El contraplano perdido

Intervenciones#11

 

Hace ya demasiados años, a principios de los ochenta, leí la Introducción a una verdadera historia del cine, de Jean-Luc Godard, y desde entonces no he dejado de releerla. Algo que me impresionó vivamente de su discurso fue, como imaginarán, aquella manera de ver películas por parte del cineasta, que aseguraba entrar y salir de los cines para atrapar fragmentos, escenas, quizá un montón de planos que al fin estaban más relacionados con otras películas que con aquella a la que parecían pertenecer. Ahí estaba, por supuesto, la famosa (y a menudo tergiversada) teoría del montaje godardiana, pero también una proposición más teórica: ¿no empezaba a ser ya el cine, al fin y al cabo, una colección de ruinas, destellos de imágenes que persistían en la memoria, asociadas con otras procedentes de no se sabe muy bien dónde?

Se ha dicho también que el montaje y el vídeo empezaron a tener mucho que ver por aquel entonces. Era el momento en que empezaban a comercializarse los primeros magnetoscopios domésticos, francamente primitivos, y en que el cinéfilo, por primera vez, podía tener a su disposición sus películas favoritas para verlas, revisarlas, acudir a escenas concretas, compararlas. El análisis textual empezó a florecer, a disponer de una herramienta por fin adecuada a sus propósitos. Pero hay que ir más allá: no tanto segmentar los planos como intentar ver sus límites, que a veces están fuera de la pantalla. O por lo menos eso es lo que empecé yo a pensar, y todavía estoy en ello. En el cine moderno resultaba evidente: ¿cómo hablar de planos en Blow-Up (1966), de Michelangelo Antonioni? Pero también en ciertos territorios del clásico. Claro está que un plano de Hitchcock continuaba siendo un plano de Hitchcock, pero ¿qué me dicen de las evanescencias y fugas de Jacques Tourneur? Todo ello resultaría fundamental para revisar también nomenclaturas y periodizaciones: la historia oficial del cine empezaba a tambalearse.

He vuelto a pensar en ello estos días, cuando en el festival de Sitges me he topado con una película titulada The Rover (2014), del australiano David Michôd. Debería volver a ver Animal Kingdom (2010), su primer largo, para comprobar si también se pueden encontrar allí las anomalías que he localizado en este segundo trabajo, pero ahora eso da lo mismo. Pues lo que me importa no es tanto la calidad de la película, ni su nivel de autoría, como la materialidad de unos cuantos planos y de su reverso, un vacío que aparece en el propio corte al no respetarse la normalidad gramatical. No, no se trata de la imagen ausente tal como la ilustré en esta misma serie de textos hace un tiempo, sino de otra cosa. Es cierto, la imagen vuelve a estar ausente, pero de otro modo. Digamos que si en Laura (Otto Preminger, 1944), como decía allá, había una imagen que hacía pensar en otra que no estaba pero que resonaba, hasta el punto de haber podido cambiar, de existir explícitamente, la dirección de la película misma, en The Rover sucede que se escamotean algunas imágenes y lo que nos golpea es su propia ausencia, eso que imaginamos pero ya no con libertad, sino urgidos por ese lenguaje estándar del cine narrativo.

Hay un momento, por ejemplo, en que el protagonista (Guy Pearce, que desplaza constantemente la mirada como en busca de cosas que no están ahí) dispara contra dos tipos sentados en un sofá. Un disparo, dos disparos: secos y concisos. Esperamos ver el contraplano, con los hombres agitándose ante el impacto de la bala, la sangre saliendo a borbotones, el cuerpo bamboleándose como el de una marioneta. O quizá la escena podría haber sido filmada en un solo plano que mostrara al verdugo y a sus víctimas, cómo dispara uno, cómo caen los otros en el extremo opuesto. Pero no. Después de disparar Pearce mira hacia otro lado, a la habitación contigua, donde otros dos hombres se han enfrentado a muerte. La cámara se acerca poco a poco a ese espacio vacío, como ya ha hecho antes. Ahora importa eso. ¿Y los cuerpos? Serán mostrados más tarde, no dejarán de ser mostrados, pero fuera de lugar, como si no importara el suspense y sí el hecho de rescatar ese plano, que había quedado en la pura ausencia, y reinsertarlo en la cadena lógica, aunque en otro sitio, pues ahora sirve para enlazar con el momento en que Pearce arrastra los cuerpos al exterior de la casa para quemarlos.

Me importa, pues, esos instantes en que la película se queda sin ese contraplano, esos momentos en que el horror queda ausente de ella, como un agujero negro que se resiste a llenar. Pues al aparecer más tarde, ese contraplano ya no es tal, sino otro plano reingresado en el discurso que dice aún más que si se hubiera limitado a ser solo el complemento de aquel que mostraba a Pearce con la pistola, apuntando fuera de campo. Ahora es como si la materia que la película había dejado en el exterior de su relato (ese exterior de las películas, el exterior de las no-imágenes, siempre magmático e indefinido: el lugar adonde van a parar aquellas a las que se sabe o puede dar forma) se recompusiera y se mostrara lista para volver. Pero no en solitario, ya nunca más en solitario, sino para formar parte de otra cosa: el contraplano, definitivamente, se ha perdido.

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Materia y forma, ausencia y presencia. ¿Qué relación existe entre esos dos mundos? Ya lo intenté explicar, en cierto sentido, en mi texto anterior de esta serie, “La materia poética o poética de la materia”, pero The Rover me ha vuelto a poner sobre aviso de la existencia de una materia que se niega a formar parte de la forma y que por lo tanto quiere mantenerse en la oscuridad el mayor tiempo posible, o quizá para siempre. Esto está relacionado con una especie de cansancio o de duda permanente: ¿seremos capaces de representar sin caer en el cliché? ¿No será mejor dejar en la oscuridad aquello a lo que no nos atrevemos a dar forma? Ya no es que la materia ingobernable se haga imagen, como decíamos hace seis meses, sino que la materia permanece como materia, y el cine ve puesto en duda su estatuto. “Adiós al lenguaje”, dice Godard en su última película. Cuando Michôd traspapela sus planos y nos hurta uno concreto a la mirada, para que pensemos en él pero no para que lo imaginemos, sino para que imaginemos su inimaginabilidad, esos instantes se hacen eternos, sobre todo por tratarse de una película que aún hurga en el lenguaje clásico para darse forma. ¿Dónde está ese plano, qué le ha pasado? Y, cuando reaparece, la ansiedad se esfuma y todo vuelve al orden. Por mucho que ese lugar al que ha ido siga existiendo y nos perturbe cada vez con mayor intensidad.

 

© Carlos Losilla, noviembre 2014