Jacquot de Nantes

Una película habitada

 

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Jacques Demy nos observa desde la playa con expresión tranquila, casi indiferente ante el objetivo con el que Agnès Varda le apunta. Jacques Demy es un cuerpo que descansa en la arena, un cuerpo filmado. Filmar como gesto desesperado ante la muerte, como reacción ante lo efímero. La mano de Demy toca la arena y la aprieta en su puño para dejarla escapar entre los dedos; el tiempo se va, el cuerpo no puede retenerlo. Varda contrapone ese cuerpo filmado al cuerpo del arte, a la representación canónica del cuerpo en la pintura. Un cuerpo pintado frente a un cuerpo filmado, un cuerpo para pensar otro cuerpo. El cuerpo de Demy, entonces presente, que mediante la cámara se transforma en otro, en un cuerpo emulsionado en haluros de plata, revelado en celuloide y transformado en cuerpo fílmico, en fantasma que se hace presente atravesado por un haz de luz.

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Varda no está únicamente filmando a Demy; está componiéndole un cuerpo que habitar, dándole materia a lo que el tiempo arrastra de manera implacable hacia su desaparición. “Me gusta acompañar a la película allá donde se proyecta, porque al pequeño Jacquot no le gusta estar solo”, afirmaba. Jacquot de Nantes (1991) no es una película; no es solo una película.

El filme que compone Varda es un objeto habitado, una reliquia, una elegía fílmica, un pequeño templo íntimo y épico a la vez. Presentada en sus créditos como una “evocación escrita y realizada a partir de los recuerdos de Jacques Demy”. Nace de las últimas palabras que escribe un hombre enfermo; palabras que, cómo no, vuelven a la infancia ante la certeza de la muerte inminente. El regreso a aquel mundo cálido en el que la vida era una hoja en blanco, limpia y llena de luz. Varda toma esas palabras y configura un relato de la vida temprana de Jacques Demy, continuamente entrecruzado con su presente melancólico y con sus películas, llenas de reflejos de aquel pasado rememorado. El retrato de un cineasta desde el cine y con su cine.

“Cuando alguien está enfermo, tu deseo es acercarte todo lo posible a él. En el cine, eso se hace con la cámara”, apuntaba la cineasta. Más allá de los límites del primer plano, Varda filma la piel como un paisaje, la recorre en un lento movimiento de cámara que se percibe como una caricia, como un último gesto de ternura ante la desaparición, como una última intención de atesorar lo que ya, de alguna forma, está perdido. El cine como gesto que pervive.

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Al fin y al cabo, ¿qué fin último buscamos con la fotografía, con la filmación? Asestar un zarpazo al tiempo, clavar las uñas en su irremisible desplazamiento para arrancar apenas un retazo, un atisbo de aquello que fue, de lo que se nos escapa y que, de alguna forma, atesoramos en el presente como un objeto vivo. Un nombre tallado en la corteza de un árbol, yo-estuve-aquí, yo-fui-aquello-que-brillaba. Un tiempo recuperado que, a veces, conecta con una ausencia insondable, con una realidad inasumible, con el abismo más profundo; con la certeza, finalmente, de que somos apenas materia viva y eléctrica en continua descomposición, un súbito destello de luz en la más densa oscuridad de la nada más inquietante.

Hubo un tiempo en el que Jacques Demy fue, estuvo, brilló. Agnès Varda da testimonio de ello. A través de Jacquot de Nantes, de alguna forma, su cuerpo desaparecido aún se permite mirarnos desde aquella playa. Sin embargo, ¿a quién le devolvemos la mirada?

 

© Bruno Hachero, noviembre de 2014