Punto de Vista 2016

(Re)activar la mirada

 

La primera vez que estuve en el Festival internacional de Cine Documental de Navarra (Punto de Vista) fue en 2013. Ya había estado antes, pero no físicamente, sino a través de la lectura de los catálogos y libros editados por el certamen navarro: tanto los coordinados por Antonio Weinrichter (La forma que piensa. Tentativas en torno al cine-ensayo y Metraje encontrado. La apropiación en el cine documental y experimental) como el dedicado a Ermanno Olmi (Ermanno Olmi. Seis encuentros y otros instantes). Libros que me hablaban de películas que no había visto, pero que conseguían no solo que las imaginara y fantaseara –como corresponde a todo hooligan cinéfilo–, sino sobre todo que asumiera los dispositivos de significación de cada una de ellas, las preguntas que se hacían y las hipótesis sobre la realidad que articulaban.

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Cartel del X Punto de Vista

“Solo tengo preguntas” fue precisamente el título que eligió Eduardo Coutinho para la charla-encuentro que se organizó con él durante aquella edición de 2013. Ese encuentro fue para mí un descubrimiento, y la constatación de eso que había leído tantas veces: la capacidad del cine como revelador. El cine documental que reafirma sus propias convicciones no tenía razón de ser o no era tan interesante como ese cine de la convulsión que hace brotar la duda y lo inesperado de entre sus imágenes. Como dijo Coutinho en aquel encuentro: “Solo filmo aquello que no sé cómo va a acabar”.

A lo largo de estos diez años de Punto de Vista, si de algo puede estar orgulloso el festival es de haber activado la mirada de los miles de espectadores que han pasado por sus pantallas presencial o virtualmente. Uno de los objetivos preferentes de todo certamen es ese, formar nuevos públicos y, siendo más precisos, enriquecer la mirada del espectador con propuestas que amplíen un campo de visión que se encuentra constreñido diariamente por el imperialismo de la monoforma. Esta ampliación de miras nos hará más tolerantes con la diferencia, tanto con las diversas formas de creación como con las distintas maneras de comprender el mundo. Y esa activación de la mirada ha sido posible gracias al apoyo cómplice e imprescindible de unas películas que conforman un paréntesis sobre la realidad para analizarla, cuestionarla, construirla y, sobre todo, para generar dudas más que conclusiones cerradas. Sin duda alguna el festival se ha ganado por derecho propio el honor de envejecer, pese a no haber contado siempre con una salud de hierro a lo largo de esta década, administraciones mediocres mediante.

La edición de 2016 estuvo atravesada por la celebración de su décimo aniversario, excusa para la celebración del tiempo con una ambiciosa e imposible retrospectiva sobre el Tiempo y el cine. Bien podrían haber integrado esa retrospectiva dos películas como Todo comenzó por el fin (Luis Ospina, 2015) y La región central (La región centrale, Michael Snow, 1971) –proyectadas en Sesiones Especiales con la presencia de sus autores–, dos obras capitales cuya dimensión trascendió los límites no solo del festival, sino de la percepción. Como en el caso de Jean-Daniel Pollet, cuya obra no se puede desligar de su peregrinaje vital hacia la imposibilidad de producir tiempo en la imagen. O la de (José) Antonio Maenza, incandescente llamarada del cine como posibilidad de desbordamiento heterodoxo, en la misma línea genealógica de tantos francotiradores del cine español como Val del Omar, Iván Zulueta o Velasco Broca que, por cierto, resultó ganador de la sexta convocatoria del proyecto X Films.

 

Las formas de lo político (I)

Parece (casi) inevitable que en toda crónica que verse sobre cine documental/no ficción/cine de lo real tenga que salir a colación la controversia entre el documental y la ficción. Se ha convertido en lugar común en estos últimos años debido a la vigorosa producción de cine documental asociada a mecanismos que evidencian deliberadamente las marcas de enunciación, la construcción del relato y los discursos de la subjetividad; elementos que debían permanecer invisibles para seguir fomentando la ilusión de veracidad y realidad.

Afortunadamente, el discurso de sobriedad y de verdad-verdad es erosionado y puesto en cuestión con estas formas reflexivas y ensayísticas que vuelven la cámara hacia el yo, el sujeto creador. Esta crónica no va a seguir redundando en este tema (documental/ficción) harto sobado que ha llegado a convertirse, hasta cierto punto, en un debate estéril al que se recurre con asiduidad dejando entrever ciertas carencias o falta de ideas.

Desafortunadamente, parece que esta distinción entre realidad y ficción (aunque esta adopte las formas documentales) no la tienen tan clara en determinadas administraciones públicas. Mientras se desarrollaba el Festival Punto de Vista, dos titiriteros permanecían en régimen de aislamiento en la prisión de Soto del Real por hacer una representación. Y toda representación (incluido el cine documental) es una construcción, un discurso sobre la realidad, no es la realidad, pese a que guarde una estrecha relación con ella e incida en ella.

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Writing on the City de Keywan Karimi

También el certamen pamplonés ha estado marcado, en este sentido, por un creador de representaciones condenado a prisión y a 223 latigazos, el iraní Keywan Karimi. Su delito, la película Writing on the City, un retrato de una ciudad, Teherán, a través de su piel, sus muros escritos. Pintadas que son el paisaje vet(e)ado de la convulsa historia contemporánea de Irán. La calle y los muros como lugares de lo urbano, es decir, lugares para el conflicto; espacio para la disidencia, pero también para la propaganda naif institucional y las marcas comerciales, la pared como un territorio en disputa. ¿Qué hacer cuando mirar se ha convertido en delito? Porque lo que hace la cámara de Keywan es mirar la palabra pintada, pero mirarla ya es hacerla según los censores. Esa correspondencia entre mirar y hacer evidencia el carácter activo o activista que puede tener el cine más allá de su naturaleza embalsamadora. Ser testigo pasivo, levantar acta, pero también ser agente creador y generador de discursos. La representación como generadora de realidad o, más bien, como asíntota de esta.

Si la idea o la identidad de una ciudad nos la dan sus muros pintados –la piel de la ciudad plagada de cicatrices, allí donde se manifiesta la voz de los sin voz, en pintadas de un apremio desamparado–, las películas son las embajadoras del país, imágenes movedizas que nos ofrecen una idea del país. “Un país sin imágenes es más fácil de bombardear”, como recalca José Luis Guerin. Hacer una película en estas condiciones, sobre todo con las terribles consecuencias que ha conllevado para Keywan, y que se haya podido proyectar tras salvarse una copia del registro de su apartamento es ya un triunfo no solo para esta película, sino para el cine. Porque como afirmaba Víctor Erice a propósito del cine neorrealista: “Una imagen cinematográfica ya solo podía ser bella a fuerza de ser necesaria, es decir, de ser justa”.

 Frente a los 223 latigazos, el festival contraatacó con el cine y la palabra, 223 words, un filme colectivo en el que varios cineastas depositaron palabras de ánimo y apoyo a Keywan. Será precisamente la palabra “ánimo” la que saldrá de la boca de Basilio Martín Patino, constituyendo uno de los momentos más conmovedores de todo el festival. Diez segundos en los que los ojos borgianos de Basilio, llenos de juventud y de tiempo, se hacen infinitos en la mirada del espectador. Es como si esa palabra, “ánimo”, reverberara en el propio Patino intentando alejar de sí la desmemoria de quien ha sido la memoria de este país. El propio cineasta salmantino, al final de La décima carta –el retrato/recuerdo del porvenir que le hizo Virginia García del Pino–, se preguntaba mientras veía la retransmisión televisiva de la coronación de Felipe VI: “¿Qué hay de España aquí? Es pura retórica”.

Victor Kossakovsky y Ainara Vera cuestionan esa retórica en Mira, mi rey, que podría recibirse como el perfecto antídoto contra toda tentativa retórica. Un procedimiento sencillo basado en el contraste entre imagen y sonido alienta la estrategia de esta película. Y es que mientras escuchamos la pomposidad del acto de coronación del rey repleto de aplausos huecos y discursos engolados, la imagen es de una absoluta banalidad, la actividad de un día cualquiera en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera de provincias. Mientras el solemne y retórico discurso del rey es interrumpido por los vehementes aplausos de quienes representan al pueblo, el pueblo es ajeno a tan magna efeméride a tenor de la rutinaria normalidad de la calle. ¿Dónde está el pueblo? ¿Quién representa al pueblo? Mira, mi rey no solamente funciona como un ejercicio que cuestiona la representación audiovisual enfática, sino como testigo de la fractura y distancia entre el pueblo y sus representantes. Dos modelos de representación que saltan por los aires mediante mecanismos de implosión.

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Mira, mi rey de Ainara Vera y Victor Kossakovsky

Otro ejercicio destacable, cargado de moral y de ruptura con la representación convencional, fue Carretera de una sola dirección, el proyecto presentado por Xiana Gómez en el apartado X Films. Los apenas veinte minutos del filme esbozan una geografía de la prostitución de carretera en Navarra (que podría pasar por cualquier otro lugar). Xiana filma el club y el entorno minuciosamente, pero no lo que hay dentro, convirtiéndolo en una imagen negada. Este dispositivo me trajo al recuerdo la cita de Bertolt Brecht cuando afirmaba que una foto (una filmación) de las fábricas Krupp nada nos dice sobre la verdad de esas entidades, en la medida en que esta no reside en su aspecto externo, sino en las relaciones de clase y explotación que las fundaban. Por tanto, la imagen de una fábrica no es la fábrica, no revela nada. La cuestión es si se dan los mismos regímenes de visualidad en una fábrica o en un prostíbulo. Dicho de otro modo, ¿hacen falta más imágenes de una actividad como la prostitución en la que precisamente la imagen juega un papel cosificador y petrificador? ¿Cómo recuperar la soberanía de unos cuerpos que ya no son cuerpos sino imagen? ¿Mediante más imágenes? ¿Incluso las imágenes de denuncia no contienen acaso un componente de placer visual alineado con la epistemología hegemónica del patriarcado? Este procedimiento de antivisualidad es empleado por Xiana para retratar un mundo hipervisualizado como el de la prostitución. La cineasta es consciente de la violencia subyacente que supone la mirada sobre unos cuerpos convertidos en imagen. Imágenes seductoras y cosificadas, obscenas.

 

Formas de lo político (II)

Un árbol azotado por el viento hasta casi arrancarlo de cuajo. Así, de esta manera tan abrupta y desasosegante, comienza No Home Movie, la última y definitiva película de Chantal Akerman. Un plano que se dilata en el tiempo hasta hacerlo casi insoportable y en el que es inevitable establecer una correspondencia entre ese árbol agitado y el estado interior de la propia cineasta.

Las letras de Pablo Chavarría esboza una estrategia similar a la de Akerman; en este caso, para narrar un suceso ocurrido en Chiapas donde un profesor activista es condenado por el asesinato de varios policías durante un juicio plagado de irregularidades. La decisión que toma el cineasta es realizar un ejercicio de abstracción del acontecimiento concreto para desplegar toda una amalgama de imágenes simbólicas sin necesidad de responder a preguntas concretas. Chavarría nos zambulle en un ambiente onírico alimentado por una cámara flotante en movimiento perpetuo y por una banda de sonido desasosegante. Mecanismos para alejarnos del lenguaje y de la realidad y acercarnos a estratos cercanos al extrañamiento. Una opción estética nada desdeñable en consonancia con la ambigüedad de la realidad y los deslizamientos de la memoria. Es como si Béla Tarr y Philippe Grandrieux hubiesen sido convocados a este ejercicio alucinatorio que no se tendría que ver como una muestra de pirotecnia formal ni mucho menos, sino como el retrato de un país feroz, e incluso más, el retrato de la ferocidad.

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Las letras de Pablo Chavarría

La propia narrativa de Las letras está sometida a múltiples digresiones donde emergen secuencias performativas que nos alejan de lo que vemos a primera vista y nos conducen a lugares insondables de nuestra mente. El espectador es apremiado con una libertad inusitada para transitar por un relato que salta por los aires. El problema podría ser que este regalo se interpretara como una condena. Pero para eso está un festival como Punto de Vista, para que nos violen(ten) la mirada.

Este cuestionamiento de la representación de la Historia, alejada del naturalismo y la denuncia por los cauces institucionales propuestos por la imagen convencional, está ausente en Lampedusa in Winter, una película que sigue paso por paso el camino para convertirse en cine viejo antes de haber visto la luz. Parapetada bajo formas de reportaje observacional, el filme de Jakob Brossmann realiza un pormenorizado rastreo de la isla y las gentes de Lampedusa. Y cómo no, el drama –según la terminología condescendientemente eufemística– de la inmigración. El problema de esta película es su toma de posición moral. Un cineasta debe responder a preguntas capitales como: ¿dónde me voy a situar como cineasta?, ¿a quién voy a visibilizar?, ¿por qué y para qué hago una película? En este filme, se radiografía la complicada cotidianeidad de un territorio que debido a su insularidad tiene problemas básicos de abastecimiento, transporte y desigualdad. Pero si el cineasta está en Lampedusa, es por su condición de cementerio de personas que se juegan la vida atravesando un Mar Mediterráneo que ha dejado de ser mar para convertirse en improvisada fosa. Por ello, resulta contradictorio y deleznable que adquiera más protagonismo la reposición de un nuevo ferry para conectar Lampedusa con Sicilia que la voz negada a personas inmigrantes a las que apenas escuchamos. Esperar, dar tiempo, escuchar, cómo vamos a empatizar si les negamos la voz. ¡Qué poco sabemos del otro! Y qué fácil es hablar por ellos…

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Lampedusa in Winter de Jakob Brossmann

 

Olé(g)

Todavía humeantes los academizados y esclerotizados Premios Goya, nada más oportuno que un lunes –primera hora de la mañana, primer día de festival– la tela blanca de la pantalla quedara bañada por el abanico de telúricas mucosas húmedas que desplegó Oleg y las raras artes, la película que inauguró y eclipsó este Punto de Vista. Por ello me tomo la licencia de extenderme más de lo habitual en bosquejar esta maravilla que se alzó con el Gran Premio del Jurado en esta décima edición.

Algún día habrá que analizar el innegable talento y habilidad de Andrés Duque a la hora de escoger a los protagonistas de sus películas-retrato. Y, sobre todo, su capacidad para establecer un pacto con ellos a la hora de cimentar una relación de confianza mutua. Esta labor de casting –si se puede emplear este término– nos ha regalado la presencia de Iván Zulueta (Iván Z), Rosemarie (Paralelo 10) y, ahora, Oleg Karavaichuk (Oleg y las raras artes). Una geografía de la excentricidad que cuestiona precisamente las coordenadas de la norma(lidad).

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Oleg y las raras artes de Andrés Duque

El resultado del retrato de Oleg bien podría ser un monocromo blanco, pero no porque no haya nada que decir, sino porque el blanco es la suma de todo el espectro cromático. Está claro que este no va a ser un retrato al uso; requiere otra percepción por parte del espectador. Una percepción ligada a lo sensual, al cuerpo. El propio Oleg lo explicita en el misterioso monólogo inicial, cuando afirma que toda su vida está iluminada por Catalina la Grande, a la que atribuye la capacidad de entender la arquitectura, la música y la pintura con su cuerpo dotado de gran sensibilidad. “No solo piensa conceptos con el cerebro sino que también los percibe en la vagina del universo”, sentencia Oleg mientras curva su cuerpo como si esas palabras mágicas actuaran transmutándole en Catalina. Este dictamen es la puerta de acceso a un universo distinto, al igual que ocurría con el ojo rasgado de Un perro andaluz; nuestras herramientas perceptivas cerebrales vamos a dejarlas a un lado, por obsoletas e inútiles. El genio está en el cuerpo.

La película va a pivotar sobre esta idea, sobre formas comunicativas corporales a veces indescifrables, como ocurría en Paralelo 10. Un intento de fuga del lenguaje mediante la respiración, el cuerpo curvado o la grafía abigarrada de la escritura. El propio acto de tocar el piano se diluye al tratar de discernir entre si Oleg toca el piano o es el piano el que le toca a él. El cuerpo como ejecutor de la música y como partitura, música táctil y muda. Los planos fijos se convierten en cajas de resonancia del movimiento interno que generan las manos alborotadas e imprevisibles de Oleg, unos dedos casi muñones, que martillean las teclas del piano a puñetazos dando lugar a una composición visual futurista. Un elogio sublime del gesto y el movimiento y, cómo no, de la heterodoxia.

“Mis melodías son incómodas pero son geniales”, afirma Oleg reprochando el convencionalismo de la enseñanza de la música clásica actual obsesionada con la velocidad. Esta frase bien podría condensar su periplo vital en el seno de la Unión Soviética, pero lo hace mediante un poema musical, la interpretación del himno de la URSS con unas disonancias escalofriantes que hacen inútil todo tipo de verbalización acerca de la tortuosa incomodidad provocada por quien fue el pianista protegido por Stalin y censurado posteriormente.

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Oleg y las raras artes de Andrés Duque

Provoca cierto extrañamiento observar la dualidad que atraviesa a Oleg. Del brío juvenil del pianista exaltado pasamos a la fragilidad vidriosa del Oleg fatigado de andar sobre la nieve camino del Hermitage. Es como si estuviéramos ante un ser biomecánico, donde el piano funciona como prótesis del cuerpo y viceversa. “Las manos se mueven solas como una agonía. No las muevo yo”: a primera vista parece la enésima consigna perpetuadora de la mitología del artista. Sin embargo, la visión de Oleg es profundamente materialista. No estamos hablando de genio ni de espíritu, sino de una criatura dotada de una sensibilidad extrema conectada al amor y a la naturaleza. Serán precisamente las mucosas –ojos, oídos, fluidos bajo la piel– el material sensible sobre el que las notas musicales van a impresionar su gozo. El cuerpo se transforma en acorde, en vibración, en la posibilidad de volar y conectar con el cielo. Toda una mística de la otredad que solo la mirada honesta y despojada de todo prejuicio de Andrés Duque podía elevar como un hermoso alegato de lo extraordinario: Oleg y las raras artes.

 

© Carlos Escolano, febrero 2016