Babylon
Un relato de los cuerpos: pensar las ruinas del cine
En Babylon se teje una red de nostalgia hacia el pasado que se caracteriza por la ostentosidad de sus imágenes y la extravagancia de sus fiestas. No obstante, hay también hilos subyacentes de los que se puede tirar para desentrañar el efecto emocional al que Damien Chazelle pretende apelar. A su modo, y como ya ejerciera en La La Land (2016), el director ansía sentirse parte de una trama: esto es, que las películas de los cineastas que le han precedido ejerzan, a ritmo de jazz, una influencia en su praxis artística.
Prácticamente, Babylon coincide en cartelera con Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), de Steven Spielberg, y con El imperio de la luz (Empire of Light, 2022), de Sam Mendes, películas que pueden leerse desde el laconismo y la lamentación por una forma de acercarse al cine que está perdiendo vigor, en especial por el auge del contenido serial y el descuido de las salas. Un sentimiento de extravío que taladra los períodos de crisis del cine que, paradójicamente, son los que han marcado sus avances más determinantes, si se piensa sobre todo en las tendencias europeas después de la brecha de la Segunda Guerra Mundial. Escribe Giorgio Agamben que el contemporáneo es aquel que transporta lo arcaico. Los creadores deben ser muy conocedores del peso que cargan a sus espaldas, y dialogar con ello de modos muy conscientes. El filósofo, al comienzo de Infancia e historia, asegura que, en la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Agamben afirma que, a día de hoy, al hombre se le ha extirpado la experiencia. ¿Será por esta idea que a Chazelle, Spielberg y a Mendes no les queda otra alternativa que sujetar la compendiosa idea de que cualquier tiempo pasado fue más fructífero que nuestro presente?
Desde una perspectiva teórica y plástica, el film entabla diálogo con muchas tradiciones y conceptos a la vez. Sus tres horas de metraje no sólo transitan por el antes y el después del sonoro; sobre todo los minutos de cierre evidencian las pretensiones del director de apuntar hacia diferentes dianas. Sin embargo, se quiere hacer hincapié en algunos conceptos vinculados al subtexto, a lo que no es visible de antemano y a lo que de algún modo ocultan las trompetas extáticas de la banda sonora de Justin Hurwitz: un relato de los cuerpos.
En un momento decisivo de la trama, Jack Conrad, uno de los actores de la Industria que se recrea y que Brad Pitt encarna maravillosamente, se dirige a una habitación con la puerta entreabierta. Unos minutos antes, le ha ofrecido una generosa propina a un mayordomo, dispuesto a tomar una decisión importante. Este gesto expresa mucho y con muy poco acerca de cómo Conrad ha vivido rodeado de lujuria y superficialidad, y necesita redimirse ante nosotros. La cámara filma el acto desde una distancia media, sin acercarse demasiado en señal de respeto pero tampoco privándonos de la visión. En el comienzo del film, Conrad ya se percata de que una camarera le trata de forma sincera, sin un interés más allá de la admiración que siente por él. Es entonces cuando el actor, acostumbrado a las frívolas negociaciones con las productoras y los equipos, inicia un proceso de transformación psicológico que culmina en el aguinaldo que le dona al sirviente, un gesto que demuestra que todavía queda humanidad en él. La melodía que le acompaña en su paseo definitivo, Gold Coast Rhythm (Jack’s Party), de Justin Hurwitz, juega un papel esencial, pues agrega una preciosa pátina de melancolía a través del piano.
En otro instante de la película, el célebre actor, que es un Rodolfo Valentino de nuestro siglo, intenta reprimir las lágrimas cuando ve a sus colaboradores habituales y compañeros de trabajo armar una algarabía en medio del desierto, con una serpiente de cascabel incluida. Se puede leer en su mirada la aflicción de un tiempo pretérito que ya no volverá, de algo que ha terminado y que debe dejar paso a la innovación tecnológica, en este caso el paso al sonido y a las nuevas voces que sean capaces de manejarlo. Cuando el tiempo de un actor expira, evidencia Brad Pitt en este film, no queda más remedio que aceptarlo resignadamente o tomar drásticas decisiones. En su sentida performance habitan los espectros de John Gilbert, Douglas Fairbanks o Errol Flynn, los cuerpos emblema del mudo. O deberíamos decir que el mudo se emblematiza gracias a dichas figuras, que dispusieron su despliegue físico al servicio del gran público. Una de las líneas de diálogo más inspiradas de Babylon proviene precisamente de esta cuestión, pues se aclara que lo que pervive es el concepto, la sensación, como un alma que va pasando de un cuerpo a otro mientras progresan las épocas. El cine, como arte del movimiento y la compresión de flujos temporales, hace que éstas transcurran más deprisa, lo que acelera y dinamiza peligrosamente la nostalgia. Habrá más Valentinos y más Brad Pitts, pero se exhibirán en contextos diferentes y de modos imprevisibles. En esta interpretación hay tristeza y esperanza a la vez.
Por otro lado, la aparición de Tobey Maguire, en la piel del extraño James McKay, redirige el relato hacia un camino insospechado en el que se exhiben las catacumbas de Hollywood, la cara escondida de los rostros gloriosos que ahora citábamos. Su personaje, vestido como si fuese una marioneta, exhibe una visión del cine que dista de la de los cuerpos canónicos: más bien nos estaríamos moviendo en una dimensión grotesca y freak, en la que destacan figuras como Lon Chaney o Béla Lugosi. McKay, un hombre de negocios inmiscuido en asuntos muy turbios, es en sí mismo una fantasmagoría, una reminiscencia de algo que ya no tiene un arraigo. Si Hollywood fue una fábrica de sueños, también fue una fábrica de pesadillas, parece comunicarnos este pintoresco personaje. En una de las escenas, McKay se colorea el rostro de blanco, como si fuera un espectro del mimo o quisiera evocar el cine silente. Unos minutos después, nos traslada a unas cavernas divididas en niveles, una suerte de infierno en la tierra que esconde aquello que la industria jamás quiso que viésemos. O si lo deseó, fue bajo un estricto control. En ese sentido, la película también está insinuando un discurso sobre la corrección política que queda subrayado por el fuerte contraste entre el alboroto de la década de los veinte y la implantación de código Hays en los años treinta, asunto que obligó a los altos cargos del cine a encubrir sus vicios bajo las formalidades. Es Agamben, en su meditación sobre lo contemporáneo, quien determina que deberíamos mantener la vista fijada en la luz de nuestro tiempo pero también en sus contornos, es decir, en sus sombras. Con su interpretación psicótica y depresiva, Maguire evidencia que a partir del anacronismo y la toma de distancia con el propio tiempo es más factible definir los vaivenes de un período.
La mansión abandonada de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, film clave de las postrimerías del clasicismo (sobre todo si entendemos la independencia del cine respecto a la televisión, que se consolidó en los años 50), acumula motas de polvo, pero el glamur de una época pasada todavía se filtra por los intersticios de las imágenes. O también en la pantalla dentro de la pantalla, como cuando la actriz Norma Desmond/Gloria Swanson se ve a sí misma actuar en las películas mudas, en un sugestivo juego de espejos. En Babylon, el glamur se canaliza a través de la hipervisibilidad de las imágenes, la pulcritud de los vestidos y el frenesí del montaje, pero Chazelle pone los puntos sobre las íes para hacer emerger ejes de lectura. Los minutos de Maguire en el papel de McKay son bastante comparables a los de Buster Keaton en El crepúsculo de los dioses. Ambos son un resto, un detritus fosilizado de una producción que ha dejado de tener sentido. El caso de McKay, sin embargo, es más ambiguo, pues es alguien malsano y pendenciero que encarna también lo más oscuro de los guionistas. Su escena de la lluvia de ideas, proceso previo a la escritura del guion, así lo prueba. Agamben asegura que en la antigüedad, el fantasma era algo que se relegaba al fondo de la experiencia, pero que ahora emerge en primer plano con un carácter alucinatorio. La presencia de Maguire en el film se ajusta a esa definición, mostrándose como un maníaco con ínfulas creativas que intenta disimular su degradación a través de un entusiasmo por el cine. También se puede vincular con el Joker (2019) de Todd Phillips, quien a través de sus espectáculos circenses esconde su tristeza, hasta el punto de que ya no es más que una caricatura de sí mismo.
Después, nos damos de bruces con la enérgica Margot Robbie, una actriz de la era de la imagen que diseñó para sí una star image vinculada a una sexualidad exhibitiva, antipuritana y erótica. En este film, por medio de un fulminante trabajo performativo, revienta este constructo. La última vez que la vemos en pantalla en la película, en el rol de Nellie LaRoy, es muy significativa. Entre el haz de luz que irradian unas farolas y la lobreguez de un callejón, LaRoy emprende un último desfile que pone el broche de oro a la ambición excesiva que la llevó a convertirse en quien es. Antes de que se produzca un corte de montaje que ya nos privará de verla más, y que agrega un seductor grado de ambivalencia, Robbie realiza unos movimientos sensuales, lentos, que parecen la antítesis de su desinhibición en el guateque que abre la película. LaRoy se ha convertido en una sombra de lo que fue; de nuevo otra idea vinculada a la ruina, a la imagen que llega demasiado tarde pero que sigue conservando huellas. En su actuación, Robbie trata de redefinir el concepto popular de la it girl que caracterizó a intérpretes como Clara Bow o Louise Brooks, y establece un puente muy fructífero con el modo de representación institucional, como diría Noël Burch. Sin embargo, su historia es la más convencional dentro de los cauces narrativos que abre Babylon, pues representa la traducción del sueño americano y vuelve a grabar el axioma de que Estados Unidos es la tierra de las oportunidades. En ese sentido, LaRoy deviene una reescritura del personaje de Mia de La La Land, pero con el matiz de que sus orígenes son muy humildes y parte de su carisma nace de la fricción entre su instinto grosero y las transformaciones estructurales de la industria. La historia de amor que vive con Manny, interpretado por Diego Calva, se nutre de la reciprocidad y la intensidad dramática surgida entre Emma Stone y Ryan Gosling en La La Land, incluso también a nivel rítmico y musical. Llama la atención especialmente la secuencia donde Nellie verbaliza lo que siente ante el grupúsculo relamido de oligarcas y empresarios de los años 30, que impusieron unas pautas de conducta restrictivas y decorosas. El duelo de Robbie por intentar desquitarse de su coraza sexual se solapa al de la actriz a la que da vida por seguir preservando el espíritu de libertad expresiva que se había consolidado en la década anterior. De esta tensión nace una antinomia entre la construcción y la destrucción que refuerza el carácter de Babylon como un gran cajón de sastre que aglutina muchos objetos.
Babylon se ajusta a la definición de película posmoderna, en tanto que se enmarca en una época de vacío de inventiva para la pantalla grande. En sí misma arrastra algo que no se quiere dejar ir, y hace de ello su mayor defecto y virtud a la vez. Si la posmodernidad, como reza Zygmunt Bauman, es la modernidad que se psicoanaliza para terminar aceptando su propia imposibilidad, Babylon es un mural levantado para esculpir una historia del cine, pero quizá no para seguir cultivando su desarrollo del mismo modo. El film maneja el horizonte de expectativas del espectador para anclarse a su propia época y no para volver legible o reinterpretar alguna imagen del pasado que quedase inmadura en el inconsciente colectivo. Babylon, a priori, no construye el sentido de cara al pasado sino que lo copia, como una Wikipedia, para delatar el desierto del hoy. Lo interesante es que, a pesar de esa tentativa, muchos de sus gestos e intuiciones apuntan a lo contrario, como es la creación de un relato invisible a través de los cuerpos.
¿Es entonces Damien Chazelle un contemporáneo? Agamben especifica que la contemporaneidad es una singular relación con el propio tiempo, que se adhiere a él y a la vez se aparta. El cineasta, en los pasillos y los pliegues de su película, nos va dejando migajas de pan que en La La Land se hacían más evidentes con la puesta en escena prototípica del musical. Se nutre de las formas del pasado para, por un lado, evidenciar que hoy la situación del espectador es distinta, más enajenada y resabiada, y ejerce una resistencia parcial en base a dicha cuestión. Por el otro, nos garantiza que el arte cinematográfico de las décadas precedentes es un incentivo para reclamar el disenso, una visión propia, y debe seguir siéndolo. No obstante, no toma ninguna distancia respecto a su tiempo, sino que hace prolongar unos esquemas. Lo contemporáneo, relata Agamben, es originario no porque se ligue al origen, sino porque remite a aquello que desde el principio de los tiempos permanece silenciosamente en nuestras acciones. Hay cuestiones originarias que están siempre en nosotros; y lo originario es espectral, sigue presente mientras quiebra la línea del tiempo.
Babylon, pues, aterriza en un momento donde el mecanismo de la nostalgia sufre constantes vaivenes y, en lo que respecta a una producción que se debe al público mayoritario, parece que se haya instaurado una ley que incite a la retórica fílmica a mirar por el retrovisor constantemente. Es menester asegurarse de que esa coyuntura no sea óbice para pensar el progreso y la vivacidad de las imágenes.
© Arnau Martín, enero de 2023
BIBLIOGRAFÍA
AGAMBEN, Giorgio. Infancia e historia. Adriana Hidalgo Editora, 2011.
AGAMBEN, Giorgio. ¿Qué es lo contemporáneo? 2008.