El país de las maravillas

Las luces del otro lado del espejo

 

Desde sus primeras imágenes, El país de las maravillas (Le meraviglie, Alice Rohrwacher, 2014) nos adentra en un sueño. Dos borrosos puntos de luz, devenidos finalmente faros de unos vehículos, dan pie a un breve interludio en el que unos cazadores descubren una casona que, según comentan entre sí, “siempre ha estado ahí”. A continuación veremos, en otra escena de carácter tan irreal como la primera, cómo unas luces oscilan, caprichosamente, sobre varios cuerpos durmientes antes de que las necesidades fisiológicas de una niña despierten a toda la familia protagonista. Si las oscilaciones de las luces y los comentarios de los personajes del exterior sugieren que contemplamos una fantasmagoría o una secuencia onírica, la carrera hacia el wáter de las cuatro hermanas nos señala indudablemente que estamos en el ámbito de la vigilia y de la dura realidad.

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¿Pero en qué campo se mueven realmente estas meraviglie? ¿Están a nuestro alcance, en el reino de lo real, o debemos cruzar el espejo hacia la fantasía para percibirlas? La literal desubicación del pater familias, un personaje al que todos obedecen pero al que nadie parece creer, se corresponde con la desubicación geográfica y temporal que se transmite al espectador. Cierto es que nos hallamos en la tierra de los etruscos y cierto es que la vulgaridad televisiva nos hace pensar que la cinta transcurre en nuestros días; pero las situaciones son en buena parte atemporales y el padre al que da vida Sam Louwyck parece literalmente teletransportado desde las obras setenteras de Rohmer o Tanner. Jonás dejó los 25 años tiempo ha y no sabemos si sigue malviviendo o solo está en el sueño de otro.

El país de las maravillas, de hecho, nos sitúa en el límite entre la realidad y la fantasía, en su confrontación. En su feliz memoria, el protagonista de El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) recordaba su infancia como un conjunto de instantes maravillosos inherentes a la cotidianeidad; pese a ser hijo de un padre tiránico (o tal vez debido a su presencia), la luz que penetraba a través de las hojas, la relación con su madre y los juegos de la niñez creaban una magia que superaba las situaciones más duras del día a día. En el caso de Gelsomina (Maria Alexandra Lungu), su vida en este peculiar universo implica ser obrera de un padre padrone, de un Zampano que la fuerza a tareas de dureza física como la búsqueda y asalto de colmenas, la recogida de miel de los panales o la elaboración rudimentaria del producto final. Como la Gelsomina y la Cabiria fellinianas, la joven protagonista se embarca en la búsqueda de maravillas en un mundo donde no las hay. De ahí que la película de Alice Rohrwacher nos envuelva con sus imágenes en los juegos y sueños de Gelsomina, cuya fértil imaginación es superior a la mediocre realidad, a la incapacidad de sus padres de salir adelante, a la falsedad de la princesa etrusca (encarnada por Monica Bellucci en una valiente interpretación alejada de su categoría de diva), al patetismo vecinal, al concurso televisivo e incluso a la sociopatía de Martin. Así, sorteando drama y comedia, esta joven apicultora imagina un país de luces que se abren paso entre las sombras. Un país donde los rayos del sol se pueden beber, donde luces y sombras bailan con alegría y donde las abejas se amansan al son de un silbido.

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Resulta fascinante ver cómo Rohrwacher funde lo imaginado y lo cotidiano, cómo logra que estemos en uno u otro lado del espejo sin solución de continuidad, pero el interés de su film va más allá. Pues la cineasta también acierta al reflejar la frágil personalidad que Gelsomina trata de construir en un entorno adverso (1), donde es manifiesta la inseguridad (laboral, económica, emocional, sentimental) de sus tutores. La voluntad de la niña de complacer a sus padres y de ser constante en el trabajo choca con su toma de consciencia, que la llevará a constatar que muchas de las decisiones de su progenitor son gratuitas y equivocadas. Solo ella será capaz de acercarse emocionalmente a Martin, el joven conflictivo en situación de acogida en el seno de una familia obviamente disfuncional (¡!), y solo ella abordará a la presentadora del show televisivo que viste como una supuesta etrusca. Será en ese momento cuando el personaje de Monica Bellucci se despoje de su peluca y se revele como un ser cansado. Hasta entonces era obvio que el espectáculo televisivo carecía de encanto; pero esa imagen pondrá de relieve hasta qué punto llegan las apariencias y los juegos. Pese a todo ello, Gelsomina conservará la ilusión y encontrará (¿realidad o ficción?) a Martin en una cueva ancestral. Allí, descansando a su lado, sus sombras bailarán libremente sobre las paredes del refugio.

Rohrwacher despide su película con la misma oscilación entre realidad y fantasía con la que la inició. Tras el misterioso encuentro con el joven, un par de planos circulares encadenados devolverán a Gelsomina con su familia, que será desahuciada de su domicilio. Todos los personajes desaparecerán entonces ante la atónita mirada de un camello, hacia un incierto futuro. La casa vacía, olvidada de nuevo, será testimonio silencioso de que en este mundo las maravillas son difíciles de encontrar.

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(1) Si la secuencia de las luces oscilando sobre cuerpos y paredes recuerda a Tren de sombras (José Luis Guerin, 1997), la situación de Gelsomina y su oscilación entre realidad y fantasía remiten a Los motivos de Berta (José Luis Guerin, 1984).

 

© Antoni Peris, marzo 2015