Walter Hill

Un cineasta salvaje

 

¿Un cineasta con estilo?

El reciente estreno en España de la muy mediocre Una bala en la cabeza (Bullet to the Head, 2012) ha supuesto para algunos cinéfilos y críticos un curioso reencuentro con la figura de Walter Hill. Pese a que algunas de sus películas siguen gozando en la actualidad de cierto culto minoritario, Hill era mayormente conocido —una década atrás y debido a sus múltiples pases televisivos— por ser el principal responsable de un éxito comercial de la magnitud de Límite: 48 horas (48 Hours, 1982). Esta buddy movie de acción, protagonizada por Nick Nolte y Eddie Murphy, no tardó en influenciar a decenas de películas posteriores: de las cuatro entregas de la muy popular saga Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987-1998) a los tres filmes de la serie Hora punta (Rush Hour, 1998-2007) dirigidos por el insípido Brett Ratner, pasando por otros como Procedimiento ilegal (Stakeout, 1987) y Colegas a la fuerza (The Hard Way, 1991) de John Badham. Ciertamente, unas credenciales un tanto exiguas para un realizador que carga a sus espaldas con cuatro décadas de profesión y que, en términos generales, debe ser considerado como uno de los principales valedores —junto a realizadores como Steven Spielberg, George Lucas, John Badham o Richard Donner, e incluso a algunos otros como Peter Hyams o John Milius— de toda una manera de entender el cine de acción y de aventuras: aquel que da sus primeros pasos en los años setenta y que extiende su radio de acción hasta gran parte de los recientes exponentes del género.

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Intentar discernir a estas alturas si Walter Hill es un cineasta personal (es decir, un autor) o un mero artesano es un esfuerzo carente de sentido. Probablemente Hill no sea ninguna de las dos cosas; o dicho de otro modo, no resultaría convincente situarlo de forma tajante en ninguna de las dos tendencias. La filmografía del californiano carece de la trascendencia alcanzada por maestros como Ford, Walsh, Hawks o Anthony Mann, y también del excelente nivel de otros realizadores cuya obra ha quedado algo por debajo de la de los anteriores, caso de Boetticher, Fuller, Fleischer o Aldrich. El cine de Hill parece quedarse en tierra de nadie, gozando de una muy reducida popularidad y repercusión entre los cinéfilos y críticos actuales en relación a la que sí disfrutan las obras de coetáneos suyos como De Palma, Spielberg, o incluso los primeros trabajos de Lucas. Podríamos situar a Hill al lado de realizadores con tendencias claramente mainstream como Donner o Badham: cineastas con una trayectoria más bien endeble pero que, pese a todo, tienen en su haber excelentes filmes —La profecía (The Omen, 1976), el primero, o Drácula (Dracula, 1979), el segundo—. El cine de Hill también guarda ciertos paralelismo con el de un realizador tan impersonal —y en contadas ocasiones interesante, como demuestra Atmósfera cero (Outland, 1981)— como Peter Hyams. Pero las similitudes con estos últimos compañeros de profesión tampoco resultan plenamente satisfactorias, pues el cine de Hill recurre con tanta insistencia a un mismo patrón narrativo y de caracterización de personajes y a una determinada manera de resolver el apartado formal de sus filmes que, pese a carecer de una ambición estética lo suficientemente atrevida o de una pretensión artística que le haga evolucionar como cineasta, el conjunto de su obra —incluyendo sus filmes más endebles y olvidables— parece reflejar de forma sorprendente una personalidad y unos gustos muy determinados.

Personalidad que, con sus evidentes limitaciones, queda bien expuesta en el que resulta el período más fructífero y atractivo de toda su filmografía —los siete primeros años—. Durante esta etapa elaboró, de forma continuada y muy coherente, un total de cinco atractivos, sencillos y sugestivos filmes de acción, visualmente rudos y narrativamente concisos, vigorosos y electrizantes: El Luchador (Hard Times, 1975), The Driver (1978), The warriors: los amos de la noche (The Warriors, 1979), Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980) y La presa (Southern Comfort, 1981). A excepción de la primera y la última, más minoritarias en su repercusión entre la cinefilia actual, las demás siguen gozando de cierto culto más o menos establecido. Sin ir más lejos, sabemos que el malogrado Tony Scott planeaba un remake de Los amos de la noche y el danés Nicolas Winding Refn con su thriller Drive (2011) rindió un nada disimulado homenaje posmoderno a The Driver (y, por extensión, al cine de acción más característico de los años setenta).

 

La lucha por la supervivencia

Walter Hill concibe el relato de acción de una manera simple, ruda, directa. En consecuencia, sus personajes —a los que habitualmente acostumbra a definir desde su primera aparición en pantalla, mediante brochazos desprovistos de cualquier tipo de sutilidad— quedan reducidos a meros estereotipos andantes. Se puede decir que los héroes y villanos de Hill son monolíticos, hechos de una sola pieza, con apenas rasgos que los humanicen o los doten de cierto relieve o complejidad. Quizás el exponente más significativo y genuino del universo hilliano lo encontramos en el thriller The Driver, un filme en el que el conocimiento que tiene el espectador de los diferentes personajes es exactamente el mismo al inicio y al final del relato, ya que estos no parecen evolucionar en ninguna dirección. Además, todos ellos carecen de un nombre o una identidad que los humanice, a excepción del apodo (el conductor, el detective, la jugadora, etc.) con el que son presentados en los títulos de crédito y que define de un plumazo el rol que cada uno de ellos desempeña en la trama.

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Pero lo que distingue a los primeros filmes de Hill del grueso de su obra posterior es que todos ellos se postulan como relatos de supervivencia. Cinco filmes que devienen perfectos ejemplos de un cine de acción puro, esencial, apoyados en una anécdota argumental mínima y en una narración, desplegada durante hora y media, que no sobrepasa nunca lo esquemático. La mayor parte de sus personajes carecen casi por completo de cualquier tipo de profundidad psicológica, adquiriendo en algunas ocasiones un estatus simbólico que roza la abstracción. Los protagonistas utilizan sus habilidades especiales con la única finalidad de lograr sobrevivir unas horas o días más (El luchador, The Driver) o forman parte de grupos masculinos obligados por las circunstancias a atravesar territorios peligrosos (Los amos de la noche, Forajidos de leyenda, La presa).

De todas estas obras se desprende una visión brutal, casi nihilista, de la existencia, aunque Hill no sermonee nunca al espectador y prefiera ofrecer un espectáculo tenso, vigoroso y, en ocasiones, enervante. Estos relatos carecen generalmente de tiempos muertos y proyectan en pantalla una auténtica fuga sin fin, en la que apenas hay lugar para el estatismo o la quietud. Cuando, al principio de Los amos de la noche, los warriors consiguen evadir el acecho del resto de las bandas terminan recalando en un apacible cementerio que se convierte en un espacio cargado de connotaciones inquietantes; estando momentáneamente a salvo de sus enemigos, los warriors no tardarán en empezar a exteriorizar sus rivalidades y diferencias internas. En The Driver es frecuente que los personajes se sientan vulnerables incluso cuando se encuentran en el interior de sus hogares: El Detective (Bruce Dern) sorprenderá en sus respectivos pisos a El Conductor (Ryan O´Neal) y a La Jugadora (Isabelle Adjani) justo cuando estos parecen encontrar la intimidad necesaria para tomarse un respiro; El Contacto (Ronee Blakley) encontrará una violenta muerte en el interior de su apartamento cuando este es allanado por un tipo que busca vengarse del protagonista.

El luchador, ópera prima de Hill, define con honestidad y rotundidad el universo personal de su creador, regido por unas constantes que este no abandonará en ningún momento y que encontrarán su auténtico reflejo, casi treinta años después, en Invicto (Undisputed, 2002), un filme poco comprendido pero francamente simpático y disfrutable. Esta película no debe ser considerada únicamente como otro relato pugilístico más, sino como una reafirmación (o confirmación) de la actitud artística del californiano: un filme que demuestra que Hill no sólo se siente cómodo en el cine rudo y violento, sino que prefiere claramente los repartos y presupuestos de serie B antes que las producciones multimillonarias. Curiosa actitud y elección personal que el realizador ha mantenido con rigor y coherencia, película a película, pese a que con su cine de los años ochenta él mismo ayudaría a definir con meridiana transparencia toda una serie de recursos narrativos y formales que contagiarían a multitud de filmes posteriores. La actitud radicalmente individualista de Monroe Hutchen (Wesley Snipes), un tipo que sigue con gran disciplina su propio e inquebrantable código de conducta personal y que sobrevive en el interior de la prisión en la que cumple condena gracias a su habilidad con los puños, nos recuerda a la de Chaney (Charles Bronson), el protagonista de El luchador, prácticamente un vagabundo que, durante la Gran Depresión, sobrevive día a día con el dinero que gana participando  en brutales peleas clandestinas. En cierto modo, Hutchen, Chaney o El Conductor, entre otros personajes de la filmografía de Hill, no pueden menos que ser considerados auténticos alter egos cinematográficos del propio realizador, pues él mismo es un superviviente y un rara avis en el Hollywood actual.

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Por su parte, la pandilla callejera de Los amos de la noche, los ladrones de bancos de Forajidos de leyenda y los militares de La presa, comparten todos un mismo tipo de relato: el de un grupo que se ve obligado a resistir, a cualquier precio, al acecho constante al que es sometido, bien sea por unas bandas rivales (Los amos de la noche), por la Agencia de Detectives Pinkerton (Forajidos de leyenda), o por un reducido grupo de cazadores cajunes (La presa). Estos tres filmes hacen alarde de algunas impactantes y estilizadas escenas de violencia que siguen encontrándose entre lo mejor que ha filmado Hill. Personalmente me quedaría con el clímax final de La presa: tras ser rescatados temporalmente del acecho de los cajunes gracias a la intervención de un par de aldeanos, los soldados Spencer (Keith Carradine) y Hardin (Powers Boothe) son conducidos a un rústico poblado donde son invitados a relajarse y a disfrutar de la hospitalidad de los lugareños. Pero, como he señalado antes, en el cine de Hill apenas hay lugar para el relax; la tensión y la inquietud no tardarán en apoderarse de la escena. El realizador filma a los protagonistas agotados físicamente y mostrando desconfianza hacia unas gentes que no hablan el mismo idioma que ellos. Y también filma los contraplanos de lo que estos observan: a los habitantes celebrando una fiesta, bailando al ritmo de una frenética música folclórica —que altera sus nervios y los nuestros—; unos hombres que sacrifican a varios cerdos con una sequedad y naturalidad que aumenta la desazón de los soldados… Todo en este fragmento contribuye a lograr —por acumulación excesiva y agobiante de detalles sonoros y visuales— una situación verdaderamente asfixiante, demostración palpable de los verdaderos intereses creativos del realizador, que no son otros que los de lograr electrizar a su audiencia, inducir en ella un estado de shock a través de la violencia. Hill resuelve en esta ocasión, de manera elocuente y elegante, una situación similar a la planteada en muchos filmes de terror, pero tantas veces resuelta de forma obvia y grotesca, insatisfactoria.

Estos primeros filmes anuncian también el cine eminentemente masculino realizado por Hill. Desde El luchador a Una bala en la cabeza asistiremos a un auténtico despliegue de rostros ariscos, antipáticos y generalmente sin glamour, elegidos por Hill con extrema coherencia. El realizador no tiene reparo alguno en trabajar con actores directamente insulsos (Jason Patric, Michael Paré, Michael Beck o Ryan O´Neal) o con cierto carisma pero de indudables limitaciones expresivas (Charles Bronson, Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone). En su cine, la mujer (y lo femenino) tiene poca o nula importancia y, cuando aparece, suele responder al estereotipo de “la chica florero». Dejando a un lado el amplio abanico de retratos femeninos que ofrecen tanto Los protectores (Broken Trail, 2006) como Deadwood (2004-2006) —más complejos de lo que es habitual en su cine—, tal vez sea la Calamity Jane (Ellen Barkin) de Wild Bill (1995) la mujer más singular de toda la filmografía del cineasta —y no parece casual que la principal característica de la misma radique, al fin y al cabo, en ser un auténtico marimacho del Oeste norteamericano—.

 

Los mediocres años ochenta

Dejando a un lado la interesante La presa, lo cierto es que revisar ahora los siete filmes que Hill perpetra durante el resto de la década de los ochenta no puede menos que provocar cierta perplejidad, pues los resultados artísticos del conjunto devienen extraordinariamente endebles y carentes de la variedad y la originalidad de sus obras precedentes. Más curioso resulta constatar sobre la marcha cómo, al abrazar por completo las reglas del cine más comercial, el cineasta no solo sigue siendo fiel a sí mismo —dándose la curiosa paradoja de que, en realidad, Hill se siente completamente a gusto pisando el terreno—, sino que además parece existir una cierta atracción por su parte a la hora de practicar el cine más ramplón, burdo y superficial que quepa imaginarse. Los ejemplos abundan. En 1982 Hill da pie a uno de los indiscutibles éxitos comerciales de la década, Límite: 48 horas, una mezcla de thriller policíaco y comedia que encuentra en su pareja protagonista, Nick Nolte y Eddie Murphy, su principal gancho de cara a la taquilla. La clave: crear continuos y facilones contrastes, a lo largo de un débil relato policíaco, entre el rudo y muy serio Nolte, y el despreocupado y (supuestamente) simpático Murphy. Precisamente, el filme de Hill tuvo el dudoso honor de convertirse en el primer vehículo estelar del afroamericano Murphy, que pronto triunfaría en medio mundo con sus comedias y filmes de acción. Límite: 48 horas no es un buen filme, pero tampoco es el peor de la carrera de Hill: ese honor le corresponde a 48 horas más (Another 48 Hrs., 1990), secuela lamentable y apática, tal vez el trabajo peor filmado por Hill hasta la fecha. En esta película, para resolver el apartado visual de ciertas secuencias (las de los grupos musicales en clubs nocturnos, por ejemplo), Hill recurre a extraños movimientos y angulaciones de cámara bastante inusuales en su trayectoria. El inenarrable guión y las terribles interpretaciones hacen que este filme ejemplifique, quizás de forma involuntaria, lo que hoy en día se conoce como «placer culpable»: 48 horas más es tan decididamente mala que, en ocasiones, hasta resulta absurdamente divertida.

Un par de años después de Límite: 48 horas, Hill dirige Calles de fuego (Streets of Fire, 1984), un estilizado tebeo de acción, popular en su momento, cuya estética ha envejecido tremendamente mal y a la que solo salva la labor de Willem Dafoe (como disparatado villano) y la agradecida presencia de una joven y sensual Diane Lane. Por lo demás, los toques humorísticos y excentricidades varias de Hill (responsable también del guión, como en tantas otras ocasiones) no acostumbran a tener gracia alguna, como tampoco la tienen los aburridos y pésimos videoclips musicales —ochenteros en el peor de los sentidos— que salpican la acción del filme, similares a los que pocos años más tarde contribuirán al desastre absoluto de la antes comentada 48 horas más. Si Willem Dafoe compone en Calles de fuego el rol de villano grotesco y pasado de vueltas, otro tanto ocurre con Lance Herinksen en Johnny el guapo (Johnny Handsome, 1989) al embutirse el actor en la piel (y sobre todo en el cuero) de Rafe Garrett, un antagonista carente de interés alguno, extraordinariamente plano sobre el papel, al que Hill pretende otorgar cierta personalidad a través de un vestuario y una caracterización excesiva. No lo logra, como tampoco consigue que la simplona venganza del protagonista del relato, Johnny Mitchell —apodado despectivamente “El guapo” debido a su rostro deformado—, interese al espectador en lo más mínimo. El filme deja claro que Hill carece de auténtica mano para la dirección de actores: Mickey Rourke, Ellen Barkin, Morgan Freeman o Forest Whitaker cumplen con su labor, pero de ellos cabe esperar bastante más.

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El gran despilfarro (Brewster´s Millions, 1985) tiene la dudosa distinción de ser la única comedia dirigida por el realizador para gloria de Richard Prior y John Candy, dos cómicos de dudosa catadura pero muy populares en su día; Traición sin límites (Extreme Prejudice, 1987) viene a ser el desafortunado homenaje del californiano a Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969) —recordemos que Hill dio sus primeros pasos profesionales como guionista de La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972)—, pero se parece más a un capítulo —más largo y más violento de lo habitual— de El equipo A (The A-Team, 1983-1987); y Danko: Calor rojo (Red Heat, 1988) resulta un vehículo para el lucimiento de Schwarzenegger tan impersonal, funcional y deslucido como Una bala en la cabeza pueda serlo para Stallone. En todo caso, si algo demuestra toda su obra de los años ochenta es que Hill tuvo mucho que ver a la hora de asentar en la industria cinematográfica de la época unas pautas estéticas vulgares que luego contaminarían a muchos filmes posteriores y se extenderían por gran parte del cine mainstream de las décadas posteriores.

 

Tres apuestas personales

Aunque el cine que ha practicado Hill desde los inicios de su carrera parece responder (casi) siempre a los intereses y gustos más personales del realizador —siendo estos compatibles, también, con lo más convencional y predecible—, en ocasiones, el cineasta ha dejado entrever, a través de pocos pero curiosos proyectos, ciertas inquietudes agazapadas. En concreto, pienso en Cruce de caminos (Crossroads, 1986), la serie de televisión Deadwood y la miniserie Los protectores. Los dos últimos trabajos son westerns que se sitúan en un terreno completamente afín a nuestro realizador, pero Cruce de caminos supone un acercamiento al universo cultural y estético del blues, en el cual Hill despliega, una vez más, la estructura narrativa más típica de su cine: el viaje itinerante. Eugene Martone (Ralph Macchio) —un joven blanco que quiere triunfar en la música blues, tradicionalmente practicada por negros— se embarca junto a Willie Brown (Joe Seneca) —una vieja leyenda del género— en un arduo y largo viaje en el cual ambos atravesarán parte de la geografía del sur de los Estados Unidos (primero en autocar, luego a pie y finalmente en coche) hasta alcanzar su objetivo: un mítico cruce de caminos en la Ruta 61, lugar en el que el legendario músico Robert Johnson consiguió convertirse en el mejor guitarrista de blues de todos los tiempos tras vender su alma al diablo. Pese a su atractivo punto de partida, el filme, de visionado agradable, arroja una mirada excesivamente simple y banal a la cultura del blues; Hill apenas logra ir más allá de la sencillez y funcionalidad habitual de su puesta en escena, perdiendo la oportunidad de trascender los márgenes que se ha autoimpuesto en su obra.

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Las dos aportaciones de Hill a la pantalla catódica resultan totalmente consecuentes con la mentalidad más reconocible del realizador. Hill se siente indiscutiblemente cómodo con el lenguaje sencillo y directo de la ficción televisiva y entrega dos westerns que destacan por la autenticidad que desprenden sus escenarios —sucios, asilvestrados— y por la terquedad de sus personajes masculinos. Deadwood traslada con éxito a la pequeña pantalla la estética hiperrealista con la que Hill describió el salvaje Oeste en su más que interesante Wild Bill (1996) y se beneficia de la labor de un excelente y ajustado plantel de actores, aunque en el tercio final de su primera temporada —la única que he visto hasta el momento— el relato se resiente a causa de la excesiva acumulación de acontecimientos dramáticos y la serie acaba adquiriendo un tono grotesco. Además, al otorgarle un protagonismo exagerado y ambiguo al manipulador Al Swearengen (Ian McShane) se advierte cierta complacencia por parte de los responsables de la serie respecto a las preferencias de la audiencia.

Más equilibrado es el resultado que obtiene Hill con Los protectores, dividida en dos partes de hora y media. Como casi siempre en el cine del realizador, el inicio de este sencillo relato —sobre dos vendedores de caballos que se cruzan con unas jóvenes chinas obligadas a prostituirse— resulta contundente, agresivo y sórdido. A Hill siempre le ha gustado ir al grano y, en este sentido, Los protectores confirma esta regla no escrita de su cine. Pero lo que verdaderamente destaca en esta miniserie es el sensible retrato que ofrece de la relación emocional que entablan dos de sus personajes principales, el anciano Prentice Ritter (Robert Duvall) y la madura prostituta Nola Johns (Greta Scacchi). Se trata, sin duda alguna, de los dos retratos más complejos y humanos de la obra del realizador, aunque para ello este necesite detenerse, bastante más a menudo de lo que acostumbra, en las escenas de transición y en los diálogos donde los personajes explican (o sugieren) sus circunstancias personales. La sólida labor de ambos actores deviene fundamental y el personaje interpretado por Duvall es el que más trasciende la condición de estereotipo que arrastran la mayor parte de las criaturas de Hill. Si el director se siente especialmente cómodo filmando este estimable y modesto western tal vez sea porque, en el fondo, su estructura no es tan distinta a la de muchos de sus filmes anteriores. Una vez el conflicto dramático central queda establecido, el relato se despliega de una forma harto reconocible: un grupo humano atraviesa un territorio con la principal finalidad de huir de sus perseguidores y lograr sobrevivir; evidentemente, no todos lo lograrán. Una lástima que el clímax dramático del filme no resulte plenamente satisfactorio y convincente: se construye de un modo inicialmente tenso y angustioso, pero termina resolviéndose de forma convencional y acomodaticia.

 

Un hombre del oeste

Si hay una iconografía que parece fascinar de forma particularmente intensa a Walter Hill, esa es la del western, un género genuinamente norteamericano que el realizador ha cultivado con cierta insistencia a lo largo de su carrera. Hill parece sentirse cómodo operando tanto dentro como fuera de los márgenes tradicionales de este género (que le ha reportado algunas de sus películas más atractivas y otras de las más irregulares). Anteriormente he hablado de Forajidos de leyenda, un western canónico, y de Traición sin límites, aparentemente un thriller de acción pero, en el fondo, un western bastante tradicional. También es posible contemplar Los amos de la noche como si de un western contemporáneo se tratara, al fin y al cabo la pandilla protagonista tiene que cruzar un enorme espacio enfrentándose continuamente a los diversos clanes o tribus que se han erigido en amos y señores de cada uno de los territorios.

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Antes de realizar Deadwood y Los protectores, Hill experimenta un auténtico resurgir con tres westerns rodados sucesivamente: el bastante convencional Géronimo, una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993), el extraño Wild Bill (1995) y el posmoderno El último hombre (Last Man Standing, 1996) —interesante cruce entre la iconografía del western y la del cine de gangsters—. Un conjunto de filmes que demuestran —junto a  Invicto y a la curiosa pero fallida El tiempo de los intrusos (Trespass, 1992)— que los relatos de supervivencia y resistencia siempre han resultado apetecibles para el cineasta. Una lástima que Hill no se haya planteado nunca un remake de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), el filme de Ernest B. Schoedsack y Irving Pichel que el tiempo ha situado como exponente cinematográfico más representativo y mítico de esta corriente.

Por desgracia —y pese al grado de implicación de Hill en el proyecto, que también ejerce de productor—, Géronimo, una leyenda deviene una obra muy poco apasionante cuyo visionado provoca cierta frialdad en el espectador. Varios son los elementos que chirrían considerablemente en este western. Por un lado, el guión del habitualmente detestable John Milius no resulta especialmente acertado o inspirado, centrando su atención en unos personajes —los tenientes Charles Gatewood (Jason Patric) y Britton Davis (Matt Damon)— que ni siquiera sobre el papel resultan atractivos. La elección del reparto es muy desequilibrada: los habitualmente sólidos e interesantes Robert Duvall y Gene Hackman se codean con un correcto Wes Studi (Géronimo), con el insípido Patric y con un inexperto Damon. Milius y Hill, pretendiendo ofrecer un retrato complejo y ambivalente del caudillo indio —un auténtico superviviente—, apenas logran rasgar la superficie del personaje, entregando un western sin mordiente, desangelado y conducido por un alicaído ritmo narrativo. Ni siquiera la música de Ry Cooder o la fotografía de Lloyd Ahern son tan inspiradas como de costumbre: la partitura del primero es desganada y las imágenes del segundo son excesivamente uniforme, con apenas matices o contrastes cromáticos que enriquezcan el apartado visual. Géronimo, una leyenda es un filme mediocre que desaprovecha la oportunidad de realizar un western relevante con el personaje en cuestión.

Apenas dos años más tarde, Hill se sentirá mucho más cómodo y despierto al centrar su siguiente filme en otra figura mítica del oeste americano: la de James Butler Hickok, alias «Wild Bill». Sin ser impecable, Wild Bill es un western más atípico, arriesgado, rabioso y personal, y atesora algunos de los fragmentos de cine más inspirados del realizador. Especialmente notable resulta el arranque del relato: unas imágenes en tono sepia nos muestran cómo varios hombres extraen de un carromato el ataúd con el cadáver de Wild Bill y luego lo portan a hombros mientras la voz de su amigo Charley Prince nos habla del hombre y de sus circunstancias. Durante aproximadamente quince minutos, Hill concatena varias escenas, concisas y furiosas, en las que quedan contundentemente reflejadas las habilidades y el temperamento de Wild Bill que, en ocasiones, se ve inmerso en trifulcas violentas y recurre a su portentosa habilidad con las armas de fuego. En una de ellas, Bill, que ejerce de sheriff en Abilene, dispara mortalmente por error a uno de sus ayudantes y acto seguido se muestra decidido a abandonar el lugar; ante las decenas de testigos emmudecidos, exclama: «voy a coger mi escopeta y después voy a coger mi caballo. Si veo a alguien en la calle cuando vuelva, lo mato». Lo mejor de este fragmento reside en su concisión y sequedad, en la atmósfera sucia e hiperrealista dibujada por la fotografía de Lloyd Ahern, en la impecable caracterización de Jeff Bridges como Wild Bill, y en la habilidad de Hill a la hora de elegir unos movimientos y posiciones de cámara que agudizan aún más la violencia de algunos momentos. A partir de su segundo tercio, Wild Bill se convierte en un western de cámara: teatral, opresivo y con gran presencia de interiores (un aspecto que juega a la contra de lo que es habitual en un género que destaca por el uso habitual de los exteriores). Afortunadamente, pese a ciertos altibajos narrativos y a la inapropiada  labor interpretativa de David Arquette en un rol de gran importancia dramática, el filme mantiene su interés hasta el final y consigue reflejar con patetismo la decadencia de su protagonista.

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Por su parte, El último hombre es tanto un particular remake de Yojimbo (1964) de Akira Kurosawa —y, por extensión, de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) de Sergio Leone, remake confeso de la primera— como una vuelta de tuerca al relato hard boiled de Cosecha roja (1929), la primera y famosa novela negra de Dashiell Hammett. Los filmes y la novela proponen una situación similar: varias bandas de gangsters se disputan el control de un pequeño pueblo hasta que un extraño llega al lugar y, manipulando a los jefes de cada una de ellas, consigue enfrentarlas y provocar su aniquilación. El neowestern de Hill supone la culminación del cine masculino (y machista) practicado por el realizador. Las escenas iniciales hablan por si solas: una mujer joven y atractiva reza en el interior de una pequeña capilla, arrodillada ante una imagen de Jesús y, a continuación, la imagen es embargada por un intenso color ocre (un tono parecido al del whisky, que contagiará a todo el apartado estético del filme) y aparece en pantalla un rótulo con el título Last Man Standing. Desaparecen las letras y la pantalla se llena de un cielo también ocre, hasta que la cámara, acompañada por la chulesca y electrizante banda sonora de Ry Cooder, desciende para mostrarnos una carretera por la que avanza un vehículo, en cuyo interior se encuentra ese último hombre al que alude el título del filme —y que, no por casualidad, se llama John Smith (Bruce Willis), un nombre que prácticamente equivale al de Juan Nadie—. Al llegar a un cruce de caminos, John Smith baja de su vehículo, hace girar una botella de whisky en el suelo y decide continuar su trayecto en la dirección señalada. Su destino, como no podía ser de otro modo, es el pueblo en el que se encuentra la joven que hemos visto al inicio. La ironía de esta apertura, tan directa y poco sutil como es habitual en el cine de Hill, resulta atractiva: no solo asocia al pendenciero y violento Smith con la figura de Jesús, sino que sugiere —mediante el movimiento de cámara que baja del cielo a la tierra— que la aparición del mismo responde a las plegarias de la mujer. Esto refleja claramente la falta de complejos del director y ayuda a que esta propuesta despierte las simpatías del espectador. En todo caso, se trata de un filme moderadamente atractivo, que encuentra en el exceso estilístico (visual y sonoro) e interpretativo (todos los personajes masculinos causan repulsión) sus principales focos de interés. Y es que el atrevimiento y la personalidad patente en algunas obras de Hill resulta siempre preferible al bajo calado que tienen tantos filmes de acción que llegan semana tras semana a la cartelera.

 

© Óscar Navales, junio 2013