Cruce entre Velázquez y Bacon

Pablillos de Valladolid y Francis Bacon

 

(Extracto de un texto todavía inconcluso)

I

Pablillos de Valladolid es el título de un cuadro de Velázquez. Está en El Prado. La última ocasión en que lo vi estaba cambiado de sitio por culpa de una exposición sobre Rubens, un pintor que no me atrae en absoluto y que más bien detesto.Pablillos_Velázquez

En realidad, aquel día, entré para ver dos cuadros. Este era el primero, pero no logré localizarlo en su lugar habitual. Caminé por los pasillos y, de repente, me pareció ver a alguien conocido a lo lejos. Me impactó su visión y me detuve. Su rostro estaba más alto de lo habitual pero sus ojos eran realmente imposibles de evitar. Era Pablillos, colgado de un cuadro. Nos habíamos reconocido al instante. Me miraba y yo lo miraba. Más bien pienso que él me estaba mirando antes y, por eso, cuando me encontré con sus ojos, mi impacto fue mayor, porque me esperaba. No sé por qué es el cuadro de Velázquez que más me gusta. Quizá simplemente porque pensaba que Pablillos era de Valladolid, lugar donde yo nací, o porque los demás cuadros de Velázquez no me llegan del mismo modo, o no sé verlos. La cuestión es que a medida que lo he ido visitando como a un viejo amigo a lo largo de los años, le he ido reconociendo más, hasta el punto de confundirle con una persona viva. Me fascinaban su postura, sus ojos y el ademán de su mano derecha, que no sabemos si nos está mostrando algo fuera del cuadro (siempre pensé que algo trágico, como un cadáver) o simplemente mantiene un equilibrio extraño, el de la pose artificial que le obliga a adoptar el pintor. Dicen que declama pero está callado, atrapado entre el pintor y un fondo abstracto de color tierra. Es la imagen de una figura constreñida por el fondo. Veo en su rostro el miedo, la necesidad de escapar y, sobre todo, de decirme algo. Por ello, aquella tarde en que lo vislumbré tras una esquina, sentí su invitación y su rostro se convirtió en una búsqueda, en un fin.

II

La primera vez que Francis Bacon visitó El Prado fue en 1956 y la última en 1992, cuando murió en Madrid. La segunda vez que me encontré a Pablillos de improviso fue abriendo un libro sobre Bacon, del que conocía su gran interés por Velázquez. Comencé a leer y, tras pasar una página, no sé por qué, demasiado lentamente, allí estaba de nuevo, con sus ojillos expectantes, casi implorantes, como si se sintiera encerrado en cada una de las reproducciones que han hecho sobre él. Cuántos miles de pablillos deben de existir por el mundo, pensé, encarcelados en un encuadre y sobre ese fondo vacío. Uno de los elementos estéticos que más interesó a Bacon de la pintura española fueron justamente esos espacios ambiguos, esos fondos sobre los cuales se suspende o se sostiene en personaje, como sucede también con el cuadro del perro semihundido de Goya. Un cuadro en el que son posibles todas las lecturas, todas las alegorías. Esa cabeza de perro asolado, melancólico, que asoma bajo la tierra, esa línea de tierra que atraviesa el cuadro y que es interrumpida por la cabeza de ese perro que no sabemos si emerge o se hunde, si huye o se queda, si es solo cabeza o tiene más cuerpo, si está perdido o hallado, para mí inmediatamente representó todas esas historias que hay bajo la tierra, todos los enigmas que apuntan hacia algo, como dedos que asoman para invitarnos a escuchar tumbados sobre el suelo. Ese perro sin nombre, perdido en un territorio apocalíptico, es la víctima de las guerras, representa a aquellos que se encuentran en medio del fuego y de la muerte y que no pueden avanzar porque están rodeados. En fin, otro personaje que quiere escapar y no puede y que intenta subir una especie de loma como si nadara sobre ella. El fondo ocupa la mayor parte del cuadro. En realidad, es el cuadro.

BaconNo se sabe cuál fue la última imagen de El Prado que vio Bacon, quizá acompañado por el amante español cincuenta años más joven que él al que fue a visitar a Madrid como un patético gesto de alguien que sabía que iba a morir en tierra desolada, lejos de todo y de todos. Quizá quiso reconciliarse o simplemente encontró al amante perfecto, alguien que en cierto modo emergía, ya fuese por cercanía con El Prado o porque se pareciera a alguno de los personajes pintados por Velázquez (y aquí no puedo sino pensar en que su amante se pareciera a Pablillos), de la pintura española. Creo que simplemente Bacon buscaba el amor desesperadamente con ochenta y dos años, viajando a tierra lejana, para poder seguir viviendo, pero las enfermedades le pudieron, y ese cuerpo enfermo que pintó las más increíbles deformidades del rostro, sacando a la luz ese interior violento del ser humano, murió solo. Más que pintura del cuerpo pintura de la carne, fuente de gozos y pasiones. Personajes destrozados por su propia fuerza vital, por una necesidad de vivir que estaba por encima de su propia corporeidad. Pero cuando ese cuerpo desaparece de un día para otro, como sucedió con el cuerpo incinerado de Bacon en Madrid, solo queda el fondo, ese espacio vacío de figuras, lo que está detrás de las cosas y lo que yo creo asusta a Pablillos: la muerte.

La historia de Bacon es una historia triste. ¿De qué hablaría con su amante esos últimos días? ¿Qué pensamientos recorrerían su cabeza la noche que pasó en el hospital? ¿A quién recordaría exactamente? Rodeado por dos monjas, fuera de su contexto, cerró los ojos. No sabemos si su amante le acompañó, le tomó de la mano y le dijo que le querría para siempre. Tampoco sabemos quién esparció o enterró sus cenizas. Nada sé acerca de la forma de esa urna de cenizas, si era de color dorado, plata o era de madera bañada en barniz. Nadie sabe si esas cenizas volaron por la calles de Madrid chocando contra los cuerpos de los transeúntes, pigmentando esas figuras con ese gris nefasto, entrando en las tiendas de todo a cien. Nada se sabe sobre su amor, sobre esa pasión que le hizo coger un avión que su médico le recomendó no tomar, a pesar de que el aire seco de la sierra madrileña le venía muy bien a su asma. Nada se sabe sobre si estaba desesperado, dolido, contento, buscaba la reconciliación, o solo quería admirar un cuerpo cincuenta años más joven que él. Nada sobre Bacon el 20 de abril a las 8.30 de la mañana.