To the Ends of the Earth

El malestar de lo invisible

 

“Me duelen los cabellos”
Monica Vitti en El desierto rojo
(Il deserto rosso, Michelangelo Antonioni, 1964)

 

Todos somos cíborgs

A lo largo de los siglos, la tecnología ha permitido expandir las capacidades de nuestros sentidos. La vista y el oído, fundamentales para el cine, solo son sensibles a un limitadísimo rango de frecuencias del espectro electromagnético, y solo pueden captar intensidades y tamaños adecuados a su fisiología y a la capacidad del cerebro para interpretarlos. De esta forma, los microscopios o los espectrógrafos amplían nuestros sentidos, pero también lo hacen las cámaras, capaces de fijar instantes fugaces en una imagen, o una grabadora capaz de capturar un sonido que nunca pareció haber estado allí.

El vasto mundo del cine o la literatura fantástica siempre ha sacado partido de esta capacidad de la tecnología para hacernos más sensibles a lo real, jugando con el misterio de hacer visible un invisible que puede ser cualquier cosa, abierto a la imaginación. Kiyoshi Kurosawa no ha dejado pasar estas oportunidades en su universo de espectros tristes y fantasmas errantes, ya sea a través de los viejos daguerrotipos que atrapan fantasmas en láminas de plata (Le secret de la chambre noire, 2016), de los fantasmas que llegan a través de Internet en Kairo (2001) o de la conexión con el inconsciente mediante el sensing de Real (2013).

En To the Ends of the Earth (Tabi no Owari, Sekai no Hajimari, 2019), la tecnología no marca la ruptura de lo extraordinario, sino que está plenamente imbricada en la cotidianidad, y prosigue su intrínseca tarea de expandir el campo de lo sensorial, de lo vivido, ya sea para llevar información de países exóticos a través del reportaje sobre Uzbekistán que filma el equipo de protagonistas para la televisión japonesa, o para romper las distancias de lo que nuestros sentidos no son capaces de alcanzar mediante el uso del teléfono móvil y sus aplicaciones. Sin embargo, la película muestra la fisura de estas tecnologías: en el tránsito comunicativo se produce una distorsión trágica de la verdad.

Atsuko Maeda en «To the Ends of the Earth»

Monica Vitti en «El desierto rojo»

Kiyoshi Kurosawa articula estas ideas focalizando toda su atención en la protagonista, Yoko (Atsuko Maeda), reportera del programa de televisión que sufre de una continua incomodidad tanto en su trabajo con el resto del equipo como en los tiempos muertos, en los que prefiere huir y vagabundear por la ciudad alejándose de sus conocidos. La incomodidad parece asociada tanto a su deber de realizar un trabajo que no le gusta y estar en contacto con gente poco afín, como al salto cultural que le provoca habitar un entorno desconocido. Habita un mundo de extraterrestres en el que, en realidad, la extraterrestre es ella. Pero aunque haya muchas hipótesis, quizás no haya manera fiable de rastrear el origen de ese malestar, como le ocurría a la Monica Vitti de las películas de Antonioni. Se trata de algo más indefinido, más profundo, un cúmulo de vivencias, ideas, contexto y estado anímico cuya abstracción forma una amalgama imposible de concretar.

En realidad, parece que lo que a Yoko le gustaría es ser un fantasma. La presión externa y su sentido del deber le hacen sacrificarse estoicamente en el trabajo y hacer todo tipo de cosas contra su voluntad: comer arroz crudo y comidas exóticas, meterse hasta las rodillas en un lago poco agradable, subir en una violenta atracción de feria repetidamente hasta hacerla vomitar… Y todo ello, frente a la cámara, con la mayor de las sonrisas. La profesionalidad de la reportera.

Kiyoshi Kurosawa, aunque más tangencialmente que en Tokyo Sonata (2008) o en otras películas, vuelve a establecer un vínculo con la realidad sociopolítica de su país y a mostrar la opresión y alienación a la que el mundo laboral lleva a los trabajadores, obligados a desempeñar empleos muy alejados de sus auténticas pasiones, que quedan anuladas y aplastadas. En el caso de Yoko, sus anhelos son los de convertirse en cantante, y solo en instantes decisivos, de Gracia, puede recuperar esa pasión vital. Y sin embargo, tampoco parece que todo el malestar de Yoko proceda de su situación laboral. Hay algo más íntimo, más subterráneo. Hay algo que se siente sin ser tangible, como el dolor de los cabellos.

El malestar de lo invisible

Ante la incomodidad y el malestar, solo queda el refugio, la válvula de escape que, en la película, viene dada especialmente por el teléfono móvil. Kurosawa filma el proceso previo a su uso con ansiedad, con una cámara que enmarca los brazos y la ávida gestualidad de Yoko; por el contrario, cuando en otra escena hacia el final de la película termina de hablar con su novio tras saber que no ha sufrido daños en un incendio ocurrido en Tokio, la cámara se desliza suavemente en la oscuridad hasta que ella se recuesta, manteniendo la luz del móvil como único foco de la imagen. Muchas de estas escenas con el teléfono se muestran de manera fragmentaria. Son escenas que se muestran, no se cuentan. Y no se cuentan porque solo aparece un fragmento: por ejemplo, ella escribe a su novio pero una elipsis nos impide saber si hay respuesta posterior y de qué tipo es esta. Parece que el refugio no siempre crea calma y, en ocasiones, intensifica la sensación de angustia y de soledad. La pérdida de información de contexto es capaz de desatar fantasmas interiores que, con gran inteligencia, Kurosawa nunca subraya y quedan como un misterio latente.

El refugio no es solo una vía de escape, una huida cobarde. También es una necesidad creativa, porque el refugio es lo que libera y de esa liberación surge, en el único momento de la película en el que la protagonista encuentra un lugar físico con identidad (un teatro de ópera), la pulsión creativa, el anhelo auténtico: el deseo de ser cantante, de crear arte verdadero. Sin embargo, Kurosawa juega también con la ambigüedad en esta escena dando a entender, posteriormente, que Yoko no ha llegado a salir del dormitorio, ya que un compañero la ha oído cantar en su habitación. El espejismo de haber encontrado un lugar con identidad se desvanece. Parece que también eso se ha virtualizado.

En una conversación en Twitter con Miguel Blanco, que fue el germen de este texto, nos preguntábamos si las raíces de la película estaban más en el Antonioni de El desierto rojo o en el Roberto Rossellini de Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954). Decía Miguel que la película parece “El desierto rojo millennial. Ahora ya no queremos tener sexo decadente burgués extramatrimonial, sólo encontrar una conexión wireless estable”.

Pero entre esos momentos de acción (el sexo en Antonioni, el wifi en Kurosawa), Yoko comparte algo con Monica Vitti: el vagabundeo. Las dos pasean solas sin rumbo y, si Yoko se pone algún espacio turístico de la ciudad como destino, es para escapar del lugar donde está su equipo de trabajo y su opresivo marco vital. Una vez en la zona turística, un entorno despojado de su identidad a causa de su conversión en producto de consumo, Yoko camina sin rumbo, deambula convirtiendo el vagabundeo en una expresión de su sentimiento interior. Ambas sienten un malestar profundo provocado por aquello que no se ve, ni se oye ni se siente. El dolor de los cabellos, ese apéndice biónico que nos viene de fábrica.

A diferencia de otras películas de Kurosawa en las que los lugares, los edificios o los bosques suelen tener identidades fuertes que los hacen estar poblados por fantasmas o por habitantes muy arraigados, los espacios de To the Ends of the Earth son subproductos turísticos, despojados de cualquier rastro de personalidad. Son no-lugares banalizados en los que es necesario perderse o buscar la noche o lo anómalo como elementos únicos que expresen verdad.

La comparación del estilo de Kiyoshi Kurosawa con el de Antonioni ha sido recurrente a lo largo de los años, especialmente por la manera en la que el cineasta japonés ha filmado los espacios como lugares de fuerte raigambre, capaces de expresar ferozmente el mundo interior, desolado y solitario de sus personajes. El cineasta japonés filma espacios habitados por personas antes que personas habitando espacios, y películas como Barren Illusions (Ôinaru gen’ei, 1999), Bright Future (Akarui mirai, 2003) o Charisma (Karisuma, 1999) son muestras perfectas de las posibilidades de dicho dispositivo. Para ello, son frecuentes sus planos de larga duración, un cierto estatismo, y el despojamiento de acciones que puedan privar al espacio de su sentido más profundo, dando lugar a ese jarrón (1) en el que volcar el mundo interior de los personajes de sus películas.

Sin embargo, en To the Ends of the Earth Kurosawa es menos exhibicionista con los espacios y su impacto interior, evita filmar planos tan largos (aunque también estén bastante despojados de acción) y emplea un estilo más realista, en el que, salvando las distancias, parece deslizarse de la aparente gravedad formal de Antonioni a la aparente ligereza de Rossellini o Renoir. De esta forma, parece como si el espíritu de la protagonista se alejara de Monica Vitti para acercarse a la Katherine (Ingrid Bergman) de Te querré siempre, cuyo viaje y cambio de contexto y cultura fuera una palanca que desatara los demonios que, en un contexto cotidiano, permanecían aletargados. Como si el falso pero forzoso matrimonio de la película de Rossellini se convirtiera aquí en la falsedad de un trabajo de cartón-piedra cuya obligación, sin embargo, es insoslayable.

Como Katherine en Te querré siempre, Yoko no es capaz de vivir la realidad de su entorno en el momento en que lo habita, y este permanece invisible para ella, ya sea por sus limitaciones para habitarlo o por la falta de identidad de los no-lugares. Ambas son hipersensibles y, sin embargo, lo aguantan todo. Mientras Katherine se refugiaba en un mundo interior al que era trasladada mediante los sentimientos profundos que emanaban del arte del Museo Arqueológico de Nápoles, Yoko se esconde en la prolongación de su mundo emocional, el teléfono móvil, huyendo de las agresivas injerencias del exterior. Ambos casos son virtualizaciones de artefactos comunicativos: por un lado el artista que comunica con su obra de arte a través de los siglos; por otro, la persona cercana, o afín, con la que se comunica de manera asíncrona a través de las aplicaciones de mensajería de un teléfono inteligente. Simplemente se cambia el salto temporal por un salto espacial. Seres como yo en otro tiempo o seres como yo en otros lugares. La biónica marca la diferencia en ambos casos, ya que Yoko cuenta con ese teléfono que es un apéndice artificial de ella misma, pero el retrato de las afecciones humanas no está tan lejos como las enormes diferencias contextuales parecerían indicar. La hipersensibilidad que desarrollaba la protagonista de la película de Rossellini en las ruinas arqueológicas de Pompeya por la interiorización de una vulnerabilidad convertida en tragedia, se convierte aquí en la empatía por una cabra de mirada lánguida amarrada en un corral urbano. Kiyoshi Kurosawa, además, filma la primera escena con el animal como un sueño en mitad de la noche. El vagabundeo turístico hace a la protagonista perder la noción del tiempo y, de esta manera, anochece y ella vaga por callejones oscuros e inquietantes, solitarios o con siluetas anónimas, que Kurosawa filma alternando planos delanteros y traseros de la protagonista y con encuadres aberrantes, generando mayor inquietud y sensación de irrealidad. Hasta que de repente aparece la cabra atada a la verja en un corral, fulgurante con su blancura en la oscuridad. Kurosawa crea tensión con un plano general sostenido, con el animal y Yoko en los extremos del plano, haciendo del aire entre ambos seres un trayecto de afecto que culmina cuando se acercan con un primer plano emocionado de Yoko. Finalmente, el sueño se rompe cuando Yoko es consciente de la hora y tiene que correr para no perder el autobús, escena filmada con una inestable cámara en mano.

Especies de espacios

La manera en que Kurosawa filma a Yoko, alternando planos delanteros y traseros, como un plano-contraplano en movimiento, da una de las claves que diferencia el tratamiento del espacio de sus películas anteriores. En esta ocasión se filma eminentemente a una persona, Yoko, habitando espacios, y no espacios habitados por personas. El dispositivo se repite durante toda la película, y subraya la perturbación de la protagonista en lugares en los que es una extraña, como en la escena de la llegada al bazar, en la que ella es observada por los habitantes como un extraterrestre, por delante y por detrás, y pasa a convertirse en una intrusa.

Del mismo modo, incluso con sus propios compañeros de trabajo, Yoko está filmada como una anomalía, como alguien que no encaja, ya sea a través de encuadres con ella de espaldas, separándola del equipo técnico, u organizando la disposición de los elementos en el cuadro y los colores del vestuario de manera que destaque sobre los demás. También ayuda el hecho narrativo de que, durante la filmación de los reportajes, el equipo técnico está a un lado y la presentadora al otro de la cuarta pared.

Durante el tiempo de trabajo con su equipo, y al margen de los momentos exactos de filmación, en los que el fingimiento es máximo, Yoko vive en tensión, oprimida y con un deseo latente de escapar. Hasta que, por sugerencia suya, deciden filmar una escena con la cabra que ella había encontrado en su escena onírica de la noche anterior. Todos descubrimos así que lo de la noche no fue un sueño, que la cabra es un ser sufriente como ella, y Yoko, por primera vez, sonríe por sí misma, liberada de la presión de la cámara. El momento está lleno de una belleza natural, pero Kurosawa no se reprime y añade una ironía al hacer que el operador de cámara también decida filmar ese momento, sin preparación ni guion previo. ¿Hasta en un reportaje prefabricado y falaz puede haber instantes de sincera verdad?

Pero la verdad no solo se manifiesta a través de la risa y la empatía. Como en toda película de Kiyoshi Kurosawa que se precie, la verdad también aparece en forma de salida de tono o de pesadilla absurda. Si bien esta película resulta más contenida en las derivas tonales de sus personajes habitualmente excéntricos y que suelen llegar al desquiciamiento, también Yoko llega a ese punto en un momento de liberación. En plena crisis del equipo de realización, ante la falta de ideas del grupo, dejan a Yoko una pequeña cámara de mano para que ella filme todo lo que sienta que necesita expresar, aunque sea bajo la máscara de un reportaje de viajes. Ella, poco a poco, se va soltando en su nueva posibilidad creativa y, de esta manera, acaba separada del grupo y filmando por su cuenta. Corre feliz y evanescente, comentando en tiempo real lo que va capturando y, sin darse cuenta, entra en una zona donde está prohibido grabar. La policía la para, ella se asusta, intentan cogerle la cámara y ella se asusta aún más y corre. La persecución resulta delirante, sobre todo porque huye como si hubiera cometido un asesinato, se mete en túneles oscuros y termina abandonando la cámara, que era precisamente lo que intentaba proteger. Al final, en el colmo del absurdo, se refugia bajo un puente a plena luz del día, donde resulta plenamente visible para cualquiera que pase. Apenas tardan unos segundos en atraparla.

No hay explicaciones, no hay raciocinio en la escena y, sin embargo, está embargada de una verosimilitud extraordinaria. La absurda reacción de Yoko está fuera de toda lógica y, sin embargo, todo el mundo puede entenderla, ya que está en el germen de la vulnerabilidad humana, de los miedos irracionales que bloquean la acción o la dirigen a callejones sin salida, especialmente en contextos desconocidos y en situaciones de desorientación. Por lo tanto, Kurosawa no deja de hablar de miedos en esta película, aunque estos son mucho más cotidianos, están impregnados del costumbrismo de lo extraordinario, es decir, de aquello que pasa (o solemos sentir) cuando habitamos tiempos y lugares alejados de la rutina ordinaria. O quizás lo que se descubre es que la experiencia posmoderna de la novedad, el estímulo y la acción constante no esconde más que una forma más pobre, desnaturalizada y vacía de rutina. El turismo de masas, los viajes y los medios de comunicación parecen mostrarse como la quintaesencia de esa realidad omnipresente. Virtualidad y simulacro. Si en Tokyo Sonata la rutina costumbrista se dinamitaba a través de la neurosis y el delirio, To the Ends of the Earth presenta otra de las caras del áspid de la cotidianeidad.

En definitiva, Kiyoshi Kurosawa da una vuelta de tuerca magistral a su universo y, realizando una película aparentemente distinta al resto de su obra, consigue un resultado que no solo es perfectamente coherente, sino que enriquece el conjunto con unos ángulos de visión complementarios, en los que adapta tanto elementos temáticos como recursos formales, huyendo de cualquier tipo de fórmula predefinida. Al finalizar To the Ends of the Earth, y a pesar de la enorme distancia que nos separa, nos hemos hermanado con Yoko en su fabulosa aventura interior y hemos descubierto que, en muchas ocasiones, no es necesario recurrir al género fantástico para hacer una película de fantasmas, apariciones y encuentros imposibles.

 

© Faustino Sánchez García, mayo de 2020

 

 

(1) A la manera del jarrón de Primavera tardía (Banshun, Yasujiro Ozu, 1949).