Richard Donner

La fuerza de la ilusión

Si el interés analítico que despierta un director de cine se midiera por la bibliografía, bastan unos segundos en amazon.com para darse cuenta de que Richard Donner (Nueva York, 24 de abril de 1930) no es precisamente un realizador que suscite pasiones revisionistas (1). Me resulta un poco chocante que directores comerciales mucho más jóvenes como Quentin Tarantino, cuya influencia en la narrativa cinematográfica moderna es incuestionable aunque haya acabado fagocitándose a sí mismo, hayan generado una vasta (y en ocasiones basta) bibliografía, mientras que nombres de la vieja guardia como Donner, que se ha pasado toda su vida moviéndose dentro de los márgenes del cine de masas, hayan sido poco menos que condenados al oscurantismo.

En el caso de Donner, una revisión de su obra se me antoja necesaria para ubicar a este neoyorquino en el justo lugar que merece como paladín de una manera de entender el cine comercial en desuso. Si, por seguir con el mismo ejemplo, un vistazo a determinadas obras de Tarantino es suficiente para entender cómo ciertas imposturas suyas se filtran en buena parte del cine comercial moderno, un examen similar con Donner nos arroja exactamente la conclusión opuesta: nada, o casi nada de su cine, tiene presencia hoy en día en los blockbusters que Hollywood nos brinda cada temporada. Dejando claro, pues, que Donner no ejerce influencia alguna sobre la mayor parte de directores actuales, cabe suponer que su relevancia nos venga dada por el valor concreto que tenga en el devenir histórico del cine comercial al que ha dedicado la mayor parte de su carrera. Quizás podría afirmarse que estamos ante un realizador caduco, pasado de moda, anquilosado en un estilo que ya no se lleva, pero este juicio llevaría implícita una trampa, la propia defensa del director, puesto que podría argumentarse también que Donner representa un estilo, una actitud frente al hecho comercial del cine, en buena medida finiquitado por el exceso y la hipérbole que planean sobre casi todos los éxitos masivos actuales. Ahí es donde radica su relevancia: Richard Donner le dio forma en la década de los años 80 al género del blockbuster, de la misma manera que Steven Spielberg y George Lucas lo inventaron con, respectivamente, Tiburón (Jaws, 1975) y La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) (2). Hasta tal punto es capital el cine de Donner para entender el desarrollo y explosión del cine comercial que tuvo lugar a finales de los años 70 y sobre todo durante la década de los años 80 que, sin despreciar el esfuerzo de realizadores que también impulsaron definitivamente el género (como Robert Zemeckis, Joe Dante o el propio Spielberg), buena parte de la filmografía de Donner se revela, vista hoy, como el epítome de aquel desarrollo, especialmente, y salvo alguna contada excepción, la que va desde Supermán (Superman, 1978) hasta Arma Letal 2 (Lethal Weapon 2, 1989), que representa sin duda alguna la década prodigiosa del director. Epítome porque en sus películas se dan cita la mayor parte de las señas de identidad de aquel cine comercial y mayoritariamente fantástico que comenzaba a caminar.

 

Lo nunca visto

Una de estas marcas, probablemente la que en su momento generó las enormes taquillas que, a partir de entonces, irían asociadas con el género, era la espectacularidad de lo novedoso, el afán por enseñar algo que jamás antes se hubiera visto en pantalla (que era uno de los secretos del éxito de La Guerra de las Galaxias). También esta promesa de enseñar algo nunca visto antes se encuentra en el epicentro del tremendo predicamento popular que obtuvo Supermán. La frase que acompañaba la película, “Usted creerá que un hombre puede volar”, es ridícula en el mundo de hoy en día pero muy razonable en 1978, con una sociedad infinitamente más ingenua que aún no había recibido grandes impactos visuales, ni ficticios (como los que vendrían incorporados en, precisamente, muchos blockbusters de las siguientes décadas) ni mucho menos reales (como la caída de las dos torres del World Trade Center o las incontables escenas de guerra que asolan cada día los telediarios). Eran tiempos en los que costaba mucho menos dejar a las plateas boquiabiertas, y en consecuencia la parafernalia de los F/X no era –como sucede demasiado a menudo hoy– un molesto ruido que entorpece la narración. Con unos espectaculares –para la época, modestos vistos hoy– trucajes ópticos, la era predigital consiguió con Supermán uno de sus momentos artísticos cumbre, puesto que en realidad la ilusión era perfecta, parecía que Supermán volaba. Donner fue lo suficientemente astuto, aun sabiendo lo que tenía entre manos, como para no mostrarse insolente en la exhibición de estos efectos, y otorgó un generoso protagonismo a los momentos en los que no había F/X, como así lo demuestra la extraordinaria planificación de toda la secuencia de la muerte del padre adoptivo terrestre de Clark Kent: justo después de una de esas charlas padre-hijo tan características del cine estadounidense, Pa Kent –soberbio Glenn Ford– se lleva una mano tensa a su brazo izquierdo, consciente de que está teniendo un ataque al corazón, pero Donner cambia a un pudoroso plano general para enseñarnos cómo se desploma; la muerte es un elemento más del bucólico paisaje, algo casi tan natural como los campos de trigo que rodean la casa de los Kent. Un soberbio ejemplo de composición que arraiga en la retina del espectador con la misma fuerza –o más– que los momentos más espectaculares.

Supermán

No ha sido Supermán la única ocasión en la que Donner, cineasta nada amedrentado, se ha atrevido a incluir en sus películas escenas o personajes que implicaban un cierto riesgo artístico, riesgo que casi siempre venía causado por haber trabajado habitualmente bajo el paraguas de los grandes estudios (y ya sabemos que las majors de Hollywood no se caracterizan, precisamente, por su tolerancia con el riesgo creativo). En La Profecía (The Omen, 1976), película de terror con la que sin duda Twentieth Century Fox pretendía subirse al carro del tremendo éxito de El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Donner muestra una decapitación (la del siempre solvente David Warner) con todo lujo de detalles, rodada con varias cámaras desde diversos ángulos, luego montados en una sucesión bastante macabra. En Arma Letal (Lethal Weapon, 1987), el protagonista es un alcohólico viudo con severas tendencias suicidas, un carácter realmente apartado de los policías simpáticos y majetes que habían poblado el universo policial de los años 80 hasta entonces con gente como el Axel Foley de Superdetective en Hollywood (Beverly Hills Cop, Martin Brest, 1984). Incluso en Los Goonies (The Goonies, 1985), que Warner orientó claramente hacia audiencias infantiles y familiares, Donner no duda en introducir un feísmo chocante con el personaje de Sloth, que si bien acaba siendo suavizado a raíz de su amistad con uno de los niños, no deja de ser una figura visual desconcertante en un conjunto armoniosamente teenager.

 

Invasiones fantásticas

El retrato de una generación alimentada con un imaginario fantástico (3) que dio como resultado poderosas intromisiones de lo irreal en el contexto de lo real se encuentra en la base de éxitos como Los Cazafantasmas (Ghostbusters, Ivan Reitman, 1984) o Poltergeist (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982), y puede rastrearse también en La Profecía, Los Goonies, Lady Halcón (Ladyhawke, 1985), o Los Fantasmas Atacan Al Jefe (Scrooged, 1988). Aunque no era ni mucho menos una perspectiva nueva (4), Donner sí que fue maestro en dosificar las expectativas del público y en deslizar el elemento fantástico poco a poco y nunca desde el principio, con lo que daba a la audiencia lo que esperaba pero no cuando lo esperaba, justo lo contrario de lo que sucede hoy en día. Si Los Cazafantasmas se abría con toda una declaración de principios (un viscoso fantasma verde aterrorizando a una bibliotecaria) y Poltergeist arrancaba con la pequeña Carol Anne hablando directamente con los espíritus acechantes tras la pantalla del televisor, Los Goonies empieza con algo tan poco fantastique como la huida de Jake Fratelli de la cárcel del condado (en un preámbulo portentoso con, eso sí, guiño a Indiana Jones incluido), y lo fantástico no se empieza a insinuar hasta la aparición del mapa del tesoro y, de manera ya incontestable, no hace acto de presencia hasta bien entrado el metraje, cuando la pandilla escapa de la cabaña de los Fratelli por los túneles. Algo parecido ocurre con Los Fantasmas Atacan al Jefe, en la que Donner introduce un falso fantástico inicio haciéndonos creer que estamos en el hogar de Santa Claus para luego descubrir que en realidad estamos ante un (malvado) spot navideño de la cadena televisiva que dirige con pulso totalitario Frank Cross (5). La película consume tiempo en enseñarnos lo miserable y cínico que es este, hasta que lo fantástico penetra abruptamente con la aparición de su mentor, el difunto empresario mediático Lew Hayward. Tampoco Lady Halcón se revela al principio como una cinta de corte fantástico, más bien todo lo contrario, pues su acción se ubica en el siglo XII y se centra en las aventuras de un joven ladrón, Philippe Gaston, que decide ayudar a un misterioso caballero, Etienne de Navarre, en su cruzada contra el malvado obispo de Aquila. Pero poco a poco la fantasía se va abriendo paso gracias al extraño halcón que siempre acompaña a Etienne y a la aparición nocturna de un lobo y una hermosa mujer, hasta que finalmente sublima en el corazón del relato cuando nos damos cuenta de la maldición que recae sobre Etienne y sobre la mujer: él, condenado a convertirse en lobo por las noches; ella, condenada a convertirse en halcón durante el día.

Esta caligrafía narrativa de Donner, este tomarse su tiempo expositivo con calma (algo habitual en el cine de aquella época) denota una actitud de respeto hacia la audiencia, sobre la que volveré más tarde. Lejos de querer avasallar al público de entrada, Donner plantea el espectáculo cinematográfico siendo consciente de que el visionado es una parte más de una liturgia, un rito que empieza con la adquisición de la entrada de cine, continúa con la búsqueda de asientos en una sala (que en aquella época doblaba o triplicaba las actuales), con la apertura de cortinas, con los anuncios comerciales y con los tráilers, y que terminaba por fin con la película. Era un proceso pausado que se degustaba sin prisas y que planteaba una situación de emoción que iba in crescendo: todas las partes de esta liturgia llevaban irremediablemente al verdadero punto de excitación: la proyección. Donner no rompía esa progresión dramática y sus películas normalmente dejaban respirar al espectador en sus primeros compases para dotar de continuidad a ese rito. Hay, eso sí, una excepción: Arma Letal 2, pero es una anomalía consciente y premeditada con la que Donner consiguió exactamente lo que se proponía. Comenzando la película de manera abrupta, sin créditos iniciales, solo con el nombre de la productora y el título de la película, y abriendo plano mediante corte de negro a un Mel Gibson golpeando el techo del coche metido en una persecución automovilística de la que, por supuesto, no sabemos nada, el efecto sobre la audiencia es incuestionable: agárrense a sus asientos, ustedes han venido aquí porque creen que esta segunda parte será más movida que la primera, y de entrada van a descubrir que así es.

 

Salvaciones fantásticas

En las películas de masas de los años 80, y a excepción obvia de las de terror, el elemento fantástico no solamente se entrometía en la realidad cotidiana, sino que servía habitualmente para resolver los problemas de los protagonistas. Un extraterrestre con apariencia humana salvaba California de un devastador terremoto provocado por el malvado Lex Luthor en Supermán. El fabuloso tesoro de un pirata servía para pagar la hipoteca de los padres de Los Goonies. Hasta que Robert Thorn no admite abiertamente que Damien es la reencarnación del Anticristo, esto es, hasta que el personaje no se deja arrastrar por lo fantástico de manera irreversible, no es capaz de reunir el valor para asesinar a su propio hijo. Algo parecido ocurre con Frank Cross, ya que, a pesar de las más que evidentes muestras de la existencia a su alrededor de un mundo fantástico, se resiste a creer que no son más que alucinaciones, y hasta que el fuego de su propio crematorio no le empieza a chamuscar los pies no se da cuenta de que creer en el elemento fantástico representa su salvación. La imaginación, pues, deviene un motor de cambios y de soluciones, creer en lo fantástico se convierte en tabla de salvación o en catalizador de decisiones vitales para los personajes que pueblan las películas de Donner.

Pero es sin duda en La Fuerza de la Ilusión (Radio Flyer, 1992) donde el poder de la imaginación adquiere un significado más conmovedor, hasta el punto de convertirse en la más fantástica de las películas de Donner, aun siendo quizás la más realista. La odisea de un niño que, para escapar de los maltratos de su padrastro, decide junto a su hermano convertir una caja de juguetes en un avión que le permita huir y volar por todo el mundo, supone (pese a sus ribetes claramente dramáticos) una poderosa reivindicación de la fantasía como vía de escape y una contundente defensa de la misma existencia de la fantasía, algo así como una versión dramática de La historia interminable (Die Unendliche Geschichte, Wolfgang Petersen, 1984). El realismo es aquí sucio y desagradable, como lo es cualquier escenario que plantee abusos físicos. Y ciertamente la película no titubea en mantener una férrea disciplina narrativa desde el momento en que modera los paseos por el fantástico para aliviar la tensión, concesión al público que parece ser que estaba en el guión original (6) y que a buen seguro otro director con menos destreza hubiera mantenido. De este modo, la sensación que genera en el mismo espectador es paralela a la de los dos niños protagonistas: negando de entrada la existencia del elemento fantástico, ergo admitiendo que no hay “soluciones de otro mundo” al problema del abuso infantil, la audiencia, como los dos niños, se empeñan en creer, quieren creer que el cajón de juguetes realmente puede volar. Hábil, qué duda cabe, en la manipulación de los sentimientos colectivos, Donner consigue que lo fantástico anide en el ánimo de los espectadores sin que La Fuerza de la Ilusión sea ni tan siquiera una película de corte fantástico. Y precisamente por este logro titánico, por haber parido la más fantástica de las películas no fantásticas, es posiblemente la que resume de manera más brillante todo el esfuerzo puesto por Donner al servicio de la imaginación en sus películas. En esta, más que en ninguna otra, se llega a la fantasía sin llegar realmente a ella, se reivindica sin enseñarla (casi), en lo que bien podría suponer una recapitulación de toda su carrera, una manera de defenderla y de reivindicarla. Película fronteriza en la trayectoria de Donner, puesto que la fantasía ya no volverá a formar parte de sus trabajos posteriores -con la única excepción de Timeline (2003)-, su importancia no debe ser menospreciada…, aunque eso es exactamente lo que suele ocurrir cuando alguien habla de Donner.

No quiero crecer

Directamente relacionado con este uso de la imaginación, el mito peterpanesco del adulto que se niega a crecer y a asumir sus responsabilidades ha sido probablemente uno de los clichés más utilizados y abusados por el cine comercial desde la irrupción del blockbuster como género. En la actualidad, gente como Adam Sandler o Judd Apatow tiran de él como si no existiera nada más en el arte de narrar una historia, pero en los años 80 Donner lo manipuló con astucia para doblegarlo ante las necesidades de las historias, y no al revés (como pasa actualmente). En aquellas de sus películas donde puede rastrearse el mito de Peter Pan, este permanece en un discreto segundo plano y en realidad empapa el conjunto sin llegar nunca a hacerse del todo tangible. Es el caso de Los Goonies, una pandilla de chavales que necesitan agarrarse a una aventura infantil para superar un trauma tan adulto como es la ejecución de una hipoteca. Podrían haber intentado buscar el dinero de cualquier otra manera, pero la suya es ir detrás de un tesoro, ocurrencia peterpanesca en toda regla. También Frank Cross tiene algo –o mucho, quizás– de niño encerrado en el cuerpo de un adulto (7): un maníaco egocéntrico y cruel que maltrata a todos los que le rodean y que resuelve todos sus conflictos por la vía dictatorial, carente totalmente de estrategias emocionales adultas que le permitan negociar las situaciones adversas. Aunque desde una perspectiva mucho más oscura, también el Martin Riggs de la saga Arma Letal se comporta con la anarquía de los niños, y aunque no lo parezca podría pasar perfectamente por uno de los niños-adulto más acentuados de toda la filmografía de Donner, puesto que lleva a un extremo una preciosa cualidad infantil que desaparece al hacernos mayor: la inexistencia del miedo a la muerte. Riggs se juega el tipo con un obvio desprecio por su vida (y la de aquellos que le rodean, de ahí que la relación con su compañero, Roger Murtaugh, dé tanto de sí), un desprecio tan persistente que llega a resultar incluso ofensivo, por mucho que tenga sus heridas personales que más o menos puedan justificarlo. Riggs no es un adulto, no se comporta como tal, es un inadaptado social, no asume responsabilidades, esto es algo que aprenderá de su relación con Murtaugh, él sí, un modélico hombre casado y padre de familia (y evitaré entrar en el debate acerca del conservadurismo implícito en esta simbología, donde el soltero es el poli malo y desequilibrado y el casado y con hijos es el poli bueno y racional).

El equilibrio que siempre demostró Donner a la hora de plantear este mito, usándolo pero sin abusar, fue generalmente el mismo que sus colegas de generación exhibieron en la mayoría de grandes éxitos comerciales de los años 80. La inteligencia de estos directores de cine les llevaba a no simplificar en exceso este tópico, a no convertirlo en el eje de sus películas, que es la grosería en la que incurrieron películas de aquella época mucho menos recomendables como Viceversa (Vice Versa, Brian Gilbert, 1988). De esta manera, manteniendo a la bestia bajo llave, se conseguía sublimar de manera efectiva el anhelo de toda una generación de directores/espectadores ante los que el mundo comenzaba a dar muestras de un rápido avance tecnológico y social (el desarrollo de la informática, los canales de información 24 horas) que, sin duda, implicaba un empequeñecimiento de dicho mundo. En otras palabras: la vida tenía cada vez menos misterios, y ante esa evidencia se rebelaba el niño interno de estos creadores y los espectadores de este tipo de cine.

 

La elegancia del segundo plano

Richard Donner ha sido siempre muy atento con el segundo plano, y de ese trato exquisito que ha otorgado a los personajes secundarios y a los escenarios donde enmarca sus películas han surgido imágenes y personajes inolvidables. Muy consciente de la importancia de un buen contrincante, Donner ha buscado siempre actores carismáticos y no meras comparsas del protagonista. En Arma Letal, por ejemplo, Gary Busey electrizaba a las audiencias igual o más que Mel Gibson, con su mirada desquiciada y su pelo amarillo de genio loco. En Asesinos (Assassins, 1995), la caracterización histriónica y pasada de vueltas de Antonio Banderas suponía un claro homenaje al inmortal Scorpio que Andrew Robinson encarnó en la seminal Harry El Sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971). En Los Goonies, la familia de los Fratelli (madre y dos hijos) posee un encanto y una fuerza que en momentos concretos les hace incluso más atractivos que los chavales protagonistas (cf. toda la secuencia sobre el tronco en el que los dos hermanos están a punto de atrapar a la pandilla, salpicada de un humor slapstick que Joe Pantoliano y Robert Davi resuelven con extraordinaria eficacia). Gene Hackman, aunque sea cruel decirlo, se merienda a Christopher Reeve con su divertida performance, y no porque Reeve fuera un mal actor -de hecho pienso que fue un muy buen actor que tuvo pocas oportunidades de demostrar su valía-, sino porque Hackman es un monstruo capaz de merendarse a cualquiera. Es fácil tropezarse en las películas de Donner con actores solventes, eficaces, en roles secundarios. David Warner, maravilloso en La Profecía. David Morse, intenso en 16 Calles (16 Blocks, 2006). Alfred Molina en Maverick (Maverick, 1994). Stuart Wilson en Arma Letal 3 (Lethal Weapon 3, 1992). Lorraine Bracco en La Fuerza de la Ilusión. Joe Pesci y Joss Ackland en Arma Letal 2. Rutger Hauer en Lady Halcón. No es casual que todos ellos atesoren una incuestionable calidad artística y hayan sido escogidos para dar la réplica a los protagonistas. Donner es un detallista que no entendió sus películas únicamente desde el punto de vista de los protagonistas, sino que supo ver toda la fotografía y otorgarle a los fondos el nivel de importancia que realzara el conjunto.

Fruto de esta concepción artística nada complaciente con el primer plano, en sus películas los decorados, los fondos, transmiten generalmente las mismas sensaciones o emociones que la historia principal y que los protagonistas. El agujero en el que termina la calle empinada en la que es decapitado Warner en La Profecía es ya inquietante antes de ese terrible desenlace. La Metrópolis de Supermán es una ciudad moderna pero claramente feliz, optimista, filmada con luces diáfanas y sin apenas tinieblas, en consonancia con el aire limpio, blanco y sin traumas que representaba aquel superhéroe que venía a salvarla. Aunque quizás el ejemplo más claro de esto lo encontramos en las apuestas estéticas de Arma Letal y Arma Letal 2. La primera, una cinta oscura que arranca con el desgarrador suicidio de una joven que se lanza desde la azotea de un rascacielos, abunda en paisajes cerrados y oscuros (cf. el sótano donde torturan a Riggs o incluso su propia vivienda, una desvencijada autocaravana sin nada de glamour). Pero en la segunda parte, planteada casi como antítesis de la primera, se abandonaron los aspectos más escabrosos para ahondar en la acción pura y dura, por lo que Donner optó, para empezar, por rodar en scope (Arma Letal, aunque parezca mentira, no era en formato panorámico) y aprovechar ese mayor espacio para dejar entrar más luz. Los escenarios también se escogieron de manera acorde a este planteamiento, fueron más abiertos, menos asfixiantes, con lo que el resultado visual era completamente distinto al de la primera película.

Solo un director preocupado por el segundo nivel de lectura visual podría haber actuado de manera tan consecuente con los guiones que se llevaba entre manos. Su respeto hacia lo que habitualmente “no se ve”, hacia los decorados, hacia la iluminación, contrasta de manera drástica con el look visual de la mayor parte de blockbusters fantásticos actuales, de los que uno no sabe si comparten el mismo diseñador de producción o el mismo director de fotografía, o si se han rodado en los mismos decorados.

 

El respeto por la audiencia

16 Calles, su última película hasta el momento, ya tiene seis años de vida. Aunque no hay noticias acerca de su retiro, cabe suponer por lo avanzado de su edad (82 años) que quizás ya no veamos más películas nuevas suyas, o en cualquier caso ya no veremos muchas. Y no quiero esperar a que su desaparición convierta este texto en una elegía, no. Ahora que aún vive, ahora que (si quiere, si puede y si le dejan) es capaz de dirigir una película, ahora es cuando quiero aplaudir a un hombre que, rara avis en el cine comercial actual, siempre se ha mostrado respetuoso con las grandes masas a las que en la mayor parte de las ocasiones se ha dirigido. Cualidad esta que posiblemente sea su mejor y más preciado legado, puesto que circunscribe toda su obra dentro de una generación de directores que supo conciliar los deseos de facturar millones de las majors de Hollywood con un tratamiento narrativo y visual de las historias que no trataba a los espectadores como memos. Con esa inocencia demodé tan característica de aquel cine, sus películas exhibían por supuesto tramas nada complejas, lineales y simples si se quiere, pero no enseñaban nunca más de lo necesario para explicar las cosas y daban margen al espectador para disfrutar del espectáculo sin sombra alguna de condescendencia. La información necesaria para entender la trama llegaba cuando tenía que llegar, y se dosificaba de manera sutil, a veces agazapada en un plano o en una escena de aspecto trivial, y no como ahora, donde resulta tristemente habitual en el género fantástico encontrarse con lo que yo denomino “la escena Elejalde”, es decir, el momento en el que, tras marear a la audiencia con una primera hora repleta de enigmas, el guionista se saca de la chistera un personaje que por arte de magia explica todo el misterio al espectador (8).

Este trato siempre atento que Donner nos ha dispensado como audiencia es, posiblemente, el rasgo que más le ennoblece. No fue el único que lo hizo porque, insisto, a Donner es necesario enmarcarlo dentro de un contexto, junto a una generación cortada por patrones conceptuales similares, tal y como hemos visto; pero la elegancia y la corrección formal de su puesta en escena no le han abandonado incluso en sus momentos más crepusculares (sus ultimas películas están muy lejos de gozar de los presupuestos que manejaba en los años 80), lo que sugiere que para él este respeto es una cuestión fuera de discusión sea cual sea el dinero disponible.

Acabo como empecé, lamentándome del casi nulo impacto bibliográfico que ha tenido Richard Donner, quien, a estas alturas de su carrera, debería por lo menos atesorar media docena o más de libros acerca de su figura. Está claro que pocos se han dado cuenta de todo lo que le debemos, que en mi opinión es mucho. Le debemos no solo una de las filmografías más impecables que pueden encontrarse entre los realizadores que triunfaron en los años 80, sino una magnificación por la vía de la universalización de lo que había sido hasta entonces el sense of wonder, pues llevó este concepto a terrenos ajenos a la ciencia ficción (donde había nacido y habitado (9)) y dejándolo definitivamente asentado en el género del blockbuster, sea cual sea su temática, a partir de entonces. Los que tuvimos la suerte de crecer en su apogeo le debemos tanto en nuestro proceso de educación cinematográfica y sentimental, le debemos tanto en nuestra mirada cinéfila y nuestros análisis del hecho visual, que no tendremos tiempo suficiente para devolvérselo.

Y encima tiene cara de buen tío.

 

(1): En esta biblioteca mundial solo es posible encontrar una obra dedicada a este director, se trata de You’re the Director…You Figure It Out. The Life and Films of Richard Donner (James Christie, 2010, Bearmanor Media). Por supuesto, sin traducción al español, hasta donde yo sé al menos.

(2): Aunque el cine había dado antes muchos éxitos masivos y populares como Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) o Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956), es abiertamente admitido que el género nace sobre todo con la cinta de Spielberg, denotando toda una filosofía implícita representada por una gran escala narrativa y presupuestaria que arrastra grandes inversiones publicitarias y de marketing.

(3): Desde series de televisión como The Twilight Zone (1959-1964) hasta cómics como Tales from The Crypt (EC Comics, 1950-1955) o The Vault Of Horror (EC Comics, 1950-1955), pasando por el cine de serie B de los años 50 y 60, son todas referencias habituales en los directores que triunfaron en esta época.

(4) En cierto modo, ya había sido avanzada por un éxito masivo pre-era blockbuster como lo fue la ya mencionada El exorcista.

(5): Me da la impresión de que está comúnmente aceptado que la cúspide de la carrera de Bill Murray es Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) y sin embargo el one-man-show que despliega en Los fantasmas atacan al jefe es soberbio de puro hilarante que llega a resultar. De hecho, siempre me ha parecido que la interpretación que compuso para la película de Ramis -película maravillosa, por otro lado- no es otra cosa que una lógica evolución a niveles compositivos (gestos, tics, actitudes) del Frank Cross de Los fantasmas atacan al jefe.

(6): Donner llegó a La fuerza de la ilusión  para sustituir a su previo guionista y director, David M. Evans, y lo primero que hizo fue deshacerse de algunas escenas fantasiosas.

(7): Curiosamente, en el mismo año 1988 en que se estrenó Los fantasmas atacan al jefe vio la luz también una hermosa película que narraba literalmente eso, la historia de un niño encerrado en el cuerpo de un adulto: Big (Penny Marshall).

(8): En alusión, obviamente, al momento en Los Sin Nombre ( Jaume Balagueró, 1999) en el que el personaje que interpreta Karra Elejalde tiene un speech con el de Emma Vilarasau en el que le resuelve al espectador todas las dudas acerca de lo que ha visto en la primera hora de película.

(9): El crítico David Hartwell amplió las fronteras del término sense of wonder, que había estado siempre ligado a la ciencia ficción y al choque de “lo posible” con el descubrimiento de la inmensidad del espacio y del tiempo. Hartwell, de hecho, sugirió que la ciencia ficción es una consecuencia, y no un origen, de los “cuentos de maravillas, de milagros, de grandes poderes y sus consecuencias más allá de las personas de tu vecindario”.