Cannes 2018

Nosotros no envejeceremos juntos

 

NOSOTROS. Jean-Luc Godard vuelve a Rainer Maria Rilke en Le livre d’image (2018).Ces fleurs entre les rails, dans le vent confus(1) es el título de uno de los cinco episodios en los que está dividido su último largo, un corte radical con todo lo visto antes o después en la 71ª edición del Festival de Cannes. También supone prácticamente la única denotación directa de la naturaleza, ya sea a través de la palabra o la imagen, que se registró en las películas en competición; bueno, salvo por esos maravillosos campos y montes de Viterbo que Alice Rohrwacher filma en Lazzaro felice (2018), como si cada haz de luz fuera un milagro que somos tan afortunados de ver multiplicado en los rostros y manos de sus actores.

Al inicio de su película, Godard instaba a pensar con las manos –“la verdadera condición del ser humano”–, mientras que las imágenes de la cineasta italiana nos devolvieron el tacto de los cuerpos. En una escena sublime, todos los personajes –una familia muy pobre de campesinos– van posando uno a uno sus manos sobre la cara y la frente de Lazzaro, el espíritu más puro y bondadoso del pueblo, para determinar si tiene fiebre y su muerte está próxima.

Le livre d’image

Hay una idea de comunidad muy palpable, afectuosa sin desterrar cierta malicia, entre los campesinos de Lazzaro felice. Habitan una aldea llamada Inviolata y sirven a una marquesa conocida como la reina de los cigarrillos. Allí se dedican a las labores del campo, filmadas en 16mm por la directora de foto francesa Hélène Louvart, quien también iluminó con igual precisión los dos largos anteriores de Rohrwacher –Corpo celeste (2011) y El país de las maravillas (Le meraviglie, 2014)–. Su trabajo lumínico en exteriores con sol de invierno e interiores llenos de partículas de polvo en suspensión es extraordinario, como ya lo fue muchos años atrás en Y’aura t’il de la neige à Noël? (Sandrine Veysset, 1996), otro retrato de una familia agrícola que estaba cargado de humanidad y una visión de los lazos de cercanía basados antes en el afecto y los sufrimientos diarios que en cuestiones de sangre.

Rohrwacher juega deliberadamente con la ambigüedad del momento histórico en el que se ambienta esta historia, cuyos desencajes anacrónicos y punteos de realismo mágico remiten a aquellas fantasías minimalistas del cine portugués como A cara que mereces (Miguel Gomes, 2004), donde parecía que literalmente podía pasar cualquier cosa a pesar de un enfoque naturalista y apegado a la realidad. Es cierto que en Cannes se habló mucho de la herencia neorrealista al tratar Lazzaro felice, pero el retrato observacional de esa peculiar comunidad campesina me resulta más cercano al recogimiento de las escenas pastorales de Ermanno Olmi. Al menos, antes de que el filme quede partido en dos mitades –de manera tan radical como las rupturas emblemáticas de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) o Tropical Malady (Sud pralad, Apichatpong Weerasethakul, 2004) –. La segunda traslada la acción a un entorno urbano y subraya el discurso alegórico de la fábula quizás de una manera demasiado exagerada, que no habría necesitado si la película hubiera permanecido en Inviolata, en ese ir y venir de jóvenes y ancianos unidos por el trabajo diario en el campo.

Lazzaro felice

La cuestión de las familias reconstruidas también es central en Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018), la película de Hirokazu Koreeda galardonada con la Palma de Oro este año. Algo que no sorprende, pues lo lleva siendo en varios títulos a lo largo de la filmografía del cineasta japonés. Koreeda es uno de esos directores tan constantes y prolíficos que su estilo narrativo y visual, de embellecido naturalismo, parece una prolongación espontánea de su forma de entender el mundo. De ahí un regreso obstinado a temas recurrentes, como las familias descompuestas y reformuladas, el almuerzo en compañía cual momento privilegiado de conexión comunitaria, las resistencias personales frente a la deshumanización capitalista o la vida como un ramillete de decisiones que pueden no ser en todas ocasiones las más adecuadas o justas hacia los demás, pero siempre dejan abierta una puerta al arrepentimiento y la posibilidad de volver a empezar.

Remitiendo a la vida doméstica de Nuestra hermana pequeña (Umimachi Diary, 2015) y Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016), y con la portentosa Kirin Kiki de nuevo como abuela todoterreno, Un asunto de familia destaca más en el retrato de la cotidianeidad en compañía ofrecido por un puñado de secuencias aisladas que detienen su propio tiempo –hay una escena de sexo realmente íntima y conmovedora– que en el desarrollo de un conflicto argumental constreñido por sus propias condiciones dramáticas y tratado con el habitual dinamismo del cineasta aunque sin la resonancia que pudieron tener películas del principio de su carrera como After Life (Wandafuru raifu, 1998). Pero sería absurdo pedirle a Koreeda que volviera a aquellos terrenos cuando parece haber encontrado el equilibrio de lo que puede ofrecer su cine. Veremos si su próxima película, producida en Francia y con Catherine Deneuve, Juliette Binoche y Ludivine Sagnier como protagonistas, le lleva a salir de su zona de confort.

Un asunto de familia

NO. Cuando se anunció la selección de películas que competirían por la Palma de Oro hubo algunas voces que lamentaron la ausencia de ciertos pesos pesados del cine mundial entre ellas. A muchos cineastas asiduos de Cannes se les suponían trabajos ya terminados, pero no estarían en esta edición. En vez de convocar a esos sospechosos habituales, el equipo de Thierry Frémaux había apostado por una tímida renovación de la alineación titular con un puñado de directores que competían por primera vez en la máxima categoría. Dejando a un lado lo beneficiosa que resulta una decisión así, y lo importante que es para que Cannes no acabe anquilosándose aún más como un club cerrado que gira sobre sí mismo, lo cierto es que una vez metidos en la dinámica de las proyecciones del certamen esa supuesta carencia de nombres relevantes se demostró espuria: veintiún títulos a competición dan margen suficiente para combinar voces nuevas con otras más conocidas. De hecho, la sensación de empacho que puede acompañar al verse sometido al bombardeo continuo de grandes autores fue inevitable tal y como se organizó el calendario de exhibición. Hasta es posible que dos obras de grandes dimensiones y discurso acorazado como Burning (Beoning, Lee Chang-dong, 2018) y The Wild Pear Tree (Ahlat Agaci, Nuri Bilge Ceylan, 2018) se fueran de vacío debido a proyectarse en la recta final, cuando ese mismo agotamiento puede haber hecho mella entre los miembros del jurado.

Llama especialmente la atención el caso de Burning, quizás la película más sólida y rotunda de la competición. Por supuesto, no es tan deslumbrante como Lazzaro felice, ni tan arrebatadora como Cold War (Zimna wojna, Pawel Pawlikowski, 2018), ni tan magnética como Under the Silver Lake (David Robert Mitchell, 2018), ni tan descomunal como Le livre d’image, que se sitúa a galaxias de distancia del resto  –el jurado presidido por Cate Blanchett decidió abordar esta evidencia concediendo a la película de Godard una Palma de Oro Especial, situación insólita en las 71 ediciones del certamen–, pero habría merecido ocupar un lugar importante en el palmarés con más motivo que el flojo regreso de Spike Lee a la primera línea de actualidad con BlacKkKlansman (2018), cuyo Grand Prix no puede parecer más coyuntural; o artefactos de manipulación emocional y miserabilismo como Capharnaüm (2018), tormenta perfecta de todo lo que se puede hacer mal en el cine de concienciación con la que Nadine Labaki obtuvo el Premio del Jurado.

Burning

Burning supone la vuelta de Lee Chang-dong ocho años después de Poesía (Shi, 2010), un largo hiato durante el cual el director más meticuloso de Corea del Sur llegó a comenzar otros dos proyectos distintos y a desecharlos por falta de conformidad total con el material. Sí, a Lee le gusta tomarse las cosas despacio y hacerlas con buena letra, como demuestra cualquier título de su pulcra filmografía. Burning lo vuelve a corroborar reforzando sus constantes. Aquí adapta un relato del japonés Haruki Murakami, trasladando la acción a Corea y transformando la historia en un delicioso thriller de cocción muy, muy lenta.

Lee es conocido por el virtuosismo de su puesta en escena, el manejo elástico del tiempo según las necesidades de la narración y, sobre todo, por ser quizás el mejor director de actores del cine coreano –con la salvedad de Hong Sang-soo, claro, pero sus maneras de abordar la interpretación dramática no podrían estar más distanciadas–. En su sexto largometraje lo evidencia con un trío protagonista sólido como la roca, compuesto por dos estrellas masculinas en registros inéditos y una excepcional debutante femenina. Yoo Ah-in interpreta a un campesino que intenta sacar adelante la pequeña granja familiar mientras su padre está en la cárcel. Un día se topa con el personaje de Jeon Jong-seo, otra actriz revelación para añadir a la cuenta de descubrimientos de Lee –junto a Moon So-ri en Oasis (Oasiseu, 2002) o Jeon Do-yeon en Secret Sunshine (Milyang, 2007)–, de quien se enamora hasta que ella vuelve de un viaje mochilero conquistada por la galantería de un adinerado esnob encarnado por Steven Yeun.

Así, entre celos y situaciones incómodas, se construye lentamente el triángulo amoroso. Hasta que la desaparición de la chica da paso a un juego de sospechas de raíz puramente hitchcockiana que voltea a la fórmula del falso culpable: aquí, sin renunciar al pantanoso terreno de la ambigüedad, vivimos la secuencia de los hechos de forma obsesiva desde el punto de vista de Yoo, tan vacilante como el de Teresa Wright en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, Alfred Hitchcock, 1943), convencido de que su rival amoroso ha tenido algo que ver en la repentina ausencia de Jeon. Antes de expandir este magistral ejercicio de suspense, Lee también brindó la escena cumbre de Cannes 2018, precisamente uno de sus clásicos momentos de tiempo suspendido: un baile en el campo, al atardecer, donde Jeon Jong-seo se desliza sin camiseta ante el crepúsculo mientras la trompeta de Miles Davis suena en la banda sonora y cada instante puede durar una eternidad infinita.

Burning

ENVEJECEREMOS. El paso del tiempo fue una preocupación latente en varias películas de este Cannes, tanto de la competición como fuera. Varios cineastas de personalidad fuerte y con largas carreras a la espalda dedicaron sus últimas películas a reflexionar sobre la vigencia de sus propias filmografías. Una suerte de sesión de psicoanálisis entre autores, sus imágenes y el público que, pese a sonar prometedora, no resultó muy satisfactoria; pero quizás sea eso mismo lo que debe ocurrir siempre con las autorreflexiones, ya sea en el ámbito artístico o cualquier otro.

Fuera de competición, entre circos mediáticos y sin cortinilla de presentación en ninguno de sus pases, Lars von Trier entregó con The House that Jack Built (2018) una representación alegórica de su corpus artístico para que fuera devorada por la crítica. Se trata de una película de duración excesiva (155 minutos) que sigue las industrias y andanzas de un asesino en serie interpretado por Matt Dillon. Esa es la delgada excusa argumental que utiliza el danés como condimento de un puñado de escenas de violencia y crueldad –concebidas para epatar exclusivamente a espectadores ajenos al cine de terror– que envuelven lo que en realidad viene a ser un autoanálisis sobre la figura del creador, la naturaleza de las obras artísticas, la ansiedad de la influencia y el abismo de la irrelevancia que siempre acecha. Tan explícita hace esa vinculación Von Trier que no teme samplear imágenes de sus películas previas. Por un lado, puede parecer elocuente que el director elija como álter ego a un psicópata sádico a quien solamente vemos matar mujeres y niños. Por otro, sus interesantes diálogos exploratorios con Bruno Ganz como contertulio sobrenatural no compensan el tedio y el ridículo del resto del metraje. Lars von Trier ha mirado hacia el resto de su cine; el reflejo le ha devuelto su peor película.

The House that Jack Built

También hay una voluntad de revisión retrospectiva por parte de Jia Zhangke en Ash Is Purest White (Jiang hu er nv, 2018). El autor plantea una historia de amor a lo largo de los años con la que recorre la geografía de su país desde 2001 a 2017 siguiendo el mismo camino retrospectivo a través de su propia filmografía, desde las primeras películas rodadas íntegramente en su región natal de Shanxi hasta las últimas producciones asentado como la voz indiscutible del cine chino en el panorama internacional, con parada obligatoria en la construcción de la Presa de las Tres Gargantas que trató en Naturaleza muerta (Sanxia haoren, 2006). Por supuesto, su inseparable Zhao Tao ejerce el papel de guía como protagonista enredada en una relación intermitente con un gánster de su pueblo por el que va a la cárcel durante quince años, viaja por medio continente e intenta recuperar su amor mientras aprende a desenvolverse por sus propios medios en el entorno patriarcal del crimen de poca monta.

Zhangke cuenta el periplo con interés, pero la sensación de estancamiento lleva unos cuantos años resultando tan evidente en su cine que ya deja de ser excusable. En Ash Is Purest White hay algunos momentos poderosos, igual que ocurría en Un toque de violencia (Tian zhu ding, 2013) o en la superior Más allá de las montañas (Shan he gu ren, 2015) –donde el empleo de una canción de los Pet Shop Boys tenía mucha más fuerza que su imitación aquí con los Village People–, pero, por mucho que entusiasme ver a Zhao Tao repartiendo leña o las citas directas al cine de acción de John Woo, son instantes demasiado aislados y distanciados entre sí como para sostener una película que cada vez que referencia un título anterior del autor nos recuerda lo superiores que eran aquellos.

Ash Is Purest White

¿Y qué ocurre cuando esa ansiedad por la influencia del pasado viene de obras ajenas en vez del propio trabajo? Vivimos en un ecosistema cultural tan sobredimensionado y poblado de estímulos que es difícil saber dónde acaba la propia identidad y empieza el exterior. Podría ser uno de los muchos temas que toca Under the Silver Lake, una de las películas más proteicas de Cannes 2018; también desbordada en su duración y ambiciones, pero envolvente por su propia naturaleza cambiante y entregada a un torbellino postmoderno de referencias donde el sentido narrativo o la coherencia argumental importan menos que el mero placer de la cita. El estadounidense David Robert Mitchell prosigue su exploración de ciertos aspectos de la adolescencia usando códigos de distintos géneros de ficción (2), referencias al Hollywood clásico, música pop, cultura de fanzines underground y videojuegos de 8 bits. Todo superpuesto en un flujo continúo de reminiscencias, fósiles y espectros que conforman el líquido amniótico donde bracea el joven Sam, interpretado por Andrew Garfield.

Sin oficio, beneficio ni dinero para pagar el alquiler de su apartamento de Los Ángeles –aunque eso no suponga angustia alguna a nivel argumental; Sam vive inmerso en un estado de precariedad económica que resulta muy familiar entre el lumpen de la industria cultural: con acceso infinito a fiestas, eventos y ambientes de lujo aparente pero sin cash suficiente para la bolsa de la compra–, la vida de este despreocupado narcisista dará un vuelco cuando la enigmática vecina (Riley Keough en modo Marilyn Monroe total) con la que pasó un rato estupendo la noche anterior desaparezca sin dejar rastro. Sam lo aparca todo para zambullirse de lleno en una aventura de cherchez la femme e intenta averiguar el paradero de la chica –este tipo de intensas obsesiones pasajeras que absorben todo a su paso en un ejercicio de procrastinación en movimiento perpetuo también es bien reconocible– mientras desentraña accidentalmente una compleja red de conspiraciones y mensajes cifrados dentro de la cultura mainstream.

Como una mezcla entre el Doc Sportello de Thomas Pynchon y la Alicia de Lewis Carroll en medio de un viaje lisérgico parido por Alan Moore mientras suenan ráfagas atronadoras de música de Disasterpeace canalizando a Bernard Herrmann. Quizás este tipo de namedropping irredento sea la única manera de hacer justicia a una película caudalosa y mutante cuya enumeración de artefactos culturales y capas referenciales dan respuesta paranoica y criptográfica al sueño mercantilista de la Ready Player One (2018) estrenada este mismo año por Steven Spielberg.

Under The Silver Lake

JUNTOS. Godard vuelve a Rilke, igual que yo regreso a Idea Vilariño cada vez que se me cuartea algún ventrículo del corazón. En esas estaba, repasando los versos de la uruguaya que hablan de “tardes noches / embriagueces / veranos / todo el placer / toda la dicha / toda la ternura. / Y qué. / Siempre estará faltando / la honda mentira / el siempre.” (3), cuando a varias películas de Cannes 2018 les dio por hablar de amores no cicatrizados que vuelven a resonar pasado el tiempo. Sucede en Ash Is the Purest White o de manera latente con los personajes de Penélope Cruz y Javier Bardem en Todos lo saben (2018), de Asghar Farhadi, pero ante todo esa idea de romance quebrado y suturado por océanos de tiempo recorre cada instante de Cold War, el soberbio relato romántico-musical de Pawel Pawlikowski capaz de condensar en menos de noventa minutos unos veinte años de encuentros y desencuentros entre una pareja de amantes a lo largo de un continente europeo sumido en la desazón de la posguerra y las suspicacias de la Guerra Fría.

Cold War está filmada en contrastado blanco y negro por el director de foto Lukasz Zal, editada con meticulosidad por el montador Jaroslaw Kaminski –ambos colaboradores de Pawlikowski en su anterior Ida (2013), asombroso punto de inflexión en su filmografía y catapulta del polaco como uno de los cineastas más estimulantes de nuestro tiempo– y habitada por la refulgente presencia de Joanna Kulig como protagonista. Ella es Zula, la campesina que con su voz enamora al músico Wiktor (Tomasz Kot) cuando viaja por la Polonia rural de 1949 rastreando vestigios de tradición oral y reclutando cantantes para su grupo de música folclórica. Así empieza un romance árido y condenado, de emoción contenida pero flamígera entre la pareja, cuya unión será continuamente resquebrajada por huidas a medianoche, exilios y elipsis fulminantes que hacen avanzar el tiempo sin piedad.

Cold War

Las distancias geográficas y la asfixiante tensión ideológica se superponen sobre la historia de amor, dándole forma y carnalidad quizás como no se veía desde Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959)Los protagonistas se juntan y se separan mientras recorren distintos puntos calientes del continente (Polonia, Berlín, París, Yugoslavia…) en una huida hacia delante, en pos de buscar una felicidad que se les escapa entre los dedos pero también buscándose a sí mismos. La finura de Pawlikowski se nota en cada decisión, desde la puesta en escena que acerca a los protagonistas mucho más que sus hieráticas acciones o lleva a buscar gestos reprimidos al fondo de una gran profundidad de campo.

El final de la película, tan brusco e inconcluyente como cualquiera de las elipsis que lo preceden, corta para siempre el relato y deja a la sala temblando en oscuridad. Al final del día, ¿hemos visto una historia de amor o de separaciones constantes? ¿No contendría cualquiera de ellas el germen de la otra? En Cold War, el pasado con el que cargan los amantes y el futuro con el que sueñan se estampan por igual contra esos telones de acero que cortan a negro cada elipsis temporal y geográfica del relato. Entonces, pensemos de nuevo en algo muy hermoso, que afirma Godard cerca del final de Le livre d’image: “Y aunque nada fuera como esperábamos / eso no cambiaría nuestras esperanzas / serían una utopía necesaria / y el dominio de las expectativas es más grande que nuestro tiempo / así como el pasado es inmutable / igualmente las esperanzas permanecen inalterables”.

 
 

© Daniel de Partearroyo, julio de 2018

 

(1) Un verso, editado a la pura manera godardiana, que, curiosamente, procede de El libro de las horas del poeta, y no de El libro de las imágenes.
(2) El relato teen en El mito de la adolescencia (The Myth of the American Sleepover, 2010), el terror en It Follows (2014) y el neonoir en Under the Silver Lake.
(3)  Del poema Y qué, publicado en Poemas de amor (1979).