Encuentro Varda / Guerin en Barcelona

Correspondencia en vivo con la reina de Patatopía

 

Una cima blanca preside su figura y vira hacia el granate completando la otra mitad de su cabello. Corte en tazón con flequillo, fiel a su bob particular desde los sesenta, cuando según muchos ejerció de avanzadilla estilística de la Nouvelle Vague con su ópera prima, La Pointe-Courte (1955). Paradójicamente, años después se la empezaría a denominar la abuela de la Nouvelle Vague; madre y abuela del mismo movimiento en una misma existencia. Y el pelo bicolor le cubre la nuca sin llegar a descansar sobre sus hombros. Ellos sí han acompañado los 86 años que lleva esta belga sobre la Tierra.

Aquel sábado 18 de octubre de 2014, Agnès Varda decidió ataviarse con colores cálidos; además del mencionado blanquigranate capilar, tonos teja, rojizos y ensalmonados, como los calcetines que se entreveían sobre sus zapatos. Se celebraba la 9º Jornada del Cineclubismo Catalán en Santa Coloma de Gramenet y el invierno se resistía a llegar. Varda había pasado unos días antes por la Filmoteca de Catalunya en Barcelona para inaugurar junto a su hija Rosalie la exposición “El mundo encantado de Jacques Demy” y para presentar las proyecciones de Lola (Jacques Demy, 1961) y Jacquot de Nantes (1991), la reconstrucción que hizo de la infancia de su cónyuge estando Demy ya muy enfermo.

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En la conmemoración cineclubista, celebrada en una biblioteca de fantasioso nombre, Singuerlin, también estaba convocado José Luis Guerin, que ejerció de entrevistador e intérprete durante un encuentro titulado “El autor y su público”. Julio Lamaña, gestor de coordinación de la Federación Catalana de Cineclubs (organizadora del acto junto al Cineclub Imatges), compartió con Guerin esa segunda tarea, además de la función moderadora. Lamaña justificó la presencia de Guerin por tratarse de un cineasta que se ha nutrido significativamente del cine francés, además de por los puntos de contacto que suponen sus métodos de trabajo individual y por el desarrollo de una mirada libre en títulos recientes como Guest (2010), en el caso de él, o Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2011) y la serie documental para televisión Agnès de ci de là Varda (2008), en el de ella.

 

Cineclubs vs festivales

Guerin rompe el hielo elogiando los cineclubs, marco donde descubrió el cine de Agnès Varda, y lamenta su progresiva desaparición (“Ustedes, lo siento, son marginales”, expresó a la audiencia). Fueron su “única escuela de cine” y, por el contrario, detesta los festivales de cine, pasto de “ese estado de la cultura de escaparate”, susceptible de una rentabilidad electoral, donde se ha sentido instrumentalizado políticamente. Considera que en el tiempo, y en comparación con los certámenes, el cineclub “puede garantizar al potencial cinéfilo un conocimiento de las películas y no la indigestión absoluta que supone ver un montón de películas en cinco días, que es una cosa estéril e improductiva”. Debate servido.

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Varda, que ha optado por acomodarse en la silla de oficina reservada para el moderador y no en una segunda butaca como la que ocupa Guerin, comparte a medias la opinión del catalán. La belga, desde sus inicios cinematográficos, se ha sentido muy apoyada por los cineclubs franceses y suizos, especialmente hasta Cléo de 5 a 7 (Cleo de 5 a 7, 1962). La defendieron desde La Pointe-Courte, cuando aún no contaba con distribuidor ni exhibidor. Para su difunto esposo, Jacques Demy, los cineclubs fueron también el enclave donde aprendió a amar el género musical —añade—. Por otro lado, Varda disiente del juicio de Guerin sobre los festivales, pues “mejor eso que nada”.

 

Nouvelle Vague y cine militante

Guerin, que insiste en su preocupación por la gestión política y electoralista de los festivales, se muestra algo nostálgico, y envidia el sentimiento de comunidad y diálogo que exudaba la Nouvelle Vague. “Es una idealización tuya”, le espeta Varda. Con Marker, Godard o Anna Karina quedaban para comer los domingos, pero no hablaban de cine, ni del público. “Los franceses son muy individualistas”, prosigue la cineasta que considera la nueva ola francesa una generación espontánea. La única comunidad que ella ha conocido fue la sala Marly, situada en la periferia parisina en los sesenta, donde los cineastas podían encontrarse y comentar sus películas.

Guerin muestra su admiración por la militante y colectiva Loin du Vietnam (1967) y pregunta a Varda por el papel que Chris Marker jugó en su coordinación. Esta valora la reunión de cineastas que posibilitó, pero considera el filme fallido por haber convencido solo a los que ya lo estaban y por su marcado carácter intelectual, que supuso una barrera. Querían decir que eran solidarios con la causa, pese a estar lejos, pero no supieron “hacer cine político para todos los públicos”. “¿Qué es el cine militante?”, se interroga Varda.

Guerin no está de acuerdo y enuncia la compleja e histórica oposición entre efectividad puntual y trascendencia artística. Para él, por ejemplo, el cine de Michael Moore puede ser eficaz en la inmediatez, pero cuando desaparece el contexto al que alude, su valor como obra de arte se disuelve. Por el contrario, filmes como El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) mantienen su valía y vigencia más allá del tiempo. Y, precisamente, Guerin también observa en Loin du Vietnam “episodios de una belleza que va más allá del contexto, de la coyuntura, del momento en que se ha realizado, que quedan ahí”.

Varda reconoce haber meditado mucho sobre esta problemática. En Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), ella “no quería ser la señora socióloga”, sino dar voz a la gente pobre y mostrar también elementos que no fueran tan serios… Intentó hacer un documental agradable y dar la palabra a esas personas que recogían desechos junto a un mercado en la sociedad de consumo.

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Consiguió hacer un filme popular, que funcionó muy bien, a partir de un tema social grave. Tuvo la sensación de contribuir a sensibilizar, de cambiar actitudes entre la gente implicada, y a la vez se sintió muy en deuda con los retratados, de los que aprendió muchísimo… Guerin reconoce la importancia del tema, pero destaca, sobre todo, “la perspectiva, la sabiduría narrativa con la que la construye y el gusto por el retrato en Agnès Varda”, cómo captura “un gesto, una mirada, una actitud bella ahí donde no se sabría ver normalmente. Ha llegado muy lejos a la hora de transmitirnos una emoción por el otro”. Ella, confiesa, que se da ese derecho de encontrar la belleza, ya sea en una col o en unas patatas con forma de corazón.

 

Del retrato a la sociología y viceversa

Varda sintió la necesidad de volver a los protagonistas de Los espigadores y la espigadora en Dos años después (Los espigadores y la espigadora 2) (Les glaneurs et la glaneuse… deux ans après, 2002). La idea de recuperar a las personas que ha filmado es una constante en su trayectoria. Guerin incide, además del gusto de la bruselense por el retrato —seguramente muy relacionado con el hecho de que se desarrollara primero como fotógrafa—, en su preocupación por recobrar a los personajes tiempo después, en su interés por el díptico temporal que Demy también había practicado con Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964) y Las señoritas de Rochefort (Les mademoiselles de Rochefort, 1967). El realizador de Tren de sombras (1997) menciona concretamente el cortometraje Ulysse (1982) en torno a “la fotografía como enigma”, pieza donde Varda vuelve al encuentro de los protagonistas de una foto que tomó treinta años atrás.

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Trayendo otra de sus piezas breves, Oncle Yanco (1967), a colación, y para ilustrar que la clave del cine para ella se concentra en el dilema de “cómo se representa”, cuenta una anécdota acontecida en los sesenta en Sausalito, enclave próximo a la bahía de San Francisco. Ella estaba de paso y le informaron de que otro Varda vivía por allí en un barco. Tras ir a su encuentro, resulta que se trataba de un primo de su padre: “¿Cómo representar el entusiasmo del reencuentro? ¿Cómo proceder como cineasta para mostrar mis sentimientos, la alegría por ese encuentro?”. Varda nos lo ilustra con un fragmento y el filme completo lo demuestra; lo importante entonces era conseguir “visibilizar los sentimientos”, “mostrar esa felicidad”.

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Ante la pregunta de un asistente sobre sus dificultades como mujer en un mundo de hombres, Varda expresa que “nunca pensó que sus hermanos fueran más fuertes que ella” y que el hecho de que no se conozcan mujeres cineastas de entonces no significa que no las hubiera. Otra cosa es que muchas Historias del Cine las hayan ocultado y que hayan tenido que ser otras mujeres las rescatadoras. Su preocupación residía en hacer un cine diferente, innovador, en “encontrar su propia escritura” y reconoce que siempre se ha preocupado más de la estructura de la película que de la narrativa. En su película Una canta, otra no (L’une chante, l’autre pas, 1977), la mitad del equipo técnico eran mujeres, experiencia excepcional en aquel momento en que los rodajes solían contar solo con dos mujeres, la script y la maquilladora, mientras el equipo de hombres apostaba por quién se acostaría antes con el director —cuenta Varda—. La directora de Jacquot de Nantes trabajó con la primera mujer que hacía las mezclas de sonido, algo también excepcional en la época.

En Las playas de Agnès, por otro lado, Varda quería hablar de sí misma, volver a su infancia, pero en el proceso fue adoptando una mirada documentalista al ir interesándose cada vez más por el encuentro con el otro. Tanto en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985), su primer éxito internacional, como en Cléo de 5 a 7 se produce, para Guerin, una especie apropiación del espacio público de París y le sorprende mucho el concepto de película de ficción en oposición a la toma del lugar que hace Varda, pues muestra una clara proximidad a las técnicas del cinéma vérité. El autor de Innisfree (1990) también destaca el intenso plano final de Cléo de 5 a 7, donde pueden verse las vías del travelling, pero donde precisamente el valor reside en haber optado por esa toma «afortunadamente errónea» que prioriza la emoción capturada.

 

El trenzamiento rodaje/montaje y el espíritu del digital

DaguerreotypesEl trabajo colectivo que implica el celuloide, así como la planificación que exige, conllevan habitualmente la sensación de “clausurar una experiencia”. Esto cambia con la irrupción del digital —expone Guerin—, que a su vez reconoce la idoneidad de este formato para abordar trabajos íntimos, que él llama “los soliloquios”. En estos, más que un efecto de cierre, uno tiene la impresión de “obra global”, algo que Varda también siente con respecto a sus últimos trabajos.

Según Guerin, Varda se ha anticipado a esa forma de pensar, al “espíritu del digital” entendido como una forma de trabajar en libertad, en soledad, como un escritor…, pero también por el tratamiento y la conquista de la intimidad que facilita, algo que la directora de Daguerréotypes (1976) ya efectuaba en sus trabajos en celuloide.

De un tiempo a esta parte, Varda también ha experimentado con el formato de las instalaciones museísticas y reconoce que “se adapta mejor a su circunstancia”, dado que los rodajes son muy cansados para su edad. Ha realizado algunos trabajos para ARTE que le han permitido alternar rodaje y montaje, sucesión que Guerin ya percibía como una singularidad presente en sus filmes en 35 mm. Ese “trenzamiento rodaje/montaje”, en palabras de Guerin, permite tomar conciencia de las carencias y que surjan “nuevas posibilidades narrativas”, a la vez que “la película se va nutriendo de sí misma”. Varda señala la importancia de la filmación de las propias instalaciones, el hecho de poder documentarlas para que puedan llegar también a un público más amplio.

Precisamente fue en una de sus primeras instalaciones, en la Biennale, donde osó transfigurarse en uno de los elementos naturales que uno ve e identifica inmediatamente con ella. Agnès se disfrazó de patata e invocando un espíritu circense fue recitando todos los nombres de las patatas que allí había convocado. El espectador familiarizado con la belga sabrá de su hermosa colección de patatas con forma de corazón sobre las que la artista practica una especie de escultura, en la que permite que el paso del tiempo las module para dar lugar a sorprendentes formas. “El cultivo del envejecimiento”, agrega.

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© Covadonga G. Lahera, noviembre de 2014