La Biennale di Venezia 2016

Futuros y pasados del cine

 

Por séptimo año consecutivo, tuve ocasión de visitar el Lido de Venecia para asistir a la 73ª edición de la que siempre será la muestra cinematográfica más antigua del mundo. Y de nuevo la doble condición de programador audiovisual (prioritaria) y de cronista me obliga a encarar estas líneas varios meses después de la finalización del certamen. Algo que, sin duda, les resta actualidad en la era del Twitter y los live videos de Facebook, en la que la retransmisión en tiempo real de cualquier acontecimiento constituye una adicción tan tentadora como inconmensurable es el olvido inmediato en el que caen los mensajes -o imágenes- que se generan en su seno. Pero, por otro lado, y más allá de la histeria (también adictiva) de los hypes festivaleros, la distancia permite que las películas que verdaderamente perdurarán (siquiera brevemente) en nuestra memoria cinéfila consigan distinguirse con mayor nitidez de aquellas que ya ocupan un lugar minúsculo o inexistente en nuestro orden teórico del cine pasado y presente.

El cartel de la última edición del Festival de Venecia

Transcurren los años, y la Mostra cada vez lo está teniendo más difícil para albergar estrenos mundiales que le aseguren el interés y, por tanto, la asistencia de la crítica internacional más inquieta y rigurosa, aquella que peregrinaba al festival italiano durante la dirección de Marco Müller (hasta 2011 -inclusive-), una era en la que convenía hacer cola al menos 45 minutos antes de cada sesión, so pena de quedarse fuera, lo que no sucede prácticamente nunca hoy en día. Por supuesto, no faltaron en el Lido las caras conocidas del cine estadounidense, algo que Venecia parece conseguir sin aparente esfuerzo gracias a la inercia que dan las décadas de historia (trufadas del sempiterno glamour), pero se echó de menos el concurso de veteranos y jóvenes talentos del cine de autor que, como ya ha venido sucediendo en los últimos años, estrenaron finalmente sus obras en festivales como el de Locarno, o que prefirieron la dupla Toronto/San Sebastián de cara al estreno mundial y/o europeo. Con todo, y aunque secciones como Orizzonti (antaño cuna de cine planteado desde el arrojo y la experimentación en su vertiente más radical) no acaban de remontar el vuelo, el festival continuó ofreciendo diversas obras de interés.

El León de Oro a la Mejor Película de la Sección Oficial fue a parar a manos de Lav Diaz, cineasta que se mantiene hoy en día como uno de los escasos nombres de interés (¿el único?) dentro de lo que se conoció como la nueva ola del cine filipino, la cual, para quien esto firma, fue saludada con excesivo entusiasmo durante la pasada década por un sector de la crítica quizás demasiado pendiente de encontrar a toda costa nuevos y desconocidos talentos que sumar al estrellato autoral del cine no-convencional. La película se titula The Woman Who Left y ustedes sabrán disculpar que, a diferencia de otros ilustres cronistas que cubrieron el certamen veneciano, no comente nada sobre ella porque mis obligaciones como programador del Festival de Cine Europeo de Sevilla (el film carece de coproducción por parte de países de nuestro continente, y a la misma vez se proyectaban obras que sí cumplían dicho requisito, y por lo tanto candidatas a formar parte del SEFF) solo me permitieron visionar unos 120 de sus 226 minutos de duración. Dos horas que me dejaron un buen sabor de boca, si se me permite anotarlo sin entrar en más valoraciones.

Paradise, de Andrei Konchalovski

El veterano cineasta ruso Andrei Konchalovski, quien entre otros méritos iniciales trabajó como guionista junto a Tarkovski para terminar por perderse posteriormente en un irregular trayecto cinematográfico que incluyó una poco afortunada incursión en el cine estadounidense (con joyas como Tango & Cash. 1989), resurgió inesperadamente de sus cenizas en 2014 con un film heterodoxo y estimulante, El cartero de las noches blancas (The Postman’s White Nights), que se alzó con el León de Plata a la Mejor Dirección. Dos años después, Konchalovski repite galardón en Venecia con Paradise, una obra ambientada en la Segunda Guerra Mundial que, pese a no resultar tan satisfactoria como su largometraje anterior, demuestra una agradable solidez en su conjunto, pese a cierta pesadez (en sentido casi nietzscheano) de su andamiaje dramático, y a contener pasajes con actores doblados al alemán (como el que interpreta a Heinrich Himmler), recurso chapucero y anacrónico donde los haya. A través de la confesión de tres personajes (se puede pensar al principio que están hablando desde el limbo de la Historia, si bien tras leer los títulos de crédito acabamos descubriendo que se trata más bien del limbo religioso de toda la vida), Konchalovski narra su evolución psicológica particular (paralela, claro está, al desarrollo de la Guerra) con notable fluidez y prestando una atención al detalle que se agradece enormemente en los tiempos que corren. La brillantez de algunos momentos eróticos (dignos del siempre reivindicable Verhoeven de El libro negro -Zwartboek, 2006-) y de otros instantes que rayan lo esotérico compensan el retrato poco sutil (y que nada novedoso aporta) del interior de los barracones de los campos de concentración, del cual se deduce que la representación de los espacios del horror absoluto no parece plantearle ningún tipo de dilema moral al cineasta.

Une vie, de Stéphane Brizé

Otro de los platos fuertes de la Sección Oficial fue Une vie, la nueva película del cineasta francés Stéphane Brizé, quien había presentado en 2015 La ley del mercado (La loi du marché) en el Festival de Cannes. Se trata sin duda de uno de los trabajos más afortunados de un director irregular pero nada despreciable, pese a que su condición de semiartesano le pueda perjudicar a la hora de ser comparado con algunos pesos pesados del cine de autor francés contemporáneo. Partiendo de la primera novela de Guy de Maupassant (uno de los mejores escritores del siglo XIX, cuyos textos siguen rezumando modernidad -resultando, por tanto, clásicos atemporales), Brizé plantea un film de época diametralmente opuesto a lo que se ha venido llamando academicismo (el tipo de reconstrucción de época impersonal y esteticista propia del cine de James Ivory y compañía, para entendernos), gracias a lo arriesgado de un planteamiento visual que obtiene un óptimo rendimiento del formato 1:33 (relación de aspecto propia del cine mudo), a la brillantez y brutalidad de sus elipsis narrativas, y a unas prestaciones interpretativas extraordinarias, comenzando por la de la protagonista, una estratosférica Judith Chemla. Su inolvidable composición aspira por derecho propio a competir en la liga de las heroínas del cine de maestros como Mizoguchi, Ophüls o Bergman, y de hecho algunos pasajes de la película pueden hacer pensar en la cálida brutalidad de Gritos y susurros (Viskningar och rop, Bergman, 1972), aunque uno de los (afortunados) referentes reconocidos por Brizé es la arriesgada adaptación de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights) firmada por Andrea Arnold en 2011. Sin duda, estamos ante un excelente film sobre la fugacidad del dinero, la belleza y la felicidad, que supura un romanticismo nada impostado, sin dejar de permanecer fiel a la pluma ágil, sutil y vívida de Maupassant.

Voyage of Time, de Terrence Malick

La Sección Oficial vivió otro de sus momentos álgidos con el estreno mundial de la versión extendida (existe otra de 40 minutos para IMAX que sustituye la voz en off de Cate Blanchett por la de Brad Pitt) del último trabajo de Terrence Malick, Voyage of Time. El cielo se encapotó extrañamente sobre la sala Darsena y la atmósfera pareció ionizarse para dar la bienvenida a la nueva entrega (por ahora) del últimamente prolífico cineasta tejano, que comenzó con El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), y sus, llamémoslas, prolongaciones, satélites o complementos (To the Wonder -2012- , Knight of Cups -2015- y la película que nos ocupa), y que está sembrando mayoritariamente animadversión o indiferencia entre la crítica. Polémicas aparte, no puede negarse que Malick ha emprendido un camino de no-retorno hacia una cierta sublimación formal de su discurso filosófico, que no duda en emplear soluciones visuales que pueden remitir al lenguaje publicitario más preciosista, algo que, creo, está en el origen de la incomprensión que ha venido recibiendo en los últimos tiempos. En esta ocasión, presenta su visión (como siempre, panteísta, pese a quien hubo quien identificó las apelaciones de la locución a la Madre -que a mi modo de ver, se refieren a la Madre Tierra- con una invocación cristiana) del origen y desarrollo del Universo, centrándose en nuestro planeta y en la evolución de la vida, rebasando asimismo el presente y, como ya sucedía en El árbol de la vida, enfrentándonos a los días agonizantes de La Tierra. No sería descabellado considerar la película como una suerte de resumen condensado de la excelente nueva versión de la serie de divulgación científica Cosmos: A Spacetime Odyssey (Ann Druyan, 2014), algo que no es peyorativo ni mucho menos, ya que dicho trabajo televisivo debería ser de obligado visionado en colegios e institutos (más aún en los albores de la era Trump). Un Malick didáctico y bienintencionado que, con un tono entre la fascinación científica y la lírica, vuelve a poner toda la carne en el asador para insistir en la conveniencia de no romper los vínculos armónicos que nos unen al resto de seres vivos y nos hacen partícipes de las sinergias de los ciclos naturales, y al que se le podría achacar sobre todo (si bien sus detractores no lo han apreciado o considerado relevante) el uso tópico de imágenes digitales de baja calidad, así como alguna concesión efectista a la hora de recrear criaturas extintas abalanzándose directamente hacia el espectador.

El cielo del Lido instantes antes del estreno mundial de Voyage of Time (Foto de Alejandro Díaz).

Sin duda, uno de los momentos audiovisuales más esperados de 2017 es el estreno en Showtime de la nueva temporada de Twin Peaks (1990-1991), de nuevo coescrita por David Lynch junto a Mark Frost y dirigida íntegramente por el responsable de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986). En Venecia se presentó mundialmente un nuevo documental sobre la figura de Lynch (a la que conducen todos los caminos en el seno del cine estadounidense, tal y como el maestro Carlos Losilla escribió con su lucidez habitual hace ya más de una década), firmado a seis manos por Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm. Siempre es un placer escuchar a Lynch hablando con su peculiar acento y cadencia sobre creación en general, y sobre cine en particular, y quienes no estén familiarizados con los hitos de su biografía encontrarán aquí un buen resumen de los albores de su vida personal y de su trayectoria artística, muchos de ellos ya recogidos por Chris Rodley en su libro de entrevistas David Lynch por David Lynch, publicado hace ya años por Alba Editorial (y aún hoy uno de los libros sobre cine favoritos de quien suscribe). David Lynch – The Art Life, que así se titula, es un buen trabajo de aproximación a los primeros pasos de la carrera de, no lo olvidemos, un pintor y artista plástico metido a cineasta (amén de a otras muchas disciplinas creativas), que ayuda a trazar un interesante círculo para entender la actual situación de su carrera, interrumpida su aportación al cine en 2006 con INLAND EMPIRE (que algunos ya sospechábamos entonces que podría acabar por ser su prematuro último largometraje), para regresar a la actividad pictórica, además de la musical y a la elaboración de piezas audiovisuales cortas, entre otras aportaciones. Más que los intentos, no siempre logrados, de lynchianizar el propio documental, queda para el recuerdo el testimonio en primera persona de momentos de gran emoción en la vida del cineasta de Montana, como pueda ser el larguísimo (se prolongó durante un lustro) rodaje de la seminal e inagotable Cabeza borradora (Eraserhead, 1977), lo que se dice un big bang creativo en toda regla.

David Lynch – The Art Life, de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm

Antes nos referíamos un año más a la preocupante deriva de la sección Orizzonti, donde podrían haber tenido perfecta cabida dos de las mejores operas primas vistas en el Lido en 2016: La francesa Jours de France (Jérôme Reybaud) y la islandesa Heartstone (Guðmundur Arnar Guðmundsson). En la primera, y con la excusa de una aplicación de contactos para smartphones, se explora la influencia de las nuevas formas de comunicación en las relaciones afectivas, y ello sin ningún sentimentalismo o moralina, sino haciendo gala de un saludable sentido del humor. No parece casualidad que Reybaud consagrase un documental hace unos años a la figura de Paul Vecchiali, pues su film se sitúa en la estela de la (felizmente libérrima y audaz) forma de concebir el arte cinematográfico del veterano cineasta francés, y cuenta además con el protagonismo de uno de los actores habituales de sus últimos trabajos, el excelente Pascal Cervo, que entrega en Jours de France una de sus mejores interpretaciones hasta la fecha. Resulta esperanzador, desde luego, que cineastas incipientes se propongan recoger un testigo del que hoy día solo son portadores algunos autores como Vecchiali o Hong Sang-soo: el de un cine de la realidad irreal (o de la irrealidad realista), punteado por elementos ensayísticos, metanarrativos y literarios, que caracterizaba a muchas grandes películas de maestros como Rohmer o Godard.

Jours de France, de Jérôme Reybaud

Por su parte, Heartstone nos sumerge en la cotidianeidad de dos amigos adolescentes en Islandia, y retrata sus particulares (y diversos) despertares a la vida adulta y a la sexualidad. Hasta aquí nada demasiado novedoso, cierto, pero el buen hacer de Guðmundsson, sustentado en una extraordinaria dirección de actores (y la impresionante respuesta de los intérpretes jóvenes) consigue sortear los tópicos del relato iniciático y, en las mejores secuencias de la película, aquellas en las que los jóvenes interactúan en soledad, ofrece emociones genuinas, recogiendo el pathos adolescente y rezumando electricidad teen. Un trabajo muy a tener en cuenta en el panorama del cine europeo actual centrado en la adolescencia, que vendría a retomar el testigo de la más amable pero igualmente rebosante de vida El novato (Le nouveau, Rudi Rosenberg, 2015).

Heartstone, de Guðmundur Arnar Guðmundsson

Justo es anotar, con todo, que el largometraje ganador de la sección Orizzonti fue asimismo uno de los más interesantes descubrimientos de la Mostra, así como una de las mejores películas italianas vistas a concurso en Venecia en los últimos años. Se trata de Liberami (Federica Di Giacomo), un trabajo que documenta la práctica de exorcismos en la Sicilia contemporánea a través de la figura principal del padre Cataldo, para quien las bendiciones preventivas y los exorcismos express constituyen un acto cotidiano tan normal como encontrarse a seres humanos endemoniados retorciéndose por el suelo de su iglesia durante las misas. Difícil no soltar alguna carcajada ante situaciones tan surrealistas como la orden de deshacerse de unos supuestamente maléficos muñequitos de peluche para limpiar un hogar de presencias satánicas, o incluso la práctica de un exorcismo por vía telefónica. Pero, en el fondo, y más allá de las risas que pueda provocar, uno no deja de pensar que la labor del moderno exorcista consiste fundamentalmente en administrar algún tipo de compensación anímica (poco ortodoxa y nada racional, desde luego) a personas que se encuentran en situaciones psicológicas desesperadas y que, en algunos casos, evidencian graves trastornos mentales.

Liberami, de Federica Di Giacomo

Fuera de Concurso pudieron verse las más recientes propuestas de dos grandes nombres del cine de autor contemporáneo. El austriaco Ulrich Seidl presentó Safari, su particular acercamiento a la práctica de la caza en el continente africano, en el que volvemos a apreciar que continúa explicitando cada vez más un (negrísimo) sentido del humor, mucho más evidente que en sus obras de décadas pasadas. De nuevo Seidl cede la palabra a una peculiar fauna de personajes que explican los motivos por los que disfrutan del acto de quitar la vida a los animales, y como siempre, cuesta creer que entre ellos no haya actores (o no se haya llevado a cabo una guionización de sus speeches). Seidl provoca (en el sentido más elevado del término) manteniendo la ambigüedad y permitiendo que el espectador saque sus propias conclusiones sobre el tema: Tuve la oportunidad de presentar la película con él en el Festival de Cine Europeo de Sevilla y pude constatar que allí fue elogiada tanto por animalistas como por defensores de la caza. La que sí parece clara es su intención de señalar el modo en el que el trabajo sucio que rodea al negocio (incluido por supuesto el transporte y despiece del animal abatido) sigue corriendo a cargo de personas de raza negra, como en los tiempos más despóticos del colonialismo. También creo apreciar una suerte de vindicación cercana al panteísmo en algunas de las últimas secuencias de Safari, con las que Seidl parece apuntar a la necesidad de restablecer una armonía atávica con la naturaleza (lo que le conectaría a su vez con la ya comentada propuesta de Malick).

Safari, de Ulrich Seidl

Y otro trabajo importante dentro del campo de la no ficción visto en Venecia fue Austerlitz, en el que Sergei Loznitsa introduce su cámara en el interior de campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial que en la actualidad son recorridos por cientos de visitantes. La impertérrita mirada del cineasta bielorruso escruta sin comentario a las masas que entran, salen y deambulan por el lugar, y también se detiene en los rostros de algunas personas concretas. Ciertas tomas permiten observar rituales del absurdo propios del turismo moderno: Formar una fila para asomarse a un determinado lugar y, una vez allí, disparar una foto (seguida, con suerte, de un vistazo rápido) y proseguir su vagar por los espacios. También permite escuchar las locuciones que acompañan a algunas visitas, que hacen aún más consumible el horror, y la memoria de ese horror. Con todo, también vemos a gente que parece mucho más dispuesta a no concebir la visita como una excursión a un parque temático más. Bienvenido sea el trabajo de Loznitsa (lo que se dice una película de terror en toda regla) si consigue alertar al espectador sobre el peligro de la desmemoria y la simplificación de la Historia que anuncia, entre otros síntomas, aquel turismo que encadena visitas guiadas por los cauces oficiales y/o anula cualquier clase de reflexión introspectiva.

Austerlitz, de Sergei Loznitsa

En una vena más accesible, aunque salpicada con toques ensayísticos personales, se presentó el documental austriaco Cinema Futures, dirigido por Michael Palm, y que no solo habla alto y claro sobre el incierto futuro que aguarda a una parte importante del cine rodado y exhibido en soporte fotoquímico, sino también de asuntos tan poco tratados como las novísimas técnicas de restauración digital, entre otras cuestiones de principal relevancia, como la diferencia ontológica (palpable, real) entre asistir a una proyección en celuloide y contemplar un pase en soporte digital. De hecho, Palm deja claro que, en rigor, el suyo no es “a film by…” (“una película de”), sino “a file by…” (“un archivo de”), y se apoya en testimonios muy plurales (desde ejecutivos de grandes multinacionales hasta restauradores artesanales), entre los que se incluyen los de Tom Gunning, Nicole Brenez, Martin Scorsese, Apichatpong Weerasethakul o David Bordwell. Este último comenta, por poner un ejemplo, cómo el resurgimiento del 3D a finales de la pasada década fue el caballo de Troya utilizado por las majors para precipitar la digitalización definitiva de las salas de cine comerciales y el fin de la exhibición en formato 35 mm. Y esta es solo una de las múltiples ideas contenidas en un trabajo que me atrevería a calificar como de visionado imprescindible para cualquier espectador interesado en conocer un poco mejor las transformaciones que atraviesa el medio audiovisual, y que encuentra su perfecto complemento en El último verano, otra obra aparecida en 2016 y en la que la cineasta vasca Leire Apellaniz muestra las consecuencias que las decisiones tomadas en los despachos de las grandes productoras y distribuidoras tienen sobre personas anónimas que luchan por sobrevivir en los márgenes de la industria cinematográfica.

Cinema Futures, de Michael Palm

 

© Alejandro Diaz, diciembre de 2016 – enero de 2017