Michael Mann

Michael Mann, pintor de la vida moderna

 

A medida que pasa el tiempo, el thriller o el relato criminal se impregnan de la sensación de anonimato que define al modo de vida contemporáneo. Ubicadas en la periferia abandonada o en el corazón de las grandes urbes, las narraciones en clave policial advierten ese progresivo vacío emocional que atenaza a sus protagonistas. Extraviados y agotados, los criminales apenas son efímeros trazos en el suelo iluminados parcialmente por el fogonazo de un tiroteo. Cansados, los policías sienten el peso que el arquetipo de héroe configurado por el western carga sobre sus espaldas. Así, unos y otros describen, tal y como expresaba la reciente Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), el límite del género, más allá del cual solo hay lugar para sombras y silencio. De manera elocuente, James Sallis, el autor de la novela original, construye su personaje a partir de una colección de impresiones borrosas que subrayan las numerosas lagunas que definen al conductor protagonista. Solo a partir de pulsiones tan cercanas como el amor o la violencia pueden penetrar en un mundo que apenas percibe sus vidas minúsculas, que sostiene que tarde o temprano desaparecerán.

La obra de Michael Mann se vertebra alrededor de ese gesto donde las palabras ceden su protagonismo a los cuerpos y a la acción. Acostumbrados a la pérdida, a la falta de respaldo emocional -el hogar de un ladrón o de un policía reside en desempeñar incansablemente su oficio hasta el último aliento-, sus personajes encuentran en el enfrentamiento el estímulo para combatir su soledad. La identidad de héroes y villanos se produce en plena persecución, en la camaradería que nace entre los dos extremos de la justicia, porque tal vez son los únicos que pueden entender sus mutuas necesidades. Mann, como si de un romántico se tratase, rastrea con su cámara la íntima emoción que emana de esa lucha a muerte entre los personajes y su destino. En ocasiones, el plano atomiza uno de esos detalles que, en el tiempo que dura un parpadeo, pasa desapercibido; en otras, la mirada del cineasta se detiene para contemplar la inmensidad -la ciudad, el mar abierto o el horizonte infinito- que acecha a sus criaturas. Por todo ello, el plano definitivamente Mann contiene la pasión y la fuerza de unas historias y unos personajes construidos a partir de impulsos, de emoción, violencia y nervio. Las constantes que describen su estilo.

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Planos

Una ráfaga, un destello. La cámara recoge, palpa, cada pequeño detalle que flota a su alrededor. Con el auge del digital, el cine de Mann gana cuerpo, fluidez y movilidad. Si en sus primeras películas el gusto estético quedaba reflejado en planos largos ralentizados, ahora todo es brío y dinamismo. Como sucede en Luck (2011), la cámara parece pegada a la piel de los caballos de carreras, atenta a la tensión de sus músculos, al calor que desprenden en una mañana fría en el hipódromo. Mann necesita estar ahí, en el puro nervio, para transportarnos al disparo de adrenalina que dirige las vidas de sus personajes. De hecho, el perfil de sus historias se caracteriza por plantear una lucha encarnizada entre sus protagonistas y el poder superior al que se enfrentan -ya sea el origen del mal, la quimera de la libertad de prensa o el honor entre los enemigos íntimos. Mann, consciente de la envergadura de la empresa, se lanza a la aventura de encontrar aquellas imágenes que reflejen la gravedad y la belleza del choque.

Imágenes bellas al límite de su desaparición. Cada plano de su cine es fruto de una búsqueda de lo sublime, del momento de gracia que diferencia a un gesto entre un millón. Uno de los instantes más recordados de Collateral (2004) tiene lugar cuando el taxi de Max se topa con un lobo en mitad de la carretera. De pronto, el montaje acelerado frena sus violentos arranques de fuerza. Max y Vincent, su pasajero, quedan en silencio. El lobo les mira, quizá por última vez. Todo en el cine de Mann tiene el sentimiento de esperar el asalto final. Sus imágenes, contagiadas de ese hálito melancólico, expresan con precisión aquello que perdemos en el fuego.

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En 1964, el aspirante, Cassius Clay, pelea contra el campeón, Sonny Liston, para arrebatarle el título. En un intenso pasaje musical, Michael Mann condensa en el prólogo de Ali (2001) una década de acontecimientos sociales mientras sigue con atención los progresos en la carrera de Clay. Como un pintor de iconos, Mann parece obsesionado en capturar cada vibración, cada gesto de Clay. Tras su cámara, el futuro Muhammad Ali parece una criatura caída del Olimpo: arrogante, vanidoso, humano. Mann filma su baile sobre el cuadrilátero prácticamente pegado al cuerpo de Clay. La imagen percibe el impacto del último golpe, tiembla, siente el fogonazo que ha cruzado la pantalla para desaparecer en el siguiente plano. Ese fogonazo que explota ante nuestra mirada es la mejor definición para explicar la entidad del plano Mann: una explosión, un momento único, un rapto de belleza sensorial que nos sumerge de golpe en las entrañas de la acción. En cada plano convivimos con el galope enérgico del caballo, con la lancha que corta el azul intenso del mar mientras describe la pasión amorosa de sus protagonistas, con el pulmón de edificios acristalados que protegen el centro de negocios de la ciudad, con la cripta que nos separa de una criatura que simboliza el mal primigenio. Cada detalle, cada trazo que capta la cámara de Michael Mann en su movimiento, es la huella de una emoción que en algún momento desearíamos vivir.

 

Emociones

Cada personaje de Mann forma parte del vasto mosaico que el cineasta norteamericano ha consagrado a su relectura del thriller. De entre todos, tal vez Sonny Crockett represente la sublimación de ese ideal. Crockett es una criatura melancólica, acostumbrado a trabajar de incógnito y simular otra identidad cuando la operación policial lo requiere. En su versión cinematográfica de Corrupción en Miami (Miami Vice, 2006), Crockett personifica al héroe cada vez más consciente de su soledad, pues habita una ficción en la que la imagen del policía aparece completamente desnaturalizada, atrapada por una sociedad que no necesita a detectives como Sonny. Tal y como sucedía en la serie de televisión, la historia termina girando alrededor de ese vacío que se instala en el interior de su protagonista, que le lleva a perder su mirada en el horizonte de las playas de Miami. La posibilidad del amor es un doloroso recuerdo que se diluye capítulo tras capítulo. Tanto es así que la propia serie presenta a un Sonny cada vez más silencioso, como un personaje melvilliano, cuyos gestos y acciones describen la fractura que resquebraja paulatinamente su identidad.

Mann tomó la adaptación de Corrupción en Miami como un campo de pruebas en el que llevar al extremo su estudio de personajes. En una de las escenas más hermosas de su obra, Sonny invita a dar un paseo en lancha a la esposa del mafioso con quien desea hacer negocios. Hasta ese momento, la acción del filme era entrecortada, nerviosa, saltando de un escenario a otro. Liberados de sus respectivos mundos, Sonny e Isabella se encuentran frente al mar, el único espacio donde pueden quitarse las máscaras y comportarse como realmente son. La lancha avanza golpeando las olas, la melena de Isabella se confunde entre sus ojos mientras Sonny se quita la chaqueta. Sin mediar palabra, Mann registra en un arrebato romántico todas esas emociones olvidadas que sus cuerpos, de manera natural, expresan mutuamente. El paseo, que apenas abarca un par de minutos, define a la perfección la soledad de dos almas atrapadas en un universo en el que los sentimientos más básicos se han extinguido. El deseo, la pasión amorosa que transmite el viaje, se contrapone a la banda sonora que ilustra la escena. En el fondo, ambos conocen sus límites y saben que nunca podrán estar juntos. Pero, por primera vez en toda la película, gozan de ese momento de libertad que el destino no puede arrebatarles.

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A pesar de su gusto por capturar cada pequeño detalle que flota en el paisaje, la principal virtud como cineasta de Michael Mann reside en su precisión a la hora de cazar las emociones secretas de sus criaturas. Ante esos hombres marcados por el crimen o la cárcel, el cineasta planta su cámara a la espera de localizar su momento más vulnerable. En Heat (1995), Neil McCauley planifica la huida perfecta, ha comprado el billete para su nueva vida junto a Eady. Lo difícil era conciliar su vida criminal con el nacimiento del amor, que Eady reconociese en Neil al individuo solitario que observa la noche de Los Angeles desde un sitio privilegiado. Sin embargo, como sucedía con Sonny, ese pasaje de intimidad donde un hombre y una mujer pueden compartir sus sentimientos está condenado por su duración. La cámara de Mann, pudorosa, apacigua los ánimos de Neil concediéndole la posibilidad de sentir todo aquello que en su persecución frenética ha olvidado. Ambos saben que, dentro de unas horas, Neil será otro cadáver abatido por los disparos de la policía, otra línea de fuga que se pierde por el camino.

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En los primeros compases de Enemigos públicos (Public Enemies, 2009), el coche que conduce la banda de John Dillinger tras protagonizar un motín en la cárcel se detiene en mitad de la nada. Alejado de sus compañeros, Dillinger alza la mirada y observa cómo se extienden a su alrededor kilómetros de superficie desierta. Cualquiera podría pensar que la fuga no ha sido un éxito y aquella es su particular travesía por la laguna Estigia. Tras la depuración narrativa de Corrupción en Miami, Mann convierte la caza a Dillinger en una epopeya donde las costuras del cine clásico abrazan la belleza imperfecta del digital. Como en un claroscuro, sobre el filme planea repetidamente el momento en que Dillinger será detenido por los agentes del FBI. Tal vez por eso Mann aporta un mimo especial a la relación que nace entre John y Billie Frechette, consciente de que cada encuentro puede ser el último. Nunca en su cine la emoción ha sido tan brutal y directa. Y el cineasta, entregado a narrar los sentimientos de su pareja, dibuja ese momento de impotencia que representa, como ningún otro, la esencia de las emociones en su obra: tras una redada imprevista, Billie es detenida por la policía mientras John aguarda sentado en su coche. Desde su posición de espectador de toda la secuencia, John coge su pistola dispuesto a encañonar a los agentes que han capturado a su amada. Sin embargo, se detiene a mitad camino. De repente, algo le ha hecho sentir vulnerable, incapaz de consumar ese rescate, y el rostro de Billie desaparece entre los coches de policía. Por primera vez en toda la película, John ha notado el peso del amor, no ha querido arriesgarse a que su naturaleza impulsiva le impidiese volver a reunirse una vez más con ella. Y la ha dejado escapar

 

Pasiones

Antes de abordar el thriller a tumba abierta, Michael Mann tuvo que naufragar comercialmente con El torreón (The Keep, 1983). Aquella película, paradigma de todo lo que puede salir mal, contenía el germen de la ambición narrativa del cineasta nacido en Chicago. Perdido en mitad de la campiña rumana, un destacamento nazi tomaba como puesto de mando provisional el interior de una fortaleza en ruinas ignorando que en él habitaba el horror ancestral. A medio camino entre el sueño y el delirio, la atmósfera neblinosa y tétrica configuraba el único espacio posible para contener un mal profundamente abyecto, una suerte de frontera mental que nos ponía en contacto con nuestro horror. A pesar de su coyuntura de serie B, la ambición de Mann pasaba por construir un relato donde las fuerzas del bien se enfrentasen contra el absoluto, contra una criatura que contiene la semilla de un terror que ha esparcido durante siglos alrededor del mundo. A partir de esa primera batalla perdida, el destino de su cine solo podría estar buscando el siguiente asalto.

No resulta atrevido describir la obra de Mann como exagerada, masculina o vanidosa, puesto que sus personajes mantienen una lucha constante, casi suicida, contra los poderes fácticos. Así, El dilema (The Insider, 1999) cambia su propósito inicial -un análisis afilado de la doble moral de la industria tabaquera- a medida que descubre en su interior la cruzada imposible a favor de la libertad de información. Lowell Bergman, el productor del programa 60 minutos, representa como pocos el paradigma de la pasión según Mann: decidido a plantar cara a todo un imperio de abogados, multinacionales y cláusulas de confidencialidad, hace de su profesión de periodista un escudo con el que protegerse mientras batalla incansable contra ese absoluto. La obsesión, junto a la adicción el rasgo más marcado de los personajes, lleva a Lowell a pulverizar cualquier amago de seguridad si con eso puede salvaguardar la integridad de su profesión. Hay que matar al dragón de siete cabezas de las multinacionales.

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Mann explota la adicción de sus personajes siguiéndoles, infatigable, con su cámara. En Heat, Vincent emprende una carrera a través de la ciudad para atrapar a Neil. En su frenesí, uno podría pensar que Vincent, ciego por el esfuerzo y colapsado de adrenalina, mantiene esa persecución inacabable gracias a la pasión enfermiza que ha contraído para poder atrapar a un criminal tan adicto como él. Absoluto contra absoluto. Ese duelo brutal se repetirá en Enemigos públicos. Allí, de hecho, la primera escena que veremos con Melvin Purvis de protagonista será una persecución campo a través para detener a un conocido criminal. La cámara, todavía más ágil y fluida, acompañará a Purvis por ese bosque cerrado de ramas mientras aquel busca el sitio estratégico para encañonar a su presa.

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Disparada en pleno pecho, la adrenalina de la pasión tiene sus contraindicaciones. Tal y como expresa el thriller según Michael Mann, los héroes están condenados a deambular, como individuos melancólicos, por los márgenes de una sociedad que no entiende sus quimeras. Esa pasión desbordada que les lleva a luchar a brazo partido contra el absoluto, contra lo imposible, tiene una duración limitada. A veces un parpadeo, a veces unas horas. El brazo de Ali tiembla mientras libera los últimos espasmos de la furia desatada contra su adversario en el combate del siglo. Cuando la emoción se disipe, todo habrá acabado. Ali, como Vincent o Sonny, volverá a una normalidad donde las miradas hacia el horizonte infinito le recordarán lo apasionado que fue aquel momento. El único donde, por una vez, se sintió con vida.

 

Impactos

Tras el impacto que ha supuesto Drive para el thriller contemporáneo, cualquiera podría pensar que el presente del género consiste en mostrar cómo los arquetipos del relato criminal consumen sus fuerzas en ficciones cada vez más dispersas y fragmentarias. En definitiva, tal y como manifestaba la conclusión del filme de Winding Refn, héroes y villanos son ya vestigios de un pasado que el cine solo puede expresar a través de sus sombras. El mérito, formal y temático, del cine de Michael Mann hay que localizarlo en su papel de último cineasta romántico que, con el paso al digital, no ha variado un ápice su idiosincrasia creativa. El thriller se vive, se siente en el pulso acelerado y la mirada desafiante; en el amor arrebatado que produce el encuentro entre dos espíritus perdidos; en la belleza desbocada de unas imágenes que perderemos al primer parpadeo. He ahí la virtud de Mann: tomar nuestras carencias y anhelos y derramarlos en el cuerpo de una ficción que, una y otra vez, nos invita a soñar con ese absoluto que perseguimos incansablemente. La pasión, el impacto, el detalle, la emoción íntima. Todo ello en un cuadro que ilustra el lado más intenso de nuestra vida moderna.

 

© Óscar Brox, febrero 2013