De críticos a… ¿generadores de contenidos audiovisuales?
La conquista de la imagen
* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)
En 2009 no existía Instagram y Whatsapp acababa de nacer. Twitter tenía unos 18 millones de usuarios activos al mes (un 5% del volumen actual) cuando aún no existía la opción de retuitear, mientras que Youtube ya recibía 20 horas de vídeo por minuto y unos mil millones de visitas diarias. 2009 fue el año del fenómeno viral llamado Susan Boyle, pero el vídeo de 2009 con más visitas a día de hoy es el Axel F de Crazy Frog, algo que denota el salto en lo que a viral se refiere al hablar de cientos de millones de visualizaciones en 2009 y de miles de millones de visualizaciones en 2019, desde luego auspiciadas por el auge de toda clase de redes sociales que han permitido compartirlos a la par que ofrecer a cada usuario una plataforma (o varias) en las que sentirse a gusto. 2009 también marcó al periodismo a través de Twitter cuando todo el mundo supo del aterrizaje de emergencia del vuelo 1549 de US Airways en pleno río Hudson, convirtiendo a la red social en la voz del presente, de la primicia, del ahora. Y cuando la tecnología cambia nuestras rutinas y, por ende, nuestra manera de entender el mundo, olvidamos fácilmente cómo era la vida antes de que llegara, cuando nuestros textos estaban a merced exclusivamente de la indexación de Google.
En 2010 ya era normal encontrar films íntegramente rodados con cámaras digitales de fotografía, aunque fueran propuestas mayoritariamente de guerrilla —como La casa muda, de Gustavo Hernández, o Tiny Furniture, de Lena Dunham—, y en apenas dos años ya llegarían películas de mayor repercusión como Frances Ha (Noah Baumbach, 2012), Pietà (Kim Ki-duk, 2012) o Wrong Cops (Quentin Dupieux, 2013), rodadas con una Canon 5D, una cámara relativamente asequible para cualquier bolsillo de la misma manera que lo es el iPhone que sirvió a Sean Baker para filmar Tangerine en 2015. Paralelamente, al poder disponer de cualquier film en formato digital para su manipulación, se abría un mundo enorme de posibilidades para los cinéfilos que gran parte de la crítica desaprovechó al obviar la vertiente tecnológica para centrarse en hacer interactuar frames. Cierto que se produjo el auge de los vídeoensayos, pero fueron muchos más los usuarios ajenos a la cinefilia comenzaron a producir material cinematográfico con dichas herramientas. Y es que a día de hoy no supone un especial hallazgo crear un collage de fotogramas cuando cualquier móvil nos permite trabajar con vídeo e incluso realizar el montaje desde una app a resoluciones mayores que muchas de las películas que tenemos, o ir un paso más allá e interferir el metraje original con los famosos deep fakes que tan recientemente se han puesto de moda, equiparando nuestra posición como espectador a la del creador. Mientras el cine va a lomos de las innovaciones tecnológicas, la crítica sigue lastrada por sus miedos.
Y mientras que existen infinidad de canales en Youtube dedicados a la crítica cinematográfica, y plataformas como Audiovisualcy centran su trabajo en el estudio del vídeoensayo, son pocos los críticos patrios que se han decidido a dar el salto a Youtube y crear sus propios contenidos audiovisuales. Hace ya varios años que es una realidad aquello que se nos dijo con la eclosión de la redes sociales, que todos seríamos nuestra propia marca, por lo que hoy la labor del crítico debería pasar también por conocer los procesos técnicos de una filmación y ser capaz, a su vez, de generar sus propios vídeos, animaciones, thumbnails y demás para aportar un contenido de valor a su audiencia, pese a la pose romántica que impele a refugiarnos en la mera labor de escribir. Al fin y al cabo, en Youtube podemos encontrar miles de vídeos ajenos a la crítica cinematográfica capaces de explicarnos a las mil maravillas cómo etalonar un filme o cómo realizar montajes en cámara, y por supuesto trazar conversaciones con sus comunidades para corregir los errores en los vídeos de sus subscriptores.
Es en esa brecha donde nace la figura actual del creador de contenidos, siempre adscrito a la imagen y cuya base de operaciones reside en Youtube e Instagram, plataformas que han ideado perfiles específicos para estos. Paralelamente, han surgido infinidad de plataformas colindantes ofreciendo material para dicho contenido, ya sea Epidemic Sound, que proporciona bibliotecas de música y sonidos, o toda una serie de plugins para transiciones o ediciones de color. Muchos de estos creadores acumulan cientos de millones de visualizaciones en sus canales, superando ampliamente los visionados que pueden tener la mayoría de estrenos en Netflix o los mayores hits de Marvel, y aun no siendo competencia directa, tener en cuenta estos datos nos ayuda a entender el modelo de consumo audiovisual contemporáneo. No en vano, uno de los consejos más repetidos en los tutoriales sobre cómo hacer crecer estos canales es el contar una historia con cada vídeo, crear una marca personal a través de esas historias. Algo parecido sucede, de hecho, en el ámbito de la crítica: cuánto más cercano y más conocido nos resulta un escritor cinematográfico, más solemos estar atentos a sus opiniones, de ahí que Twitter o Facebook sean unas herramientas no solo imprescindibles para expresarse y difundir textos, sino, sobre todo, para dar a conocer nuestra personalidad. Por el contrario, cuando el ego y el eco hacen mella en nuestras opiniones restamos días de vida a una profesión moribunda que, por otro lado, no nos ofrece mejor techo que el que ya tenemos, motivándonos escasamente a mejorar si no estamos dispuestos a escapar de la rueda. No se trata, en cualquier caso, de marginar la escritura sino de ser capaces de saber difundir nuestro mensaje pensando en las distintas audiencias (y formas) de cada una de las plataformas, porque difícilmente interesaremos a ciertos lectores si no es con un texto, y a tantos otros si no es con un vídeo. Y lo cierto es que los formatos siguen emergiendo y ya hay voces de la crítica que se atreven con los podcasts y con experimentar con la imagen en sus vídeos, sin supeditar el contenido a la audiencia, con un acercamiento multidisciplinar que no sólo ayuda a las diferentes plataformas a ser comprendidas y empleados de nuevas maneras, sino que además redefiniendo el papel del crítico de cine en la era de los creadores de contenido.
Y en esa tendencia a convertirnos en una marca ya hace años que aparecieron plataformas de pago como Twitch o más recientemente Patreon que, como si de Netflix o HBO se tratara, nos permite acceder a contenidos de pago, un modelo que seguirá creciendo a medida que los medios tradicionales vayan dejando de ser sostenibles. Esta hiperespecialización de contenidos es la misma que ya se está produciendo en las plataformas de streaming de pago, casi un pago por uso como un alquiler o un renting del coche. De hecho, dichos contenidos personales y ese branding cotizan tan al alza que no resulta extraño encontrar que las firmas de ciertos medios de comunicación tienen más seguidores y repercusión que los medios en sí mismos, muchas veces incapaces de llegar a un nuevo público, algo que las grandes productoras cinematográficas sí parecen estar consiguiendo y, en cierta manera, augurando la supervivencia del cine en salas, las plataformas de VOD y los creadores de contenido en la red.
Ahora bien, al igual que todo crítico acaba, tarde o temprano, por publicar un libro, es cuestión de tiempo que creadores audiovisuales publiquen en Youtube films capaces de competir en cualquier festival o tutearse con el mainstream de la misma manera que los fotógrafos más influyentes en la actualidad han nacido al auspicio de Instagram; una red social que marca tendencias audiovisuales que antaño pertenecieron al séptimo arte. O quizás veremos como Netflix u otras plataformas dan cabida a esos vídeos que hoy dan millones de visitas a Youtube, o probablemente aparezca la periódica plataforma disruptiva que cambiará por completo nuestra manera de acercarnos a las imágenes, que bien podría estar relacionada con la realidad virtual y las temibles gafas que nos acompañarán a todas partes.
En definitiva, si bien la industria del cine no ha sufrido cambios dramáticos en la última década más allá de la irrupción de Netflix y HBO (en el caso español, cabría citar Filmin o Movistar+), nuestra relación con el audiovisual sí ha sufrido un cambio brutal durante estos años: no solo se nos ha permitido manipular las imágenes, sino crearlas y, en cierta manera, nos hemos visto obligados y premiados por hacerlo. Muchos tenemos en los stories de Instagram una suerte de vlog diario que, a veces, funciona mucho mejor que nuestras imágenes colgadas en el perfil, mientras jugueteamos con filtros y tonteamos con las cámaras lentas, material que hace una década solo podíamos robar de otros. Cabe recordar que los móviles más vendidos de 2009 incorporaban una cámara de 2 y 3 megapixels, mientras que las primeras cámaras de fotos profesionales capaces de grabar vídeo en HD suponían una enorme inversión para las escasas ventanas que tenía nuestro material, pero llegó Instagram y el boom de las cámaras digitales y muchos intentamos poner en práctica lo que el cine nos había enseñado. En 2019, en cambio, es difícil entender el mundo sin memes (específicamente los gifs animados), filtros e imágenes acompañando tuits y textos, al igual que resultamos ser más esclavos todavía de los productos que marcan tendencia en las redes sociales, sea Euphoria (HBO, 2019) o Vengadores: Endgame (Anthony & Joe Russo, 2019), como resultado de intentar mantener a flote nuestra marca. Y el radical cambio que supone poder crear y compartir en redes nuestras propias imágenes, a veces suponiendo una cura de humildad y otras tantas un ataque de soberbia, ha ahogado por completo las excusas que nos imposibilitaban ocupar el rol que hasta ahora había supuesto nuestro objeto de análisis: la imagen. En un mundo donde todos somos potenciales creadores, la industria pierde el control sobre el canon para librarse la batalla en las plataformas, en mayor igualdad de condiciones.
© Nicolás Ruiz, agosto de 2019