleven, 102 (1), 2010. Págs. 45-53.

(24) JACOBS, Steven: Framing Pictures: Film and the Moving Arts. Edinburgo: Edinburgh University Press, 2011. Pág. 78.

(25) BURGIN, Victor: The Remembered Film, Londres: Reaktion Books, 2004. Pág. 68.

(26) CANBY, Vincent: “From The Mixed Up Files of Mrs Basil E Frankweiler (1973) – The Screen: Badly ‘Mixed Up Files’: The Cast”, New York Times, 28-09-73.

(27) RICHARDS, Rashna Wadia: Cinematic Flashes: Cinephilia and Classical Hollywood, Bloomington: Indiana University Press, 2013. Pág. 26.

(28) SPRENGNETHER, Madelon: “Ghost Writing: A Meditation on Literary Criticism as Narrative”. Pág. 97.

(29) BUTLER, Judith: Giving an Account of Oneself, New York: Fordham University Press, 2005. Pág. 58.

(30) BURGIN, Victor: The Remembered Film. Pág. 72.