Dolan & Bay: De autores y automotores

Transformers imaginarios

 

Hay una secuencia en Eden (Mia Hansen-Løve, 2014) en que varios de los protagonistas se reúnen en un sofá para revisar Showgirls (Paul Verhoeven, 1995) y, sobre todo, para discutirla. Creo recordar que están de after, y uno de los amigos hace una defensa apasionada de la película dando a entender la autoría absoluta que alcanza Verhoeven al fusionar forma y discurso en el que tal vez sea el filme más sucio jamás rodado sobre Las Vegas. Algo paralelo puede decirse sobre la maravillosa película de Hansen-Løve y el auge y caída de la música electrónica en Francia. Se trata de una obra donde la cámara se sitúa tanto en el clímax de la fiesta como en su dura resaca posterior sin que por ello se pierdan varias de las señas de identidad, ya sean temáticas o formales, de la carrera anterior de la directora. Con la referencia a Showgirls Hansen-Løve parece decir que, si bien el escenario de Eden es diferente al de sus otras tres películas, ella y su cine siguen siendo los mismos.

Showgirls y Eden

Paul Verhoeven en el rodaje de Showgirls y Mia Hansen-Løve en el rodaje de Eden

Hoy por hoy nadie osa decir que la francesa no sea una autora interesada por temas precisos y con un estilo propio; sin embargo, en los noventa no todo el mundo pensó lo mismo sobre Verhoeven, muy probablemente debido a su inclinación por el blockbuster y su acercamiento a temas aparentemente prosaicos como la ambición, los fluidos y el sexo. El debate sobre la (por otro lado, contundente) autoría de Verhoeven es algo que está más que superado en los círculos críticos europeos, pero, aunque parezca mentira, directores como él, como Tony Scott e incluso como Michael Mann fueron el centro de cierta polémica surgida en los foros de la cinefilia estadounidense hace tan solo un par de años. Allí surgió el término VA: vulgar auteurism, que venía a romper una lanza a favor de todos aquellos cineastas más centrados en un cine de grandes estudios que en los estudios sobre cine. El movimiento trataba de reivindicar una serie de nombres que, pese a tener unas ambiciones artísticas supuestamente menores, contaban con filmografías coherentes que debían leerse como las de los otros autores respetables. Verhoeven y el resto vendrían a ser los padrinos de una nueva generación de artesanos formada por directores como Justin Lin o Joe Carnahan donde la pregunta capital era: ¿Por qué Paul Thomas Anderson sí es un autor con todas las de la ley mientras que Paul W. S. Anderson no es considerado como tal?

Si bien las intenciones del movimiento son totalmente respetables, la necesidad de incluir a estos directores dentro del compartimento de autores vulgares (1) presentaba varios problemas: para empezar, el no haber entendido el propio concepto de autor tal y como Truffaut o Sarris se empeñaron en desarrollar. Un ligero acercamiento a la política de los autores confirma que, precisamente, lo que entonces se proclamaba era un alejamiento del canon de cine de calidad de los cincuenta y una cierta reivindicación de esos directores de estudio que, aunque a priori no contaban con la libertad de realizar una obra 100% personal, imprimían su huella a todo aquello que hacían. Es decir: exactamente lo mismo que lo que esta generación de internet se empeñaba en destacar. Entonces, ¿por qué esa necesidad de resaltar y catalogar algo que ya de por sí está instalado en la consciencia colectiva? Algunos criticaron que la nueva categorización trataba de autojustificar gustos personales de manera caprichosa, y sin filtro, releyendo varios productos desde la distancia irónica y argumentando su pertenencia al grupo VA únicamente mediante capturas de pantalla resultonas (2)… pero, más allá de esas posibilidades, la protesta sí sugería una cuestión más interesante a otro nivel: la necesidad de resucitar el término de autor insinuaba que este tal vez estuviese muerto. O en otras palabras: ¿Cuáles son hoy por hoy los usos del concepto original (autor) como para haber acabado permitiendo que surgiera esta fantasmagoría (autor vulgar) de la política original?

Tomemos como ejemplo uno de los actuales directores de estudio más importantes (al menos en términos de espectadores) y auténtico ídolo del movimiento VA: Michael Bay. Bay lleva casi veinte años desarrollando una carrera comercial que siempre ha sido consecuente con una serie de intereses absolutamente propios, pero las reticencias a catalogarlo como autor son variadas y su figura un tanto incómoda. La crítica suele denostar sus filmes denigrándolos a simple maquinaria palomitera, pero lo cierto es que todos ellos son ejercicios formales que giran en torno a los mismos temas: la épica del héroe cotidiano, el contexto militarizado, la defensa de Estados Unidos como guía espiritual, el cuerpo desorbitado del actor y su fuerza, la tecnología al servicio de la violencia, los conflictos casi incestuosos entre padre e hija, etc, etc. Esa coherencia no se observa únicamente en los temas tratados sino, sobre todo, en la forma en que retrata los mismos: el travelling circular rodeando al actor, la profundidad de campo digital donde siempre se sugieren acontecimientos extra, los filtros crepusculares invadiendo la atmósfera, la disparidad de movimientos y direcciones tanto dentro del plano como sugeridos fuera de campo, el montaje rápido conformando un barroquismo de acciones, el picado pictórico como modo de subrayar lo homérico de sus superhombres, las explosiones dinamitando el espacio pero nunca la trama, etc, etc. Es decir: Bay es un autor pleno, totalmente reconocible solo con acercarse a las sinopsis de sus películas o con ver un par de sus planos (también suele ejercer de operador de cámara); es un director tan influyente como imitado y algunas de sus obras son tanto indicio como síntoma de su tiempo. Entonces, ¿por qué no encumbrarlo a la categoría de autor sin resquicios de duda? (3) ¿Por qué la necesidad de crear un término donde englobarlo? Tal vez sea porque Bay también es un director con un discurso explícitamente homófobo y misógino, exageradamente patriota y belicoso e incapaz de hacer hincapié en la intimidad de sus personajes. Pero, ¿son esas razones suficientes para despojarlo del término de autor que, ante todo, indica una identidad inconfundible?  Bay no nació en París ni habla francés, no está especialmente interesado por los conflictos humanos ni por las referencias cinematográficas, pero sus once películas son su mejor carta de presentación. ¿Por qué entonces Hansen- Løve sí pero Bay no? ¿Es solo porque ella es lo que se dice una buena directora y Bay un director megalómano e irritante? Soy consciente de lo gratuito de la pregunta pero… ¿Para ser considerado un autor hace realmente falta ser un buen director? Incluso: ¿Qué hace falta, entonces, para que un director sea considerado bueno?

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Michael Bay durante el rodaje de la cuarta parte de la saga Transformers

Pongamos otro ejemplo reciente, uno que sí ha sido encumbrado al panteón de autores actuales y que, de primeras, cuenta con una aprobación contraria al desdén sufrido por Bay: Xavier Dolan. Dolan, hijo pródigo de Cannes, ha buceado en sus cinco películas por variaciones de los mismos temas: la difícil relación de ternura/animadversión entre una madre y un hijo, los amores imposibles fuera de lo socialmente aceptado, la entrada en la vida y en los problemas adultos, los entornos claustrofóbicos frente a los agorafóbicos, la esquizofrénica generación de los Millennial, las personalidades extremas y el frágil coqueteo con la enfermedad, la asimilación de la identidad sexual, la opresión del entorno y la liberación, etc, etc. Al igual que ocurre con Bay, los ejercicios formales de Dolan acostumbran a potenciar lo grande por encima de lo pequeño: planos ralentizados que acompañan a los personajes, una paleta de colores subrayada y una composición del plano limpia y con tendencia a la simetría, enfoques y desenfoques que señalan al espectador hacia dónde mirar, una dirección de arte y vestuario que resalta la artificialidad de la representación, un montaje rápido que funciona más como signo de puntuación que como enlace, una banda de sonido desbordante y lujuriosa, formatos de pantallas que se abren o se cierran según se sientan los personajes, una acumulación hiperactiva de acontecimientos, etc, etc. A diferencia de Bay, Dolan sí recibe críticas entusiastas de gran parte de la crítica, es reconocido por festivales y por asociaciones de premios y sus decenas de ideas por secuencia son recibidas como argumento para su condición de autor. Es, también, una figura incómoda, narcisista y contradictoria, pero en este caso la balanza se inclina generalmente por el aplauso. Esto no quiere decir que su cine guste a todo el mundo, pero prácticamente nadie defiende que el canadiense sea un mero artesano: Dolan retrata una visión del mundo absolutamente particular y además lo hace dirigiendo, escribiendo, montando e incluso encargándose del vestuario de sus propias películas. No pretende empatizar con sus personajes a través de la identificación, sino del contraste; es un director profundamente esteta, que refleja un fornido imaginario homosexual en películas que, al contrario que las de Bay, son pequeñas muestras de cine independiente, alejadas del canon yanqui o de género, y donde es fácil atisbar referencias a otros autores ya consolidados (4).

Los paralelismos entre Bay y Dolan fueron una de las primeras cosas que me vinieron a la cabeza tras el visionado de sus últimas dos películas: Transformers: La era de la extinción (Transformers: Age of Extinction, Michael Bay, 2014) y Mommy (Xavier Dolan, 2014). En ambos casos, el uso de las herramientas cinematográficas clásicas (el guión, el montaje, la fotografía) explota por redundancia. Ambos directores pretenden crear una experiencia subjetiva de sensaciones y lo hacen a través de personajes y argumentos con tendencia al chillido y al arquetipo. Ambos filmes son similares en la sobredosis de ideas por plano y en su incapacidad de mezclar sus diversos ingredientes en un conjunto análogo. Lo que en Bay es poética de gasolinera (o más bien, poética de calendario erótico de camionero), en Dolan es un libro de bolsillo de Taschen. Lo que en el primero son automóviles convirtiéndose en diferentes modelos de robots, en el segundo es un formato cinematográfico en 1:1 transformándose en otro panorámico. Si nos fijamos en sus tramas, ambos usan trampas exageradas en la construcción del relato y de sus personajes. Por poner un ejemplo, en Transformers: La era… da la impresión de que los robots alienígenas modifican, sin ninguna razón lógica, su dogma de no poner en peligro a los humanos solo para que Bay consiga un clímax final donde se dan cuenta de que estaban mejor tal y como estaban; en Mommy, por otro lado, un letrero al comienzo de la película nos habla de que vamos a asistir a una Canadá futura y ficticia donde las leyes obligan a ingresar en un centro a menores problemáticos… Sin embargo, Dolan se olvida totalmente de ello y solo recupera esa premisa en la última secuencia del filme… En sendos filmes los Deus ex machina son tan contundentes como los Machina ex Deus…. pero ponen de manifiesto que sus responsables son autores de pleno derecho. De algún modo, Bay y Dolan son el equivalente cinematográfico del ludópata: ambos meten monedas compulsivamente en una máquina tragaperras, pero su goce real no viene tanto de la posibilidad de conseguir las tres frutas y el premio, sino tan solo de presionar el botón y la palanca y observar el movimiento de las ruedas girando una y otra vez.

Imagen 3

Xavier Dolan en el rodaje de Mommy

Como tal vez se ha podido deducir del párrafo anterior, al que esto escribe la calidad de las películas de Bay y Dolan se le antoja cuando menos discutible. Sus filmografías son congruentes y en cierto modo hasta fascinantes, pero también abrumadoras. Mi sorpresa vino al encontrarme con las penúltimas obras de ambos, donde mágicamente todo parecía funcionar perfectamente: Hablo de Tom à la ferme (Xavier Dolan, 2013) y Dolor y dinero (Pain & Gain, Michael Bay, 2013). ¿Qué ocurre en ambas para que su estilo sí me convenza y arrastre? Tal vez que, en cierto modo, los dos directores intercambian sus papeles. En Tom à la ferme, Dolan se autoimpone el género, en este caso el noir. Sigue siendo una película personal repleta de sus temas y formas habituales, pero logra encajarlos en un dispositivo anclado en el imaginario del espectador y darle una vuelta de tuerca (como con la inclusión de ese homme fatale rural y violento) que funciona porque conocemos las reglas de antemano. En Dolor y dinero, Bay hace justo lo contrario: confía en un guión loco y sin sentido que recopila todas sus pasiones y fobias (un poco a la manera de lo que hicieron Boileau y Narcejac escribiendo Sudores fríos para Hitchcock) y se lanza a hacer cine de autor. De nuevo, los métodos y los temas siguen siendo los mismos que los de su carrera anterior, pero en este caso la lectura es exquisita, ya que los diferentes narradores de la película explicitan el discurso de Bay al mismo tiempo que son tratados como lo que son: tan ingenuos como ignorantes. Con esta película, el cineasta estadounidense demuestra que sabe reírse de sí mismo, de su audiencia y de sus lugares comunes; que entiende las críticas pero que lo que hay es lo que a él realmente le gusta (“I believe in fitness”, asegura su protagonista). Con Tom à la ferme, Dolan cierra las bocas de aquellos que insinúan que solo sabe hacer documentos egocéntricos sobre sí mismo, sin límites ni control, pero al mismo tiempo inunda territorios ajenos de su propia savia sin llegar a desbordarlos.

El acercamiento a estos dos filmes me lleva a una conclusión seguramente tan simple como precipitada: toda filmografía tiene una reglamentación interna propia, una que permite una lectura externa que dicte si la persona tras las cámaras es o no un autor con pleno derecho… pero ser un autor no implica ser interesante. Hemos llegado a un punto histórico en que definir a alguien como autor equivale a decir que este hace grandes películas (o algo peor: que no solo las dirige, sino que también las escribe). Del mismo modo que el póster de una película anuncia la nueva obra de “el visionario director de…”, el periodismo usa el concepto de autor para denotar calidad de una manera publicitaria… cuando la calidad no es un atributo del autor, sino un extra.

Una buena película obedece más al planteamiento de una serie de normas internas —las que sean— y a su posterior adecuación o rotura sobre las mismas que a una serie de rasgos en común con materiales precedentes o posteriores. Así, tanto Dolor y dinero como Tom à la ferme no son obras logradas porque rompan con la expectativa y transformen la visión que tenemos de sus creadores, sino porque, al igual que ocurre en Showgirls o en Eden, logran que la forma y el discurso vayan unidos de la mano a través de la puesta en escena. Intentar catalogar a esas cuatro películas únicamente como buenas / malas o autorales / de consumo rápido es tan injusto como inadecuado. Todo depende tanto de la perspectiva, los objetivos y el modo de la lectura como de la escritura (5). Otra cosa es que las figuras delicadas de Hansen-Løve o Dolan encajen mejor que las rudas de Verhoeven o Bay en la expectativa de autor que nos hayamos creado, pero eso no deja de ser una mera etiqueta. En tiempos de inflación autoral, votemos por intentar darle un valor real a todas las monedas.

 

© Endika Rey, octubre 2014

 

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(1)Nunca se habla de vulgar en términos de ordinariez o mal gusto, sino más bien refiriéndose a la noción supuestamente establecida de que el único cine sobre el que merece la pena hacer un análisis detallado es aquel más cercano a las salas de arte y ensayo que a la cartelera de los centros comerciales.

(2) Cincuenta años antes el propio Godard aseguraba en una entrevista a Cahiers du Cinema (1962) que “Estoy a favor de la politique des auteurs, pero no para cualquiera. Abrirle la puerta a todo el mundo es muy peligroso. Habría una amenaza de inflación”.

(3) Cabe señalar que, al menos en España, sí se ha analizado recientemente en profundidad y en positivo la obra de Michael Bay en un estudio de Roberto Alcover  y Diego Salgado aparecido en el número 447 de Dirigido por, donde se le considera un autor de pleno derecho.

(4) Esto es así incluso aunque en entrevistas el propio director se encargue de desmentirlo asegurando que sus gustos tienen más que ver con Titanic (James Cameron, 1997) que con Almodóvar…. Dolan, que compartió el premio del Jurado de la última edición de Cannes nada menos que con el autor por antonomasia —Godard y su Adieu au langage (2014)— puede un día reconocer que Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965) es una de sus películas favoritas como pasar a decir un año después que el cine del suizo no le interesa demasiado.

(5) Ese es, en mi opinión, uno de los rasgos positivos de todo lo que rodea al vulgarism autherism: el intentar encontrar lo bueno dentro de lo imperfecto. (Nota: ¡Más autores y menos haters!)