La nostalgia en el ‘blockbuster’ digital

Entre los fuegos artificiales eché de menos el cielo

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)

Quizá la supuesta libertad que tenemos cuando escribimos desde estos rincones remotos de Internet no sea más que una manera de no pensar en que no vivimos de esto, en que, en realidad, no estamos más que transitando por unos espacios que, en el fondo, no nos pertenecen. Quizá.

O puede que esa libertad sea algo más tangible, algo que si bien no va a darnos de comer (eso ya muchos lo hemos asumido, hasta con cierta liberación), tampoco va a imponernos seguir el criterio de ninguna distribuidora, respetar ningún embargo o tener que hablar de ese ínfimo porcentaje del cine que tiene presencia en las taquillas españolas. Aquí, no puede decirse lo contrario, hablamos de lo que nos da la gana, de lo que nos gusta y de lo que no, pero siempre de lo que nos toca. Y quizás esa es la única manera no solo de transitar un espacio, sino de convertir el tránsito en un espacio en sí mismo, de hacer de la escritura sobre cine, con y desde el placer y los afectos, un espacio compartido.

Me gusta pensar que, diez años después de aquel agosto de 2009 en que Carles, Covi y Cristina se lanzaron a unas agitadas aguas en este barco, cinco años después de que me acogieran en él con los brazos abiertos, Transit se ha convertido en algo así. Un lugar donde encontrarnos, un proyecto cargado de libertad y, en definitiva, un núcleo de cinefilia y amor por las imágenes, la crítica y la reflexión donde, creo, muchos hemos confluido solo para, por fin, sentirnos en casa. Las aguas por las que surca este barco son más frías que nunca, pero al menos desde aquí uno siente que puede mirar hacia algún lado. 

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En un texto conciso y estimulante, precisamente publicado meses antes de que me uniera a Transit, Carles Matamoros planteaba una lectura ontológica de la motion capture partiendo de los homínidos digitales en El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, Matt Reeves, 2014). En ese texto, Carles citaba el ensayo Hacia una imagen no-tiempo de Sergi Sánchez para hablar de la imagen de síntesis, que para Sánchez surge “de la nada del ordenador, sin un referente al que ser fiel, sin huellas ni índices, sin materia” (1) y constituye la máxima expresión de esa imagen no-tiempo con la que relee a Gilles Deleuze desde el cine contemporáneo y viceversa. Uno de los hallazgos del texto, partiendo de la reflexión de Sánchez, era precisamente la paradoja que habitaba en el centro mismo de esa imagen digital, que desmaterializaba lo real para reconstruirlo desde una precisión milimétrica y obsesiva.

El Gigante de Hierro en Ready Player One, de Steven Spielberg

Quisiera retomar aquí esa reflexión compartida, no tanto desde el prisma del actor como desde el del espectador, quizás uno de los núcleos temáticos que han imperado en Transit desde el inicio y uno de los ejes más estimulantes para plantear un estado de la cuestión del cine en relación a su época y sus posibilidades tecnológicas. Si, precisamente, del espectador escribía Domènec Font que “es esa figura fuera de juego, inmovilizada por la vida oscura que le rodea, pero ser moral a fin de cuentas, la que otorga fisicidad al dominio fabuloso de lo invisible, promueve la vida sensible de los cuerpos y permite inscribir a través de ellos las huellas de lo real” (2), ¿cómo se inscribe, o cómo podemos inscribir hoy esa huella del mundo en una imagen escindida de lo referencial? ¿Qué busca, o qué puede encontrar el espectador en una imagen digital? ¿Constituye el digital un cambio en la relación del espectador con la imagen cinematográfica, con lo real en sí mismo? ¿Se organiza la mirada de manera diferente en esta imagen desgajada de toda referencialidad, elevada a su máxima potencia a partir de técnicas de composición cada vez más cercanas a las texturas de lo real? Quisiera plantearme algunas de estas reflexiones partiendo de un cine profundamente volcado en el espectador, absolutamente complaciente con sus deseos y, por qué no, hábil también a la hora de traicionarlos: el blockbuster digital, donde últimamente noto una cierta tendencia a organizar los filmes en torno a una imagen, más o menos central, desde la que se despliega el relato. Curiosamente, muchas de esas películas parecen ser conscientes de su carácter engañoso, de su ontología problemática, ya que todo lo que se desgrana de esa imagen es dudoso, confuso e interpretable; hackeable incluso. Si bien no son comunes en Transit los recorridos interpretativos en torno al cine comercial más pirotécnico, me permito proponer al lector una breve ruta en torno a algunos blockbusters recientes en los que, creo, se puede intuir cierto estado de la cuestión.

La imagen como prisión (y como refugio)

Quizás Ready Player One (2018), el cinejuego de Steven Spielberg, sea uno de los largometrajes más representativos de todo esto ya desde sus primeros planos. El filme abre con una inmensa panorámica virtual desde una cámara flotante que se aproxima a ese parque de caravanas vertical donde vive el protagonista, Wade/Perzival (Tye Sheridan), una identidad escindida en su propio avatar que, como toda máscara hiperbólica, le permite ser una mejor versión de sí mismo que la que su limitado cuerpo de carne y hueso hace posible. Conforme Wade sale del tráiler donde vive con su madre y el novio de ella, una voz exclama desde una pantalla: “Get ready for the feel, the feel of real” y un corte nos traslada a una panorámica descendente (descompuesta en varios planos), esta vez filmada con una cámara real, que acompaña la peripecia del actor saltando de plataforma en plataforma hasta llegar al suelo. Es como si Spielberg quisiera replicar esa perspectiva digital imposible que abre el filme pregnándola con lo físico, con una acción que podría equivaler a una secuencia de un chico bajando de su casa del árbol. Reminiscencias de familiaridad en una imagen que, justo después, cuando el protagonista se coloca las gafas de realidad virtual, se entrega completamente al medio digital, penetrando así en un mundo líquido y etéreo (de nuevo, volvemos a la cámara digital y la pura composición 3D) donde Spielberg, más que indagar en una nueva imagen, parece resignado a replicar imágenes antiguas, ideas viejas que solo brillan por yuxtaposición. He visto pocos filmes que proporcionen un goce tan absolutamente carente de autenticidad, tan entregado a la hiperestimulación del fan que bien podría encuadrarse en una suerte de erótica (torpe) de la cultura popular, en las antípodas, por ejemplo, de un Quentin Tarantino.

Una alusión directa a El resplandor en Ready Player One

Frente a una armada anónima y numerada, como la del Imperio galáctico en Star Wars, Spielberg presenta el avatar del protagonista como quintaesencia de la individualidad. La identidad ya solo permanece como una representación hiperbólica frente al anonimato impuesto del sistema, y a la vez es esa identidad virtual la única que puede engendrar una narrativa del héroe en un mundo que ha pasado a habitar su representación. La paradoja podría extenderse aún más: en la extrema distopía capitalista donde viven, el mundo virtual de Oasis constituye tanto la única liberación como la representación más clara y salvaje de la misma estructura de poder que les oprime. En Oasis todo ocurre dentro de un mundo-imagen codificado donde otro avatar, el del creador desaparecido de todo ese mundo virtual, constituye la imagen central frente a la que se organiza toda una trama de acertijos y pruebas.

El coche de Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985), la moto de Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), el T-Rex de Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993), King Kong, el Gigante de Hierro, Mechagodzilla, Alien, el legendario Hotel Overlook de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), Chucky…; todo son reminiscencias, simulacros del original desperdigados y descontextualizados en lo que parece querer ser una suerte de videojuego cinematográfico —no puedo más que suponer que Spielberg se lo ha tomado así—, que solo cobra sentido desde esa imagen central, ese avatar guardián de las llaves que le darán al ganador el control sobre todo ese inmenso sistema capitalista gamificado, ese mundo dentro de un mundo. Y cuál es la clave para solucionar cada uno de los acertijos sino el propio pasado en imágenes del creador, esto es, la nostalgia marca de la casa, el lugar al que ya no podemos volver. Imágenes que, por otra parte, más que esconder un enigma de naturaleza visual, guardan claves narrativas que pasan desapercibidas para todo aquel que no sea capaz de conectar las referencias y retrazar la relación rizomática dentro de ese sistema codificado y, por tanto, ajeno. No parece, tampoco, casual que Spielberg parta de un protagonista sin padre, o con una pseudofigura paterna ciertamente problemática (el novio de su madre hipoteca la casa para comprar mejoras en Oasis que, por supuesto, acabará perdiendo, pagando toda su frustración con el chico). Desde ese ángulo, ese avatar todopoderoso del demiurgo al que Wade parece conocer mejor que nadie constituye algo así como una figura paterna sublimada, una suerte de padre cultural que alimenta una veneración que nada tiene que ver con la biología.

Quizás la otra escena donde esta idea de una imagen irreal que reproduce los signos de lo real se vuelve más evidente tiene lugar, precisamente, cuando la banda de Wade hackea a Nolan Sorrento (Ben Meldelsohn), el empresario líder de esa armada anónima que ansía el control de Oasis. Para tratar de engañarle, Wade y sus amigos no hacen otra cosa que acceder a su dispositivo de realidad virtual y replicar, precisamente, la realidad de su oficina: aunque Sorrento piensa que se ha quitado las gafas, lo cierto es que pasará un buen rato hasta que perciba que, efectivamente, permanece dentro de una simulación. Solo podrá confirmar sus sospechas mediante el tacto, pues el resto de sentidos permanecen sumidos en la imagen, engañándole desde una replicación casi perfecta de su propia realidad.

El personaje de Nolan Sorrento en Ready Player One

Es precisamente este, además de esa búsqueda eterna del padre, el tema del filme, que se resume a la perfección en una de las escenas finales, cuando Sorrento por fin alcanza la furgoneta de Wade, pistola en mano, solo para descubrirlo recibiendo el dichoso easter egg que parece brillar en el mundo real, en las manos de carne y hueso de Wade, tanto como en el virtual. La imagen de Wade observando el huevo, de hecho, incluye el contraplano dentro del propio plano, es la imagen del sujeto ensimismado con la imagen, sumido en ella y, a la vez, cegado por ella. Y, paradójicamente, es esta imagen la única capaz de despertar un poco de empatía en su antagonista, de hacerle comprender, de una vez por todas, que ha perdido.

Wade/Perzival en Ready Player One

Quizás lo más inquietante de todo el filme sea ese final, cuando por fin el omnipotente avatar se desvanece y Perzival visita la habitación virtual del demiurgo, escindido en niño y adulto, que habrá de entregarle su premio, esta vez en su apariencia real. Se intuye aquí, además de una bella idea de ese nostos perdido (el lugar añorado es la habitación llena de videojuegos y libros donde pasó su infancia), una suerte de supervivencia digital del ser que podría conectar con cuestiones mucho más interesantes —¿la imagen como último refugio?— que esa frase final con la que lo echa a perder todo; al fin y al cabo, cualquier pretendida reflexión sobre realidad y comida me traslada inmediatamente al pollo omnipresente de Matrix (Lilly y Lana Wachowski, 1999) y a ese filete poco hecho con el que el traidor cerraba su trato con las máquinas.

La imagen mutable

También Pokémon Detective Pikachu (Rob Letterman, 2019) es una película de avatares e imágenes persecutorias, solo que aquí, más que constituir pistas, estas suponen indicios en falso con los que manipular a una improvisada pareja de detectives a la que, cómo no, se le escapa lo más importante. En una escena del filme, Howard Clifford, el visionario empresario interpretado por Bill Nighy, proyecta un holograma animado que envuelve a los personajes allí presentes mostrándoles los detalles de una escena que no han presenciado, la misma que da comienzo al filme y que ahora redescubrimos desde un punto de vista suspendido en un tiempo y un espacio virtuales y, por ende, modificables. Es esta imagen la que supone el detonante tanto de la película como de la investigación en búsqueda del padre perdido en la que se embarcarán Tim Goodman (Justice Smith) y el Pikachu al que solo él puede entender (Ryan Reynolds).

Pokémon Detective Pikachu, Rob Letterman

Ya en esa escena de apertura la imagen es manipuladora, pues, a excepción de la pista contenida en uno de sus primeros planos, trata por todos los medios de transmitir precisamente lo contrario a lo que esconde. Lo que sorprende, no obstante, no es tanto esa manera de detener, ampliar y aclarar la imagen —que recuerda tanto a los hologramas envolventes de la saga Star Wars (que, por otra parte, siempre tuvieron cierta aura de imagen pobre) como a las fotografías que Deckard escaneaba en Blade Runner (Ridley Scott, 1982) hasta desvelar sus ángulos ocultos—, sino la reacción de nuestros protagonistas allí presentes. Pensemos, además, que poco antes han presenciado ese mismo acontecimiento, esta vez en una imagen de vídeo en un monitor común y desde un solo punto de vista, en el despacho del comisario Yoshida (Ken Watanabe). Es precisamente su condición de imagen repetida la que recuerda en cierto modo a la forma del trauma, aunque en todo caso aquí las diferentes variaciones parecen dibujar un relato cada vez más problemático y lleno de aristas.

Cuando la imagen del accidente se despliega a su alrededor en el ampuloso despacho del magnate, Tim y Pikachu reaccionan como aquellos primeros espectadores de las películas de los Lumière cuando vieron ese tren aproximarse a la estación: con pánico. Solo cuando (la imagen d)el vehículo se abalanza sobre ellos y les atraviesa, revelando su verdadera materialidad, parecen darse cuenta del carácter simulado de lo que están viendo. Pero cuando ve a su padre, sin importar que solo sea una imagen, Tim corre hacia su cuerpo tendido en el suelo y trata de despertarlo; toma la imagen no solo como evidencia de lo ocurrido, sino como algo real en sí mismo con lo que es posible interactuar. Mientras el holograma no muestra más que una imagen hiperrealista y envolvente, un hecho del pasado congelado en una perspectiva espacio-temporal múltiple y moldeable, Tim y Pikachu se lanzan a ella como si fuera un pasaje hacia el acontecimiento representado, incluso como si de ella pudieran recuperar el cuerpo desaparecido del padre cuya búsqueda motiva toda la trama.

El filósofo francés Jean Baudrillard tomaba un cuento de Jorge Luis Borges, Del rigor en la ciencia, para elaborar su conocida noción de “algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal” (3). La imagen original, que Borges toma a su vez de Silvia y Bruno de Lewis Carroll, es la de un mapa a escala natural con el territorio que representa, y que en su cuento termina abandonándose y rasgándose hasta quedar en ruinas. Puesto que abarca el mismo tamaño, el mapa recubre el territorio y lo termina sustituyendo por completo. El simulacro hace referencia a una representación de algo que ya no existe, pues el referente termina siendo suplantado por su propia representación; es, en las palabras del filósofo, “una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva, programática, impecable, que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias” (4). Cuando explica el tercer orden de simulacro, asociado al capitalismo tardío, Baudrillard alude a la definitiva disolución entre realidad y representación, una frontera deshecha donde no es posible distinguir entre lo real y su equivalencia simbólica.

Son ideas conocidas, y no quisiera removerlas aquí más que para señalar su pertinencia, su habilidad para prevenir un estado de lo real que en estos filmes alcanza cierto apogeo. Lo más interesante de todo es ver cómo, a pesar de abrazar la condición digital de la imagen, al menos en su vertiente más pirotécnica, estas películas parecen tener la necesidad de compensar todo ello con la enésima trama maestra de reencuentro paterno tras el viaje del héroe, persiguiendo su imagen evasiva en el contexto de una nostalgia que se termina apoderando de toda posibilidad de futuro. Conforme la imagen se abre a lo digital, el relato parece tener más y más la necesidad de asirse a la añoranza del origen perdido, de subsanar el salto generacional y reconstruir los puentes a través, precisamente, de una imagen (en Pokémon Detective Pikachu el padre habrá de ser convertido literalmente en una imagen para que el relato pueda prosperar).

Por otro lado, y de nuevo en las coordenadas de la simulación, el detective Pikachu y su compañero humano parecen guiarse por imágenes, no tanto cuestionándolas como un buen detective haría con cualquier pista que se cruce en su camino sino tomándolas como indicios de lo ocurrido, como fragmentos de un real que se les escapa. Solo cuando el deambular de Pikachu le lleva al lugar de los hechos parece, por fin, aclararse un poco el misterio.

Pokémon Detective Pikachu

Finalmente cuando la imagen recurrente adquiere su sentido completo, Mewtwo-ex-machina mediante, se hace aún más evidente el carácter manipulable y moldeable de toda imagen. Quizás no sea tan descabellado creer ciegamente en las imágenes cuando tu mundo está poblado por criaturas digitales de poderes extraordinarios, o quizás simplemente la imagen constituya, como en el filme de Spielberg, ese lugar al que volver, esa habitación llena de cultura pop, ese nostos perdido que guía nuestro camino a ninguna parte.

La imagen-código

Sea como sea, yo salía del cine pensando en cómo cada giro del filme, cada golpe de efecto, se alimenta de cierta ingenuidad del espectador, casi de cierto infantilismo. Y pensaba en las pelotas de tenis invisibles de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966), o en Travis (Harry Dean Stanton) caminando hacia ninguna parte al inicio de París, Texas (Wim Wenders, 1984), por decir solo dos ejemplos, y en cómo aquellas imágenes parecían intuir algo, buscar algo más allá. Cómo figuraban un misterio, cómo abrían el filme hacia lo invisible y cómo no era necesario más que mirarlas para comprender, aún sin saberlo explicar del todo, lo que estaba pasando ahí. Tampoco diría que es cosa del pasado; la Logia Negra de David Lynch y Mark Frost se ha revelado treinta años más tarde en Twin Peaks: The Return (2017) como una interminable madriguera del conejo llena de imágenes pregnantes, caladas de un sentido incierto y angustiante.

Un gif de Vengadores: Endgame

La comparación es cuanto menos injusta, claro está. Pero frente a ese cine que parece escarbar en la realidad, escrutar sus signos, este otro parece haber sustituido definitivamente a la realidad por sus imágenes; y no como Lynch, para perderse definitivamente en ellas, para dejarse encontrar: más bien estas han devenido un código. Quizás por eso cada imagen que deja hueco al misterio levanta cientos de teorías ansiosas en Internet, como si no pudiéramos tolerar la ambigüedad, la ausencia de un sentido explícito, de un mensaje concreto. Y quizás por eso también el lugar al que volver es siempre otra imagen; pensemos en la última entrega del omnipresente Marvel Cinematic Universe, Vengadores: Endgame (Avengers: Endgame, Anthony y Joe Russo, 2019). La única manera que el equipo de superhéroes encuentra para salvar el mundo ya perdido consiste en volver en el tiempo para recuperar las gemas del Infinito. ¿No es todo una excusa para retornar a las imágenes más icónicas de la saga justo cuando su tercera fase llega a su fin? ¿No resulta incluso celebratorio? ¿No devienen por un momento todos esos héroes en espectadores de sus propios blockbusters? Tan crucial es la nostalgia en todo esto que, además de habernos contado ya los dilemas paternofiliales como claves cruciales para profundizar en los personajes de Iron Man, Thor y Loki, T’Challa, Star Lord, Gamora y Nébula o Black Widow, la próxima tanda de películas del MCU comenzará, precisamente, ahondando en la historia de esta última, ya desaparecida.

Leia en Star Wars: Los últimos Jedi

Tampoco resulta ajena a esta reflexión esa saga inmensa del blockbuster (¡y de la búsqueda del padre!) que constituye Star Wars. En el Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017), la misma imagen que desencadenó todo, la de una joven princesa rebelde pidiendo ayuda a un viejo jedi retirado en las montañas de un planeta remoto, es la que vuelve para cerrar el círculo. El “truco barato” (de nuevo, la nostalgia) que convence al cascarrabias Skywalker (la expresión es suya) de ayudar a la Alianza Rebelde no lo da otro que R2D2, proyectando una vez más aquel holograma de su hermana pidiendo ayuda a Kenobi, que era por entonces “su última esperanza”.

Pero, además, el principal conflicto de la película se estructura en torno a una misma imagen que, como en Pokémon Detective Pikachu, se repite hasta tres veces con diferentes sentidos: la que establece el origen de Kylo Ren y su relación con Luke. Aquí la imagen también nos miente, dependiendo de quién nos esté contando la escena: una misma acción poco a poco matizada en sus verdaderos tiempos, en su causalidad, en las miradas de los protagonistas que la viven. Pero, más allá de esta escena, el filme está lleno de momentos en los que los personajes se aferran a una imagen o se pierden en ella, desde Rey buscando la identidad de sus padres en las profundidades de la isla —cuando esta solo le devuelve su propia imagen multiplicada— hasta el duelo final en el que Luke se revela como una imagen proyectada o la triquiñuela de Snoke conectando mediante la Fuerza a Rey y Kylo, haciéndoles compartir el mismo espacio a través, y solo a través, de una imagen que poco a poco parece avivar cierta conexión entre los dos. Una conexión que también parece alimentarse de la idea del origen traumático: mientras Kylo, traicionado por su tío, reniega de su familia y se entrega al lado oscuro hasta el punto de matar al padre (literal y figuradamente), Rey se mueve en la tensión entre añorar a unos padres que nunca tuvo y odiarlos, precisamente, por abandonarla. “Deja atrás el pasado, incluso si tienes que matarlo”, le aconseja el primero en cierto momento, haciendo referencia al parricidio que él mismo ha cometido.

Un puñado de imágenes y demasiada nostalgia

Uno de los últimos tráilers de la saga, el del Episode 9 – El ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, J. J. Abrams, 2019) difundido durante este verano, condensa a la perfección todo este discurso en un movimiento que, desde luego, no tiene nada de nuevo, que incluso diría que es propio de estos paratextos que buscan provocar expectación. Siempre me fascina que los tráilers de generen más microanálisis y textos celebratorios de periodistas cinematográficos que casi todas las demás películas del año juntas; son algo así como los discursos anuales del rey para las cadenas de televisión españolas, que parecen la única ocasión en que la gente se toma un poco en serio eso de mirar.

Aunque en ocasiones la nostalgia del fan se les vuelve en contra de sus propias propuestas, casi siempre esta pulsión es hábilmente utilizada para, una vez más, hacernos volver al lugar que ya no existe, que solo queda en imagen (cómo no pensar aquí en Carrie Fisher, a la que Disney parece no querer dejar en paz ni después de haber fallecido).

Un objeto de merchandising de Star Wars

La pieza comienza con una sucesión de planos de los primeros filmes, desde la puesta de soles del planeta Tatooine hasta cada uno de los encuentros del joven Luke, la batalla en Hoth, el primer beso entre Leia y Han, el duelo entre el Skywalker devenido Sith y su vástago ante los ojos del emperador, incluso el duelo ante Darth Maul en el que pierde la vida el maestro de Obi Wan, Qui-Gon Jinn… todos estos momentos se acumulan durante el primer minuto del tráiler, como si de un emocional previously-on se tratara, una suerte de entrega del testigo a la nueva generación que blande ahora esos mismos sables de luz, solo que el montaje parece centrarse en la fisicidad de ciertos gestos concretos: manos que se tocan, besos, despedidas, abrazos, miradas… Las cinco suaves notas que suenan al inicio, poco a poco, dan paso a una intensidad sinfónica que crece desde el fondo y alcanza su apogeo, precisamente, con las nuevas imágenes.

Hasta que el tráiler, alcanzada ya su cima emocional, cierra con un brevísimo plano-cebo que se ha replicado viralmente en medios y noticias de todo tipo. Una imagen que muestra a la protagonista blandiendo un sable rojo, sin más contexto ni más información, generando y traicionando a la vez todo tipo de expectativas como ya hacía la voz de Darth Sidious al final del tráiler del episodio anterior.

Un deseo que probablemente será traicionado, como aquel. Aunque, perdiéndonos ya del todo en el derrotero lacaniano, ¿qué otra salida queda ante el deseo de un fan, al fin y al cabo, que traicionarlo? Ante imágenes mutables, manipulables, que solo parecen ser capaces de alcanzar una nostalgia anquilosada en otras imágenes replicadas, en recuerdos ya devenidos en mito… ¿qué misterio queda, más que el de preguntarnos de dónde (y hacia dónde) estamos huyendo?

 

© Bruno Hachero, octubre de 2019

 

(1) SÁNCHEZ, Sergi (2013). Hacía una imagen no-tiempo. Oviedo: Ediciones de la Universidad de Oviedo, p. 229.
(2) FONT, Domènec (2012). Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cine contemporáneo. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 16.
(3) BAUDRILLARD, Jean (1978). Cultura y Simulacro. Barcelona: Kairós, p. 9. 
(4) Íbid, p. 11.