Lazzaro feliz

La mirada noble

 

Sacar la artillería quirúrgica del análisis ante determinadas películas va un poco en contra de su experiencia esencial, y creo que sin duda este es el caso de Lazzaro feliz (Lazzaro felice, Alice Rohrwacher, 2018). Escribiendo estas líneas me viene a la mente la crítica que James Agee firmó ante el estreno de Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, 1945) de Roberto Rossellini en Cannes. Deslumbrado por la humana honestidad de la obra, sus palabras sonaban prácticamente a excusa: “Uno siente que todo ha sido ejecutado con demasiada sinceridad para caer en el riesgo de reducirlo a mero artificio artístico o a la premeditación”. (1)

Hay algo en el cine de Alice Rohrwacher que me incomoda como crítica, y que probablemente se corresponde con el lugar que me pide ocupar como espectadora. Su tercera película requiere, mucho más que las anteriores El país de las maravillas (Le meraviglie, 2014) y Corpo Celeste (2011), mirar desde la inocencia, desde ese grado laso de conciencia o de discernimiento que facilita y convoca la fascinación.

Todo parte de la sencillez de una fábula. Algunas de las obras maestras del neorrealismo, como La Strada (Federico Fellini, 1954) o Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Vittorio de Sica, 1951) —por citar algunas de las que considero más en sintonía con el universo emotivo de la autora—, también lo eran. En un mundo maniqueo, fuertemente contrastado por la agresividad del capitalismo y la inocencia de un feudo tribal en extinción, la presencia de un singular personaje mesiánico conduce la puesta en escena de lo que podría convertirse en una pieza de cine social hacia lugares inesperados. Hay fugas hacia lo fantástico y también hacia lo experimental. Apuestas atrevidas que hacen de la pieza un filme capaz de transitar —con muy buenos resultados— por un circuito versátil de festivales (estamos ante una película que ganó premio en Cannes… pero también en Sitges) y muestras que ratifican su indudable condición de obra de cine contemporáneo. Y, sin embargo, hay un trabajo figurativo que devuelve nuestra mirada a un grado esencial de la experiencia cinematográfica. Este encuentro con la esencia, que a la vez despierta también nuestros instintos primarios de espectadores, nuestros apetitos más sinceros, es a mi juicio el baluarte del cine de Rohrwacher.

Se ha hablado de esta como de la obra de consagración de su autora. Yo prefiero recibirla como un posicionamiento. Palpita, en todo el cine de Rohrwacher , la nostalgia por un pasado en extinción, y Lazzaro feliz es quizás la primera que responde a ese desasosiego por las referencias perdidas desde lo que podríamos considerar un palimpsesto histórico. La herencia del neorrealismo, que parece desaparecer abrupta y casi simbólicamente con la muerte de Pier Paolo Pasolini en los años setenta, aflora en la mirada de una cineasta que va directa a la inmortalidad de la semilla plantada por los ancestros, al existencialismo humanista de los poetas de la postguerra italiana. Su pulso no titubea ante una visión trágica de la sociedad. No hay paréntesis lúdicos, no hay fugas a la evasión. Todo sosiego radica en lo que la extraña belleza que compone el rostro límpido de Lazzaro ante el skyline de una Italia sucia, gris y fronteriza, tiene de conmovedor. En este sentido, es más cercana a Rossellini que a de De Sica, pero las referencias no acaban ahí. Es pasoliniana en la poesía —que también evoca al Luchino Visconti de Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960)— sin demostrar la voluptuosidad de estos como maestros de lo figurativo, mientras que los recuerdos —conscientes o no— de Ermanno Olmi y los hermanos Vittorio y Paolo Taviani palpitan en algún lugar de este microcosmos que produce bajo árboles de plástico lágrimas tan puras como las de la Maria Falconnetti de Carl Theodor Dreyer. Y con todo, nada de esto se traduce en una verbena de referentes, porque nada parte de una postura mimética ante este bagaje que aflora de modo orgánico y con resultados en muchos momentos deslumbrantes.

Retomo aquí una pregunta que ya formulaba en los años ochenta la guionista Suso Cecchi d’Amico: “¿Qué han hecho los cineastas italianos con su pasado?” Mientras desde la crítica se apostaba por Rohrwacher como nueva paladina del cine de mujeres en una edición de Cannes especialmente marcada por las políticas de igualdad, se nos pasó advertir que esta directora italiana de 36 años ha logrado reflotar un mapa de referencias perdidas que no existió jamás en el cine de sus predecesores directos. En ninguna de las nostalgias que pueden aflorar en la tragicomedia de Nanni Moretti, la abstracción de Abel Ferrara o el esteticismo de Paolo Sorrentino podemos encontrar la honestidad con la que Alice Rohrwacher dialoga con un determinado acercamiento a la imagen muy propio de Italia, y que probablemente ocurre alrededor de una mirada libre de prejuicios hacia lo humano. Tal mirada, que llega al cine desde la filosofía, es platónica en su observación pero socrática en el planteamiento. A través de esa bonhomía que atraviesa el tiempo, de esa inocencia perdida, pone en escena la búsqueda de un pasado que rescata no tanto para su festejo y lucimiento como para discutir si podemos o no retomar su verdad.

La fábula de Lazzaro, con sus oscuros reflejos distópicos, proyecta también una nobleza luminosa que resulta feliz y esperanzadora. Quizás por eso sus imágenes, y todo lo que son capaces de evocar en su esencia estética, nos devuelven a la perplejidad desde la que escribía Agee, desde donde el crítico solo parece desear transmitir el estado de ánimo que la obra deja en quien tiene la suerte de contemplarla por primera vez.

 

 

 

© Margot Mur, noviembre de 2018

 

 

(1) “Open City”, por James Agee. The Nation, 23 de Mayo de 1946. (Citado por Stephen Harvey en “Anna Magnani” IN Pistagnesi/Fabbri, 1988: 17)