Pequeño relato de impresiones de Brasil

Echando un vistazo a las negras aguas

1. Es peligroso asomarse al interior

Sin lugar a dudas, uno de los mejores platos que pueden comerse en Brasil es la famosa feijoada: una mezcla de frijoles negros con carne de cerdo, algo así como un cocido de alto voltaje servido en una cazuela de barro y rodeado de arroz, farofa y naranja, complementos que mitigan sus altas dosis de grasa. Un símbolo nacional, que Lamartine Babo citó en su famosa «marchinha» História do Brasil (1934). Cuando se sirve, la cazuela llega a la mesa como vehículo de una masa oscura desbordante, informe y opaca, cuya profundidad solo podemos imaginar a medias; algo así como un agujero negro, pozo de destrucción que, absorbiendo los cerdos vivos, tuviera la gentileza de devolvérnoslos despiezados. Como mínimo, esa es una de las lecturas que podemos tener de este plato después de ver la fiesta caníbal de Macunaíma (Joaquim Pedro de Andrade, 1969), sin duda una de las secuencias más importantes del cine brasileño de los años sesenta y setenta.

 

En ella, el rico industrial Venceslau Pietro Pietra (Jardel Filho), capitalista convertido en caníbal, o viceversa, organiza una feijoada a su medida, un festín gigantesco donde liquida a sus invitados en una inmensa piscina llena de ácido. La elección de las víctimas se deja al criterio del jogo do bicho, una lotería ilegal pero frecuente en Brasil, economía sumergida que sirvió de sustento a algunos filmes de cine negro como Amei um Bicheiro (Jorge Ileli y Paulo Wanderley, 1952) o Boca de Ouro (Nelson Pereira dos Santos, 1963), convirtiéndose en la versión brasileña del tráfico de whisky o los negocios de casino de los gangsters de Hollywood. En la fiesta de Pietro Pietra, cuando el azar se vuelve adverso para ciertos invitados, el resto los empuja para que caigan en estas particulares arenas movedizas, un abismo salvaje abierto en medio de un palacete, unas aguas que todo lo aceptan y todo lo absorben para que flote en el gran plato nacional. Joaquim Pedro de Andrade, su artífice, dijo que Macunaíma era una película sobre un brasileño devorado por Brasil. Viendo el metraje en su totalidad, está claro que su frase se abre a mil interpretaciones alegóricas, igual que su piscina, un espejo de agua donde cada uno puede ver lo que desee. Podríamos decir, por ejemplo, que Brasil es un país tan complejo, multiforme y absorbente como este manjar.

En los últimos meses, a raíz de una estancia doctoral, he intentado, como Macunaíma (Paulo José), columpiarme sobre esta feijoada brasileña, echar una ojeada a algunos aspectos de su historia fílmica y tratar, o no, de darle un sentido. En el prefacio de su Revolução do Cinema Novo (1981), Glauber decía que “en una caldera donde hierven Catolicismo, Misticismo Afrobrasylyco y Marxismo – el futuro es una feijoada que puede generar indigestiones, vómitos o diarreas pero solidificará un Variable Modelo Psicosociocultural” (1). Lo que sigue es un pequeño esbozo de lo que, al otro lado del Atlántico, vimos flotando en las negras y fascinantes aguas de esta gran piscina.

 

2. Sudores, gritos y letras

De hecho, llegamos a Brasil fascinados por su carne, la que Glauber Rocha nos presentó una y otra vez en sus planos, imágenes de cuerpos en ebullición que se rozan con la cámara, consumiéndola en su frenesí y consumiéndose ante ella. Personajes histéricos, alocados, al límite, delirando, como esa bola bailarina que es el Vieira (José Lewgoy) de Tierra en trance (Terra em Transe, 1967), que rueda y rueda sin parar en el éxtasis de las masas, perdiendo el control de sí mismo y de su proyecto político en el movimiento del carnaval. Vieira plantó la semilla de lo que años después sería el Brahms (Maurício do Valle) de La edad de la Tierra (A Idade da Terra, 1980), un imperialista en decadencia que da sus últimos gritos ante una cámara que se deleita ante su degradación; un deleite que, pese a todo, no es una contemplación serena de lo bello, sino un ejercicio nervioso que se zambulle en la fascinación de la náusea: ¿no tenemos esa sensación al ver el largo plano secuencia en el que Brahms, su mujer (Danuza Leão) y su hijo, el Cristo Revolucionario (Geraldo Del Rey), se retuercen en una suerte de orgía frustrada en un cuarto cerrado y agobiante?

No es casual que Glauber hablara de Tierra en trance en los siguientes términos, comparando su filme con Los cantos de Maldoror de Lautréamont (Les Chants de Maldoror, 1869): “Lo que me marcó en ese libro es la tortura permanente. Hay un realismo de vómito. Fue muy criticada la estructura de la película, su aspecto irrisorio. Quería dar precisamente esta apariencia de vómito y creo que Paulo [Paulo Martins, poeta protagonista del filme] es un hombre que vomita hasta sus poemas y las últimas secuencias de la película son un vómito continuo. El discurso es evidentemente inferior al de Lautréamont, pero hay en él la misma angustia” (2). En su cine devoramos cuerpos de sabores fuertes y digestiones pesadas, figuras que pueden explotar en nuestra boca como las incansables descargas de metralleta de Tierra en trance, que parecen dirigidas a taladrarnos, torturarnos también a nosotros. Como dijo Glauber en su más famoso manifiesto (3), la estética del hambre parte de la precariedad y se expresa en la violencia. Películas como Dios y diablo en la tierra del sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964) o Tierra en trance no nos provocan hambre, sino que nos hartan de cuerpos y sensaciones, comilonas visuales que después, al ser pensadas, devienen indigestas. Posteriormente, con Cabezas cortadas (1970), su película rodada en España, los platos suculentos se convirtieron en frutos secos sin sabor, paisajes áridos del Empordà con Paco Rabal revolcándose en el barro; ahí no hay festín, ni sabor, sino desencanto visual, huelga de hambre de un espectador que espera más y solo recibe diálogos absurdos, ritmos lentísimos, planos desganados y músicas repetidas.

El cine de Glauber es “una explosión causada por la reacción química de la mezcla de la sangre con el celuloide” (4), decía Martin Scorsese, quien también mencionaba que su primer recuerdo del cineasta estaba vinculado con su voz (5). Los discursos de Glauber, ya fueran en entrevistas, en su programa de televisión Abertura (1979-1980) o en sus propios filmes (concretamente, Di Cavalcanti -1977- y La edad de la Tierra), son, también, ataques directos al espectador, como la infinita cantidad de disparos que alimenta sus bandas sonoras, integrándose así de forma íntima el cineasta y sus filmes, su energía vital y los ritmos del proyector. Ver La edad de la Tierra es un ejercicio de extenuación, y tras él comprendemos que Glauber se gastara tan pronto, a los 42 años, regresando a su país cargado de frustraciones y peleado para siempre con la cultura europea, que no quedó convencida con el filme en la Mostra de Venecia. Como su recopilación de artículos Revolução do Cinema Novo, La edad de la Tierra respondía a un impulso del autor por dar sentido al conjunto de su carrera, reuniendo algunos de los actores más carismáticos de su cine e insistiendo en sus temas mayores (el imperialismo, el populismo, el Mesías salvador, el despertar del Tercer Mundo, los sincretismos religiosos, etc.) para componer un nuevo evangelio, una nueva experiencia audiovisual que “sería para el cine tal vez como un cuadro de Picasso. Los críticos están queriendo una pintura académica, cuando ya estoy dando una pintura del futuro” (6). Un fresco mural de grandes proporciones en el que Glauber quiso partir de su persona para hablar de su país (“Es mi retrato junto al retrato de Brasil” (7)) y, de aquí, al mundo entero; para ello estiró tanto los brazos que quedó desgarrado, víctima de una ambición revolucionaria de ecos napoleónicos (un biopic del general quedó en su cajón de proyectos pendientes) que quería llevar el nuevo cine a todos los pueblos pobres de la superficie de la tierra.

Si, como la feijoada, el cine de Glauber es un combinado explosivo repleto de carne, su situación actual en Brasil es igualmente desbordante. Es imposible flotar en el magma cinéfilo del país sin chocar una y otra vez con su imagen, sus discursos, sus filmes. Como si hubiera explotado y su piel se hubiera pegado en las fachadas de mil centros culturales, algunos con su nombre, entre cuyas paredes se cuecen discursos y libros sobre su cine y figura: un hervir intelectual que parece no tener fin, pues la figura de Glauber, cargada de filmes valiosos (algunos de larga génesis), proyectos pendientes, textos sobre la historia del cine (los más importantes, Revisão Crítica do Cinema Brasileiro -1963-, O Século do Cinema -1983- y el ya mencionado Revolução do Cinema Novo), dibujos y un largo etcétera, es todavía más inabarcable que sus películas. El Tempo Glauber, creado por su madre y presidido por su hija Paloma, es la entidad que se ha cuidado de la conservación de todos estos documentos, además de promover documentales sobre su figura y, lo que es más importante, la restauración de sus obras. Gracias a esta tarea pudimos ver, en nuestros últimos días en São Paulo, la versión restaurada de Der Leone Have Sept Cabeças (1970), en una sesión especial en la Cinemateca Brasileira que conmemoraba el 30º aniversario de la muerte del cineasta. Se agradeció que no se cayera en el martirologio que, a veces, envuelve la figura de Glauber, convirtiéndolo en un genio maldito e incomprendido, y que quien resucitara fuera el filme, con unos colores intensos que, en la versión que circulaba por Internet, se habían esfumado como en un viejo pergamino. Lo que se proyectó ante nosotros no tenía nada que ver con aquella copia deteriorada y amarillenta, sino que en la pantalla brillaron con fuerza los verdes africanos, insuflando vida a un filme que recordábamos duro y rocoso, y volviéndolo, con permiso de la violencia desencantada que arrastran sus escenas, un poco más agradable.

Gracias a la tarea del Tempo Glauber y de un buen número de estudiosos el nombre de Glauber Rocha se ha conservado en el paladar de los cinéfilos y en los menús de los debates académicos, aunque esto no ha ocurrido más allá de los límites de los estudiantes y estudiosos de Humanidades o Artes, pues el pueblo, aquel a quien se dirigía inicialmente el Cinema Novo, a veces no sabe quién es Glauber Rocha, y, si ha oído hablar de él, difícilmente habrá visto sus filmes. Pero, como hemos dicho, por los estantes de las bibliotecas corren ríos de tinta sobre sus películas, hasta tal punto que aquel que empiece a rastrear corre el peligro de sentirse apabullado y ahogarse en sus aguas, atrapado en un agujero negro llamado Glauber Rocha donde flotan conflictos étnicos, alegorías multiformes y contradicciones políticas. Algo que en el caso de los extranjeros es todavía más acusado, pues venimos de países donde el Cinema Novo se perdió en la noche de la modernidad (como tantos otros movimientos nacionales que no sean los europeos) y donde los libros sobre Glauber acumulan ya muchos años, a excepción de la estimulante monografía de Cátedra, escrita, claro está, por un brasileño (8). Y es una lástima, pues Brasil vivió una dictadura militar cuyo periodo más crudo coincidió con los últimos y sangrientos años del franquismo, y cuyo cine respondió, como en España, con la fuerza de las alegorías, de los rodeos inventivos para hablar de la tortura y la represión, aunque en el caso americano los mensajes fueran mucho más directos y atrevidos, convirtiéndose las parábolas de Saura o Erice en delirios evasivos ante la contundencia de películas como O Caso dos Irmãos Naves (Luís Sérgio Person, 1967), Tierra en trance, A Vida Provisória (Maurício Gomes Leite, 1968), Desesperato (Sérgio Bernardes Filho, 1968) u Os Inconfidentes (Joaquim Pedro de Andrade, 1972). Por supuesto que algo parecido debía de ocurrir en otros países latinoamericanos que sufrieron dictaduras en los 70, pero vergonzosamente admito no conocer su cine, así que, de momento, mejor quedarnos en Brasil.

 

3. Más allá de Glauber

A la hipertrofia (que no exceso) del músculo bibliográfico glauberiano se suma otro tipo de cine, que surgió algo después del Cinema Novo y que convirtió la estética da fome (la estética del hambre) en la estética do lixo (la estética de la basura): un camino del hambre a la basura que el propio Glauber también recorrió a su manera (9). Este cine, agrupado bajo el nombre paraguas de Cinema Marginal, es todavía más desconocido en nuestro país, pese a contar en su haber con unas cuantas obras maestras, y sumó a nuestra feijoada brasileña una nueva fila de cuerpos poseídos, despojados de sus límites y convertidos en masa de carne llevada a los excesos ante la cámara. Ahí entran los nombres de cineastas como Rogério Sganzerla, Júlio Bressane o Andrea Tonacci, aunque tal vez el que debamos recordar con más fuerza sea el de la actriz Helena Ignez, la primera esposa de Glauber, que de la blancura pudorosa de O Padre e a Moça (Joaquim Pedro de Andrade, 1966) y el erotismo tórrido pero ritualizado, casi abstracto, de O Pátio (Glauber Rocha, 1959), pasó a ponerse minifalda y bikini, encenderse un cigarrillo y empezar a mascar chicle, convirtiéndose en la Janete Jane de O Bandido da Luz Vermelha (Rogério Sganzerla, 1968), exacerbando un gamberrismo que ya había dejado ver con la esposa infiel de A Grande Feira (Roberto Pires, 1961) y la mujer frívola de Assalto ao Trem Pagador (Roberto Farias, 1962). Su mutación llevaría luego a los desfases playeros de A Mulher de Todos (Rogério Sganzerla, 1969), donde su personaje se llama, significativamente, Ângela Carne e Osso, y a la extravagancia desgarbada de A Família do Barulho (Júlio Bressane, 1970), donde su cuerpo baila despreocupadamente para devenir pura carne desreglada y danzarina. La evolución de su figura, ligada a los albores del Cinema Novo (A Grande Feira, Assalto ao Trem Pagador, O Grito da Terra -Olney São Paulo, 1964-) y desfasada después en las obras de Sganzerla o Bressane, merece un lugar de lujo en el panteón de las grandes actrices de la modernidad, aquel que acoge a Ingrid Bergman, Anna Karina, Catherine Deneuve, Liv Ullmann o Hanna Schygulla, y en el que Ignez debería situarse al lado de la butaca de Gena Rowlands.

 

Pero la deliberada suciedad del Cinema Marginal no es solo la de personajes histéricos como los de Cassavetes, que están tirados en un cuarto diciendo tonterías al estilo de Meteorango Kid – Herói Intergalático (André Luiz Oliveira, 1969), sino también, como este título deja entrever, la de una mesa repleta de libros, discos y filmes, cubierta de un polvo que lo mezcla todo y provoca un collage delirante de cultura de masas. Eso es O Bandido da Luz Vermelha, que por su ambiente urbano recuerda a Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959) y acaba riéndose de Godard en un homenaje paródico a Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965). Todo esto ocurre porque desde siempre en la feijoada brasileña muchos ingredientes no son autóctonos, sino importados: la lengua portuguesa, la religión católica, el cine y un largo etcétera. Ante esta asunción, el escritor modernista Oswald de Andrade propuso en los veinte la metáfora de la antropofagia: si los indios se comían a sus enemigos de forma ritual para incorporar sus atributos, lo mismo hacemos los brasileños con la cultura de los que nos dominan, y a partir de aquí construimos nuestros propios rasgos de identidad; y los artistas de décadas posteriores tendrían muy presente esta receta: “Puede hacerse un western o un cangaço tomando lecciones de Hawks o Ford pero invirtiendo contenido y forma: esto es la antropofagia estética”, decía Glauber (10).

Convertir el valor opuesto en valor favorable, no imitar al colonizador sino parodiarlo, mezclando lo que llega de fuera con la cultura autóctona. Eso cuenta Guiomar Ramos en su libro Um cinema brasileiro antropofágico? (1970-1974) (11), donde analiza, entre otras obras, el documental Triste Trópico (Arthur Omar, 1974) y reflexiona sobre la unión entre antropofagia y carnaval, entre deshuesar al enemigo o disfrazarse de él. “Nunca fuimos catequizados. Hicimos el Carnaval. El indio vestido de senador del imperio. Disfrazado de Pitt. O apareciendo en las óperas de Alencar lleno de buenos sentimientos portugueses” (12), decía Oswald de Andrade en su Manifesto Antropófago. La parodia, la burla, la risa, son propias, pues, de esta propuesta cultural nacional y, por tanto, de buena parte de su cine. Curiosa sorpresa para nosotros, pues descubrimos así que el carnaval va más allá, mucho más allá, del programa turístico o de la tradición de las clases populares: para gente como Oswald de Andrade era un principio cultural, una pieza clave de esta gran feijoada que es el país, una forma de someter cada ingrediente ajeno al gran caldo absorbente de la cultura brasileña. Si llegamos buscando la carne de los personajes de Glauber, esos cuerpos efervescentes, esa pureza del sertão de Dios y diablo en la tierra del sol, acabamos, pues, llegando también a otro puerto: ya no la carne, sino el disfraz; ya no la pureza mística, sino el delirio paródico; ya no el arrebato, sino la danza; ya no las profundidades del cuerpo, sino la superficie de colores. En la secuencia de la fiesta de Pietro Pietra, el look de los invitados se revelaba ahora tan importante como la salvaje piscina de ácido. Y todo ello, por supuesto, sin traicionar ni un segundo el convite de la cultura brasileña.

*Para completar la lectura de este texto, recomendamos un artículo ensayístico del mismo autor dedicado a Glauber Rocha, que se puede leer en francés y castellano en el magazine Jeu de Paume.

(1) Prefacio escrito para la primera edición y finalmente no publicado en esta. ROCHA, Glauber: Revolução do Cinema Novo, Cosac Naify, São Paulo, 2004, pág. 518. Traducción realizada por el autor desde el original: “Numa caldeira onde fervem Catolicismo, Misticismo Afro-Brazylyco e Marxismo – o futuro é uma feijoada que pode gerar indigestões, vômitos ou diarréias mas solidificará um Variável Modelo Psicossociocultural”.

(2) Entrevista concedida a Michel Ciment para Positif (1967) y recogida en ROCHA, Glauber: ibídem, pág. 121. Traducción realizada por el autor desde el original: “O que me marcou nesse livro é a tortura permanente. Há um realismo do vômito. Foi muito criticada a estrutura do filme, seu aspecto irrisório. Queria dar mesmo esta aparência de vômito e acho que Paulo é homem que vomita até os seus poemas e as últimas seqüências do filme são um vômito contínuo. O discurso é evidentemente inferior ao de Lautréamont, mas há nele a mesma angustia”.

(3) “Eztetyka da fome” (1965), incluido en ROCHA, Glauber: ibídem, págs. 63-67.

(4) AVELLAR, José Carlos: Glauber Rocha, Cátedra, Madrid, 2002, pág. 270.

(5) AVELLAR, José Carlos: ibídem, págs. 61-62.

(6) Entrevista concedida a Reali Júnior para O Estado de São Paulo (1980) y recogida en ROCHA, Glauber: ibídem, pág. 497. Traducción realizada por el autor desde el original: “Estaria para o cinema talvez como um quadro de Picasso. Os críticos estão querendo uma pintura acadêmica, quando já estou dando uma pintura do futuro”.

(7) Ibídem, pág. 498. Traducción realizada por el autor desde el original: “É o meu retrato junto ao retrato do Brasil”.

(8) AVELLAR, José Carlos: ibídem.

(9) Este recorrido del cine brasileño es explicado de forma breve y completa en XAVIER, Ismail: Cinema brasileiro moderno, Paz e Terra, São Paulo, 2001.

(10) Entrevista concedida a Michel Ciment para Positif (1967) y recogida en ROCHA, Glauber: ibídem, pág. 124-125. Traducción realizada por el autor desde el original: “Pode-se fazer um filme de western ou de cangaço tomando lições de Hawks ou de Ford mas invertendo conteúdo e forma: isto é a antropofagia estética”.

(11) RAMOS, Guiomar: Um cinema brasileiro antropofágico? (1970-1974), Annablume; Fapesp, São Paulo, 2008.

(12) “Manifiesto Antropófago” (1928), recogido en ANDRADE, Oswald de: Obras Completas VI: Do Pau-Brasil à Antropofagia e às Utopias. Manifestos, teses de concursos e ensaios, Civilização Brasileira, Rio de Janeiro, 1970, pág. 16. Traducción realizada por el autor desde el original: “Nunca fomos catequizados. Fizemos foi Carnaval. O índio vestido de senador do Império. Fingindo de Pitt. Ou figurando nas óperas de Alencar cheio de bons sentimentos portugueses”.