The Eternal Daughter

El tiempo de los fantasmas

El primerísimo contacto que tuve con el cine de Joanna Hogg ya me planteó una duda que luego se hizo recurrente al recorrer el conjunto de su filmografía: durante los primeros compases de The Souvenir (2019), me pregunté enseguida en qué época transcurría la película que estaba empezando a ver. La atmósfera de su cine tiene una cualidad especial que genera esa ambigüedad, falsa por lo demás, pues más temprano que tarde encontramos algún detalle que nos ayuda a datar la acción. Pero algo en las imágenes parece decirnos que sus películas transcurren en un tiempo particular que pertenece solamente al cine; un tiempo que, al observarlo, parece ser presente y pasado a la vez. Quizás no es un rasgo del todo singular; al fin y al cabo, otros cineastas tan dispares como Peter Strickland, Bertrand Mandico o James Gray parecen retomar a su manera el cine de los años sesenta y setenta, ya sea el giallo, las desahogadas experimentaciones de Kenneth Anger y Andy Warhol o las texturas características del Nuevo Hollywood. Pero el cine de Hogg parece más sutil, no nos deja señales tan evidentes sobre su filiación; o no lo ha hecho al menos hasta su última realización, The Eternal Daughter, que sigue una cierta continuidad respecto a la obra anterior de la directora británica -las relaciones íntimas entre parejas y familiares son también el asunto de Archipelago (2010) y Exhibition (2013)- pero, a la vez, parece también diferenciarse, tomar una nueva deriva hacia lo fantástico.

Aunque, a decir verdad, el abrazo de lo fantástico y de lo onírico se produjo en su largometraje anterior, The Souvenir Part II (2021). Concretamente, cuando el cuerpo de Anthony, la pareja fallecida de la protagonista, se materializa en un secuencia por completo fuera de la realidad, más propia de las ensoñaciones de Federico Fellini que de la cotidiana y elegante fisicidad a lo Luchino Visconti del resto del metraje. El tema del duelo y del vínculo con los fallecidos empuja el film hacia ese aparte fantasioso que anticipa la filosofía de The Eternal Daughter, film que puede considerarse una tercera parte de The Souvenir -las protagonistas vuelven a ser una cineasta llamada Julie y su madre Rosalind- o bien una variación radical, ya que Hogg abandona el tono de crónica o melodrama autobiográfico y, como decíamos, se zambulle sin ambages en el género fantástico, aunque sea de una manera sui generis.

La llegada a un suntuoso castillo acondicionado como hotel en mitad de un bosque permanentemente brumoso nos sitúa desde el principio en un escenario de película de terror; lo mismo que los muy pertinentes acordes de Béla Bartók -concretamente, el Andante tranquillo de su Música para cuerda, percusión y celesta– que suenan durante todo el film. Tilda Swinton aparece por primera vez escuchando una historia misteriosa relatada por el taxista que la lleva al hotel, historia que anticipa las vivencias extrañas que ella misma experimentará durante su estancia. Al llegar, Julie y Rosalind sospechan que son las únicas huéspedes nada más llegar, y les recibe una recepcionista con un carácter adusto y una misteriosa vida privada a la que nos asomamos cuando Swinton ve desde la ventana de su habitación que la recoge cada noche el coche de un tal Alfie. Toda la primera secuencia de la película, en fin, parece salida de la pluma de Bram Stoker, y nos introduce sin disimulo en el territorio de la narrativa gótica. De hecho, al recorrer los interiores del castillo, las luces verdosas sobre los pasillos nos recuerdan a esos característicos interiores iluminados por la luz que traspasa vidrieras de colores en las películas fantásticas de los glory days de la Hammer. Hogg, que introducía diálogos sobre Jacques Rivette en la primera parte de The Souvenir y que filmaba paisajes e interiores en Italia en The Souvenir o Unrelated (2007) con una delectación digna de El gatopardo (Il Gattopardo, 1963), deviene en The Eternal Daughter una devota discípula de Terence Fisher. Que es, de hecho, otra noble referencia procedente del cine de, grosso modo, los años sesenta.

Hogg habita lo fantástico desde la forma o, por decirlo de otra manera, hace que la noción de lo fantástico dicte la puesta en escena a lo largo de todo el film. No hay más que fijarse en todo el juego que da la escalera interior del castillo, filmada desde un ángulo diferente cada vez que aparece, a menudo en planos aberrantes de tono característicamente gótico; o en los muchos planos de Swinton avanzando por el pasillo que da a la habitación, también ligeramente diferentes todos ellos. Pero hay que destacar el uso de las ventanas, los marcos de las puertas y los reflejos en los espejos como elementos que sugieren el contacto entre lo real y lo fantástico, entre lo prosaico y lo extraño. Incluso en planos en los que las ventanas o las puertas no tienen un papel preeminente, su presencia en el fondo de la imagen resulta intrigante. Por otra parte, hay que mencionar también una pincelada de fantasticidad de estilo diferente, una manera más abstracta de expresar la presencia de lo extraño: me refiero a la bolsa de plástico con la que tropieza dos veces la recepcionista, un gesto que parece salido de una película de Luis Buñuel. Es la bolsa en la que Rosalind guarda viejos recuerdos, cartas y objetos con los que evoca episodios de su vida pasada.

La presencia constante del Unheimlich nos informa sobre la cuestión central que ha sido traspasada de The Souvenir Part II a The Eternal Daughter y que no es otra que el contacto con los muertos y la vivencia del duelo. Los sucesivos diálogos entre la hija y la madre protagonistas van revelando que los recuerdos de Rosalind en ese mismo hotel están relacionados con pérdidas dolorosas. Y los ruidos que desvelan a Julie durante la noche nos dan una primera pista sobre la presencia de fantasmas en el castillo, extremo que parece confirmarse con un avistamiento espectral a través de, precisamente, una ventana que atrae su curiosidad cada noche cuando pasea a Louis, el perrito que las acompaña. Pero las cosas quedan definitivamente claras a través de la figura de Bill, el vigilante nocturno del hotel. Bill, que aparece en el pasillo por primera vez como si él mismo fuera un espectro, se nos revela un personaje parejo al Dick Hallorann de El resplandor (The Shinning, 1980), el chef telepático que, en la película de Stanley Kubrick, razona con el joven protagonista acerca de su conexión con lo fantasmagórico. En sus dos diálogos con Julie y Rosalind, Bill habla de su propio duelo y de los recuerdos felices e infelices con los que siente que mantiene el vínculo con su esposa fallecida. Sin ningún subrayado innecesario, comprendemos que estamos ante alguien que conoce bien la comunicación entre vivos y muertos, amén de ser más consciente de lo que pasa en el castillo que ningún otro personaje del film. Es, además, durante un diálogo con él cuando Julie explica que es cineasta y que está escribiendo, con cierta dificultad, un film sobre su relación con Rosalind. Y, cuando es la madre la que charla tranquilamente con Bill, Julie escucha a hurtadillas el diálogo desde una significativa puerta entreabierta.

Hemos omitido hasta aquí un detalle crucial. En las dos partes de The Souvenir, Julie es interpretada por Honor Swinton Byrne, hija en la vida real de Tilda Swinton, quien encarna a su vez a Rosalind; pero, en The Eternal Daughter, Tilda Swinton interpreta a los dos personajes, esto es, a una Julie de más edad que la de The Souvenir y a una Rosalind que ronda más o menos los ochenta años. Madre e hija solo comparten plano en contadas ocasiones, como si Hogg quisiera evitar la imagen de Swinton duplicada en el plano. El film las muestra en general como dos cuerpos contrapuestos; de hecho, los diálogos más importantes entre ellas, que se producen en el comedor del hotel durante la cena, están filmados en un riguroso juego de plano y contraplano en el que Swinton, en ambos papeles, mira casi directamente al objetivo. Esa decisión formal, esa falta de contacto directo, provoca una sutilísima extrañeza, un efecto casi inefable relacionado con el sentido profundo de la relación entre una y otra, que nos irá siendo desvelado a lo largo de la película. Extrañeza que genera también el contraste entre esa compartimentación de los cuerpos que opera en toda la planificación del film y un primer plano aislado de dos manos que se juntan, imagen que vemos tres veces antes de que nos sea revelado por fin su significado.

Swinton es un rostro recurrente en el cine de nuestro tiempo a ambos lados del Atlántico, alguien que ha trabajado con Jim Jarmusch, Béla Tarr, Wes Anderson, Derek Jarman… Con Hogg, colaboró ya en su primera realización, Caprice (1986), que era de hecho un trabajo académico. Cortometraje sobre la ensoñación de una joven obsesionada por las revistas de moda, Caprice parece anticipar el aparte onírico de The Souvenir Part II. Y Swinton vuelve a tener un rol protagonista en The Eternal Daughter precisamente cuando Hogg abraza abiertamente el género fantástico. Hay algo en la presencia fílmica de Swinton que la acerca a lo misterioso, a lo extraño, una cualidad que podemos reconocer también en alguien como Willem Dafoe, por poner otro ejemplo. No me malinterpreten: no estoy diciendo que tengan un aspecto contrahecho, incluso pienso más bien que están, por el contrario, dotados de un atractivo muy singular. Lo que tienen sus miradas, sus rasgos angulados y sus físicos espigados es un no sé qué que atrae lo fantástico, algo que tuvieron también intérpretes como Peter Lorre o Elsa Lanchester; o, por volver a la época de la Hammer, otros como Christopher Lee o Vincent Price.

En The Eternal Daughter, vemos a Swinton varias veces acostada en su cama, inquieta ante los sonidos nocturnos y las sombras que describen movimientos sobre la pared, un efecto misterioso que muchos experimentamos durante nuestra infancia. ¿Cómo no recordar la imagen de Swinton en Memoria (2021), de Apichatpong Weerasethakul, desvelándose de noche al oír un ruido indefinible que le obsesionará durante toda la película? La manera de acercarse a lo fantástico del cineasta tailandés siempre ha sido extravagante y heterodoxa pero su cine, a pesar de la suma originalidad que transmite, está también íntimamente emparentado con las raíces profundas del género y quizás la presencia de Swinton en Memoria nos dé una pista sobre esa comunicación secreta entre la obra de Weerasethakul y el cine de extremo Occidente. Y no es un detalle baladí que el director de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, 2010) incida recurrentemente en sus películas en la presencia de espectros procedentes del pasado. El cine fantástico remite a menudo al contacto con los muertos y autores tan dispares de nuestro tiempo como Hogg o Weerasethakul han encontrado en él un territorio donde hablar no solo de sus recuerdos personales sino también de la historia del cine, del rico humus soterrado que nutre sus imágenes. Hacer cine hoy es situarse en un tiempo extraño que es pasado y presente simultáneamente, el tiempo de The Eternal Daughter o de películas de Pedro Costa como Caballo Dinero (Cavalo Dinheiro, 2014), por añadir otro ejemplo significativo; y recorrer el cine del siglo XX a la vez que se abren nuevos caminos, comunicarse con las vidas pasadas mientras se escriben nuevas páginas del libro de imágenes. Para ello, no hay más que describir cuerpos que recorren espacios extraños, poblados de seres evanescentes y sonidos inquietantes, porque tal vez el cine haya sido siempre una historia de fantasmas.

 

© Lucas Santos, enero de 2023